Era una tarde soleada de mediados de 4745. Tras la crisis que había disparado drásticamente el descenso de la población humana, y contando con el clima apropiado, el mundo se había vuelto a cubrir, una vez más, de bosques y praderas, donde pululaban las más extrañas criaturas, derivadas de aquellas que más de dos milenios atrás había creado la ingeniería genética. El método de creación había tenido un componente aleatorio importante: unos programas de computación increíblemente complejos simulaban seres con las características más inverosímiles y evaluaban su viabilidad. Cada tanto, uno de esos seres se destacaba y comenzaba su producción en serie, mediante sofisticadas técnicas de manipulación genética. Después se los transfería gradualmente a un ecosistema controlado, con la idea de llevarlos a la vida libre pasado un lapso prudencial. Casi siempre, tarde o temprano, algo fallaba y terminaban escapándose antes de tiempo, con resultados diversos, desde su rápida extinción a su proliferación desmedida.
Susana (que en realidad no se llamaba así) estaba en una especie de balcón o mirador de su refugio, contemplando el bosque que la rodeaba. Era sumamente peligroso salir a caminar por ahí; los alimentos eran distribuidos por vehículos- robot hiperblindados que, aun así, no siempre llegaban a destino. Claro, la idea no era ir por ahí matando los seres que tanto trabajo había dado crear. Existían, por supuesto, sitios de reunión, a los que se accedía periódicamente con el fin de socializar un poco, pero ni que decir que esto no estaba exento de riesgos. Algunos de los nuevos animales alcanzaban tamaños descomunales; otros eran pequeños pero numerosos y agresivos. La evolución seguía su curso, según las mismas leyes que la habían gobernado desde siempre.
Mientras miraba distraídamente a su alrededor, Susana pensaba en todas estas cosas, y en otras. Le gustaba la historia, y sabía que los humanos, en tiempos no tan distantes, habían colonizado prácticamente toda la superficie de la Tierra, hasta el punto de provocar grandes extinciones y llevar a su propia especie a la hecatombe. Dichas extinciones masivas eran lo que había provocado la necesidad de cubrir los nichos ecológicos vacíos con especies nuevas. El primer intento, que buscaba que éstas se parecieran lo más posible a sus predecesoras, había fracasado por motivos poco claros, por lo cual se tomó la decisión drástica de dejar que el azar se encargara de volver a crear una biósfera próspera y diversa.
También pensaba que, después de todo, el fenómeno del repoblamiento podía considerarse como un proceso natural; algo que tal vez ocurriera una o varias veces en la existencia de los mundos o sistemas más complejos. Después de todo, aquí estaba ella, contemplando un bosque que a los antiguos humanos les habría parecido alienígena, pero que era derivado, de algún modo, de aquellos otros por los que volaban o correteaban los pájaros, ardillas, zorros y jaguares de la antigüedad. En cierto modo, sucedía como con los paisajes vivientes del Jurásico o del Carbonífero: a un observador desprevenido todos ellos le parecerían sumamente extraños y ajenos.
Susana accionó una pulsera que tenía en la muñeca y se comunicó con su vecina Luz, que vivía unos kilómetros más al sur. Tuvieron una charla rutinaria, cuya utilidad principal fue corroborar, una vez más, que todo iba bien. Este tipo de conversaciones mantenían a la escasa población informada acerca de cuestiones generales, y servían también como un intuitivo censo de población.
La tasa de natalidad era mucho más baja que lo que había sido en tiempos de oro de la humanidad, y no se intentaba aumentarla porque se sabía que ello conducía a un callejón sin salida. Existían, en diversos sitios, laboratorios y centros de investigación donde la ciencia y la tecnología avanzaban a paso firme, pero siempre bajo el nuevo paradigma de que al mundo había que mantenerlo relativamente despoblado, o mejor dicho, poblado por aquel bestiario transgénico. La idea era lograr un difícil (y hasta ahora desconocido) equilibrio entre naturaleza salvaje y vida inteligente.
El primer encuentro entre ambas fuerzas había resultado un fracaso, y el nuevo plan intentaba restaurar la situación previa, pero adjuntándole el conocimiento de dicho fracaso.
El sol se acercaba al horizonte, engordaba y se enrojecía. La composición de la atmósfera, a consecuencia del nuevo ecosistema, había variado; por ejemplo, era más rica en oxígeno y anhídrido carbónico. Las nuevas formas de vida evolucionaban de acuerdo a ella, y a su vez la modificaban. Como había sido siempre.
Un aire frío hizo que Susana decidiera ingresar al refugio. Si bien el clima era cálido, los seres vivos estaban tan acostumbrados a él que el menor frescor los amedrentaba. Susana cerró la escotilla del mirador; con una mano accionó el microclima, con otra agarró una taza para hacerse un café, con otra se apoyó en la baranda de la escalera y con la otra se rascó la cabeza mientras pensaba: “Sí, debieron ser tiempos gloriosos aquellos en que la humanidad se expandía por el mundo mientras aprendía a sacar provecho de las fuerzas de la naturaleza. Pero, lamentablemente, no supieron detenerse a tiempo. Tal vez a nosotros, ahora, nos vaya mejor. Pero no hay que olvidar nunca su sacrificio; sin ellos, estaríamos al borde de cometer el mismo error”.