El año pasado comentamos Historia Natural de la Belleza y otras piezas bailables, el excelente disco de Pablo Casacuberta que contiene principalmente música instrumental compuesta para el espectáculo de danza homónimo, pero que al editarse en álbum se transformó en una obra autónoma -los bailarines y sus coreografías no entran en el living de nuestra casa-. Sucede exactamente lo mismo con Nocturno, el último disco de Campo (proyecto liderado por Juan Campodónico, ex Peyote Asesino e integrante de Bajofondo), porque también contiene música creada exclusivamente para un espectáculo de danza. Y porque también es excelente.

En el marco de la celebración de los 80 años del Ballet Nacional del SODRE, su director, Julio Bocca, le encomendó a Campodónico la música original para una puesta en escena con coreografía de Martín Inthamoussú. Así surgió Nocturno, una composición en tres movimientos que no tiene relación alguna con el estilo de canciones electro-pop-alternativo de tres minutos y medio que suele cultivar Campo.

En el siglo XIX el filósofo alemán Arthur Schoppenhauer expuso un concepto fundamental para comprender la diferencia entre la música y las demás artes, que no viene mal repetir de vez en cuando: como la música es el lenguaje más abstracto, no expresa nunca un fenómeno sino su esencia íntima, su voluntad; es decir, no tal alegría o tal tristeza, sino la alegría o la tristeza (por eso es más abundante el análisis semiótico del cine, la literatura y la pintura que el de la música). Es la representación de esa esencia la que lleva a que la música incidental muchas veces traspase su contexto específico, editada o no por separado. Un ejemplo paradigmático es el del tema principal de esa obra maestra del spaghetti western llamada El bueno, el malo y el feo (Sergio Leone, 1966), compuesta por Ennio Morricone, que se convirtió en un estándar para musicalizar cualquier escena ambientada en el Far West, con paisajes desolados por los que rueda una solitaria bola de paja.

Este desvío filosófico tiene la intención de señalar la complejidad inherente a la creación de música instrumental para representar paisajes o atmósferas específicas, que es lo que se propone Nocturno. El primer movimiento, “Ciudad”, empieza con un barullo de fondo y la percusión machacando aleatoriamente, como los golpes de martillo en una construcción o molestas bocinas de autos; la tensión aumenta con el trinar de violín y viola, pero se resuelve cuando la pieza toma la forma de un tango moderno, guiado por un leitmotiv de ribetes piazzollescos. Tiene muchos aires de Bajofondo, sobre todo en los arreglos de cuerdas, lo que no resulta muy extraño ya que están a cargo de Javier Casalla, otro integrante de ese grupo. La pieza alterna su dinámica entre dos polos: por momentos baja su intensidad, se tranquiliza como la ciudad en la profunda noche; luego sube y se enreda, como una gran urbe de día.

El segundo movimiento es un viaje onírico y, por supuesto, se llama “Los sueños”. Con un tempo más lento que la primera, nos lleva a un paisaje natural (el efecto del canto de un benteveo allana el camino), mucho más relajado. La guitarra eléctrica lanza pequeñas notas, cual gotas de rocío que caen sobre nuestra cara mientras dormimos plácidamente en una hamaca paraguaya. La pieza llega a su clímax -es decir, al sueño profundo- en la mitad, cuando la guitarra de Campodónico queda casi sola y despliega suavemente un dulce punteo cargado de chorus. Como pasa con los mejores sueños, cuando queremos seguir compenetrados con ese punteo, ya se terminó y regresan el pájaro, las cuerdas y la percusión; despertamos queriendo recordar la melodía de la guitarra.

La naturaleza se vuelve el paisaje principal del disco en el último movimiento, “Monte nativo”, que pinta de lleno la noche (aquí es el ruido de los grillos el que allana el camino), con más protagonismo de las cuerdas y de la percusión -a veces intrépida y amenazante, como para una película de Alfred Hitchcock-. Luego de una introducción confusa, la pieza adquiere un beat casi discotequero que vuelve a tener reminiscencias de Bajofondo. Paradójicamente, mientras que el sonido de los grillos parece intensificarse, el movimiento se vuelve más luminoso y brillante gracias a los arreglos de bronces.

El álbum termina con dos temas que reciclan parte de la música previa: “La luz tranquila”, cantada por Martín Rivero, y “Ciudad nocturna”, que contiene un poema de Gabriel Calderón recitado por el autor.

En estas épocas de bombardeo constante de canciones livianitas que expresan menos que la nada, es más que bienvenido un disco instrumental que plantea una recepción diferente, lleno de detalles que actúan como enigmas sonoros. Es una sana bocanada de aire campestre.