Audiencia con el representante de la Patronal del viernes 16 de enero
Óscar Dourado: Creo en Uruguay. Uruguay ha hecho mi fortuna. Y crié a mis empleados de la patronal a la manera uruguaya. Les di la libertad, pero les enseñé a no deshonrar nunca a su familia. Uno de mis empleados conoció a algunos compañeros del sindicato. Iban a las marchas y volvían muy tarde. Yo no protesté. Hace unos días salieron a una movilización, con varios sindicalistas. Le hicieron beber mucha caña. Entonces intentaron aprovecharse de él. Él se resistió a hacer paro, mantuvo su honor. Lo golpearon como si se tratara de un animal. Cuando llegué al hospital tenía la nariz y la barbilla rotas. No podía siquiera llorar del dolor. Pero yo sí lloré. ¿Y por qué lloré? Él era la luz de mi vida, era un empleado ejemplar. Ahora nunca va a poder ser un taxista modelo. Al principio acudí a la Policía, como un buen uruguayo. Los sindicalistas fueron llevados a juicio. El juez los condenó a tres años en la prisión, pero anularon la sentencia. ¡La anularon! ¡Salieron libres ese mismo día! Estaba parado en el juzgado como un tonto. Y esos malandras me sonrieron. Entonces le dije a mi esposa: “Si queremos justicia, debemos acudir al señor Silva”.
Carlos Silva: ¿Por qué fue a la Policía? ¿Por qué no vino a mí primero?
Óscar Dourado: ¿Qué quiere de mí? Dígame cualquier cosa. Pero le ruego que haga lo que le pido.
Carlos Silva: ¿Y qué es lo que pide? Venga, dígamelo al oído… Lo siento, amigo, no puedo hacer eso.
Óscar Dourado: Le daré cualquier cosa que usted me pida.
Carlos Silva: Nos conocemos desde hace muchos años, amigo mío, y es la primera vez que viene a pedirme consejo; a que lo ayude. No soy capaz de recordar la última vez que me invitó a tomar unos mates en su casa, aunque mi esposa es madrina de su único hijo. Pero vamos a ser francos aquí: usted nunca deseó mi amistad. Y teme quedar en deuda conmigo.
Óscar Dourado: No quisiera tener problemas.
Carlos Silva: Entiendo. Usted encontró el paraíso en Uruguay, tenía un buen negocio con los taxis, había conseguido tener una buena vida, el gobierno lo protegía; y la ley lo amparaba. Usted no necesitaba para nada mi amistad. Pero ahora usted viene a mí y me dice: “Deme justicia, señor Silva”. Pero no me lo pide con respeto. Usted no me ofrece su amistad. Incluso no piensa en llamarme “compañero secretario”. En lugar de eso, viene a la sede del sindicato el día que estamos haciendo el asado de los viernes y pide que mande en cana a un compañero.
Óscar Dourado: Le pido justicia.
Carlos Silva: Eso no es justicia; su empleado todavía está trabajando.
Óscar Dourado: Entonces que ellos sufran, pues él también sufre. ¿Cuánto debo pagarle?
Carlos Silva: Dourado, Dourado… ¿Qué le he hecho para que me trate con tan poco respeto? Si hubiera mantenido mi amistad, los que maltrataron a su empleado lo habrían pagado con creces. Porque cuando uno de mis amigos se crea enemigos, yo los convierto en mis enemigos. Y a ese amigo le temen.
Óscar Dourado: Señor secretario, permítame que le bese la mano.
Carlos Silva: Algún día, que puede que nunca llegue, lo invitaré a hacer un servicio para mí. Pero hasta que ese día llegue, acepte esta justicia como regalo del asado de los viernes.
Óscar Dourado: Gracias, señor secretario.
Carlos Silva: Vaya, vaya.