Estrenado por Netflix casi en simultáneo con la edición de su primer disco en casi un cuarto de siglo, Keith Richards: Under the Influence puede considerarse un producto compañero del CD Crosseyed Heart, y, de hecho, buena parte de su rodaje registra las sesiones de grabación de ese álbum, surgido de forma casual gracias al aliento de su baterista y productor, el fantástico Steve Jordan. Con ese eje, es un documental de factura sencilla y orientado sobre todo a espectadores familiarizados con la conocida historia del Rolling Stone, ya que los elementos biográficos presentes son mínimos, pero termina siendo una obra muy reveladora acerca de aspectos no tan evidentes de la personalidad y la vida de su protagonista.

El título es una guiñada a la conocida politoxicomanía de Richards -a quien incluso se ve ante cámaras bebiendo y fumando en cadena, ya que under the influence puede significar en inglés “bajo el efecto (del alcohol)”-. Sin embargo es un título tramposo, ya que a lo que realmente refiere es a su otro significado, más literal, de “bajo la influencia”: además del registro de la grabación de un disco, la película es una biografía musical, pero no tanto de los muchos logros del Richards instrumentista y compositor como de su extensísima relación de aprendizaje con la música popular negra estadounidense. De esta forma, termina siendo en parte una obra de rara humildad, en la que el guitarrista rinde respetuoso homenaje a los músicos que lo modelaron, incluyendo a un Chuck Berry que aparece maltratándolo (¡a Keith Richards!) en una toma de archivo.

Quienes, alentados por el título, esperen revelaciones o reiteraciones de los conocidos excesos de Richards, sus renovaciones de sangre, sobredosis, problemas legales, esnifadas de cenizas humanas y caídas de cocoteros, van a llevarse una decepción con Under the Influence. Si bien el aspecto tóxico y autodestructivo está presente lateralmente en varias anécdotas y chistes -hay una divertida historia narrada por Tom Waits acerca del elefantiásico pedo que se agarraron en su primer encuentro, con una no menos graciosa foto que lo atestigua-, el Richards del documental asoma como un hombre ya de cierta edad pero en buen estado tanto físico como mental, más allá de su permanente cigarrillo en la mano y del sinnúmero de calaveras con que adorna casi todos sus objetos. A los 71 años, el rostro del guitarrista está marcado por su vida intensa, pero se lo ve en buena forma y aun grácil en sus movimientos. Sobre todo, se lo ve como un señor muy afectuoso hacia un círculo muy limitado de gente y completamente alejado de la exposición social de otros coetáneos famosos como Paul McCartney o su compañero Mick Jagger. Puede sorprender la escasez de figuras entrevistadas, que se limitan a sus compañeros de los X-Pensive Winos -Waddy Watchell y Steve Jordan-, a su técnico de guitarras, a algún personaje que se cruza en su periplo y al siempre carismático Tom Waits, con quien parece unirlo una auténtica y entrañable amistad que enternecerá, al verla en pantalla, a los admiradores de ambos músicos. Y nadie más: no aparece ninguno de los otros Rolling Stones, ni ninguno de los centenares de músicos famosos a los que él influenció, porque -con rara humildad- el documental parece dedicado más a recordar las figuras sobre quienes Richards edificó su obra que a exhibir los conocidos frutos de ésta.

Por supuesto que, inevitablemente, Richards termina robándose la película con su peculiar lenguaje corporal, su voz cascada y una dentadura evidentemente nueva que exhibe en sus numerosas carcajadas. ¿Cuánto tiene de real y auténtico este retrato amable y semioficial del otrora señor muerte en vida? Posiblemente casi todo; su promocionada adicción de años a las drogas y el magnetismo torvo de su figura a veces hace olvidar que -descontando al inescrutable Charlie Watts- Richards siempre fue el más reservado y familiero de los Stones. Ahora, cuando ya están lejos los días en que se hacían apuestas acerca de cuánto podía quedarle de vida, este documental lo encuentra orgulloso de seguir haciendo música y abierto en el cariño que siente por sus amigos y su familia, incluyendo un poco esperable -y emotivo- relato de su reconciliación de adulto con su padre. El casi anciano protagonista de Under the Influence termina emergiendo como un hombre satisfecho con su vida, sin arrepentimientos y aparentemente feliz. Es más, y nunca habríamos imaginado escribir esto de Keith Richards: como un hombre sano.