Prácticamente como si fuera lo que en el cine estadounidense se conoce como double feature presentation (algo similar a lo que conocemos como cine continuado, donde uno puede instalarse a ver varias películas seguidas, pagando un ticket y sin tener que levantarse de la butaca), en el último mes las carteleras uruguayas tuvieron entre sus estrenos a Polvo de estrellas (David Cronenberg, 2014) y El otro lado del éxito (Olivier Assayas, 2014).
Estilísticamente opuestas, las dos sin embargo introducen, casi como las dos caras de un mismo asunto, la compleja disolución del actor en la preparación de su rol, así como también la compleja descomposición psicológica entre los famosos y sus asistentes personales. Son films mucho más complejos que ese resumen temático: Cronenberg se sumerge más hondo en sus vínculos entre la indeterminable medida en que lo imaginario se ha ido fundiendo con lo real -incluso en la misma corporalidad que tanto le gusta presentar en su forma más descarnada- y en la manera en que el capitalismo se obsesiona con su propia noción de gasto y autodestrucción; mientras que Assayas retoma gran parte de sus obsesiones pop, en cierto punto realizando una reactualización de Irma Vep (la película que disparó su carrera).
Ambas son, en una medida similar, complejos aparatos llenos de botones y encastres en donde todo parece encontrar su doble y sus complejos juegos de resonancias. En Polvo de estrellas, el juego suicida de la hermana que se quiere casar con su hermano se entrelaza con la película que quiere escribir y el mismo pasado -y destino- del matrimonio incestuoso de sus padres.
En El otro lado del éxito tenemos a una exitosa y condecorada actriz, Juliette Binoche, en el papel de Maria Enders, que se refugia junto a su asistente personal, Valentine (Kristen Stewart) en las montañas de Sils Maria (pertenecientes a los Alpes suizos), para preparar un papel de una reversión teatral de la obra que la catapultó a la fama 20 años atrás. La situación es más compleja de lo aparente: así como en Polvo de estrellas el personaje de Julianne Moore ansía interpretar en una nueva versión un rol antiguamente actuado por su madre -de quien cuenta (¿o fabula?) haber sufrido serios abusos sexuales-, Maria Enders es llamada para volver a aquella obra inicial, pero interpretando un personaje opuesto al que supo realizar. En La serpiente de Maloja, la obra original, Maria encarnaba a Sigrid, una jovencísima mujer que aprovechaba sus encantos para engatusar a Helena, la dueña de una importantísima empresa, que rápidamente se enamoraba de ella, cayendo en una especie de relación sadomasoquista lésbica en la que cedía a todo lo que ansiaba o demandaba la joven. No era simplemente una obra, o un papel: el personaje de Sigrid, en el que Maria ve una autodeterminación y carga vital diferente de la del cinismo y desalmado espíritu escalador que otros artistas ven en el mismo rol, no sólo le ayudó a salir a la superficie del espectáculo, sino que actuó como una especie de modelo base sobre el que fue moldeando su personalidad. Cambiar de papel para interpretar a Helena es, por lo tanto, algo mucho más removedor de lo aparente, algo que significa cambiar, llevar a cabo, al menos simbólicamente, una difícil claudicación con el paso del tiempo.
Fiel a esta noción, y sobre todo, gracias a esa fuente inagotable de recursos que es Juliette Binoche, en la segunda parte del film (que no por nada está dividido, obedeciendo al tono teatral que toma y cita, en dos partes y un epílogo -casi como si estuviéramos hablando de actos actos-) tan sólo le basta a la actriz hacerse un corte de pelo y cambiar el atuendo para dejar de ser una mujer atractiva y segura, para convertirse en una persona ya más entrada en años, menos atractiva y trepidante en cuanto a quién es y cuánto le queda.
En esta dinámica de cambios, al binomio cada vez más personal e intenso entre Binoche y Stewart (en el que en cierto punto se encarna este drama fáustico de lo viejo y lo joven) se le agrega la participación de Jo-Ann Ellis (Chloë Grace Moretz), la joven e indomable promesa que está por interpretar el papel de Sigrid, lo que hace que este juego de paralelismos se lleve a cabo en dos planos. Hay, incluso, un tercer plano de orden metacinematográfico, que se da entre Valentine/Kristen Stewart y el papel de Jo-Ann, que es el de la actriz joven descarriada, que intenta volver a la buena senda, actuando en un drama más serio y elegante que las películas de alta factura que suele hacer. Al igual que Jo-Ann, sobre la que se registran múltiples escándalos como haber sido capturada engañando a su pareja y que pasó de ser “una promesa de clase A a una actriz clase Z”, Kristen Stewart también sufrió eso que los estadounidenses llaman backlash (una súbita disposición del público y los medios en su contra) y está, precisamente, en una película de un director culto como Olivier Assayas, intentando recobrar ese respeto perdido.
Mientras que en Irma Vep la forma en que se le encomendaba a la china Maggie Cheung interpretar a la protagonista femenina de la mítica Les Vampires servía como tapiz sobre el que hablar de la compleja relación del cine francés con el internacional, en La otra cara del éxito hay un intento similar de hablar de la relación entre el modernismo y el posmodernismo en el cine, un aspecto no sólo llevado a mención en las charlas entre Stewart y Binoche, sino también en la forma de actuación de ambas.
Quizás, hablando por fuera de lo temático y abordando lo puramente vinculado al disfrute, el punto más alto del film son esas secuencias de ensayos en la pequeña cabaña en donde no sabemos cuánto hay de esa tumultuosa relación lésbica de La serpiente de Maloja en el vínculo entre Maria y Valentine. Quizás el drama no es de la aparente homosexualidad que rige el vínculo entre ambas, sino el de la homosexualización, es decir, el complejo sistema de identificaciones y la manera en que cada una tiene lo que la otra no tiene; algo que remite, indefectiblemente, al drama psicológico entre Bibi Andersson y Liv Ullmann en Persona (Ingmar Bergman, 1966).
Más allá de todo esto, Assayas acierta en mantener una energía difusa y constante que nunca llega a estallar. Como si fuera una nota en un constante in crescendo, uno espera la eventual soltura de amarras, la escenificación explícita del sistema de explotación emocional de La serpiente de Maloja en el vínculo entre las dos protagonistas, pero esto nunca sucede. En alguna medida, El otro lado del éxito es una transposición al drama del avance de la edad de lo que sucede en cuanto a la represión sexual en El cisne negro, de Darren Aronofsky. Ambas manejan la idea del doble y la medida persecutoria de esa fascinación/amor/odio de lo que el otro tiene, algo que se ve en esa idea de dos personajes que en realidad son uno (como la exposición que le realiza el director de la obra a Maria), del riesgo a perderse uno mismo en la encarnación de ambos.
Quizás como punto negativo puede señalarse algunas apreciaciones medio clichés y de corte demasiado grueso sobre las diferencias entre el cine europeo y el hollywoodense, pero ya por el mero hecho de haberse precavido de no llevar las metáforas a lo más evidente, muestran un excelente criterio e inteligente mirada de parte de un autor como Assayas.