Entre las varias figuras total o parcialmente olvidadas del arte uruguayo de la segunda mitad del siglo XX, no cabe duda de que Jorge Caraballo, fallecido en 2014, es una de las que más merecían un pronto rescate. La exposición curada por Manuel Neves, que ocupa “el anillo” del Museo Nacional de Artes Visuales, propone un recorrido por la obra de este artista polifacético y discreto: casi todo lo que se conserva de él (con la excepción de cartas o bocetos) se puede ver en la sala. No es un hecho menor, posibilitado por una producción relativamente escasa -aunque siempre intensa- y por el triste hecho de que muchas de sus obras, sobre todo de los años 60 y 70, se han perdido. El espectador puede entender redondamente su trayectoria, una de las más estimulantes y atípicas del período.

Con una formación lejana a lo artístico y sólo unas clases, en su juventud, con el pintor Hugo Sartore, Caraballo adhirió pronto a las corrientes más punzantes de su época, focalizándose en el arte óptico del húngaro Victor Vasarely y en el cinetismo de Julio Le Parc (peso pesado argentino de la corriente): al formalismo riguroso del primero le aplicó, de inmediato, la idea de coparticipación activa del espectador pregonada por el segundo (y por el lado más politizado de la op-art). Tras una beca en París, donde frecuentó a teóricos y practicantes del arte cinético, incluso al mismo Le Parc, el principio de los 70 lo encontró, en cierta medida, como artista “exitoso”: ganó premios, participó en la Bienal de París de 1971, fue invitado a la de Venecia de 1972 (pero no pudo ir por problema organizativos) y en 1973 estuvo en el Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires, cuna del vanguardismo setentista latinoamericano, donde finalmente pudo concretar, junto a otras obras, la instalación sonora “veneciana” Vuelo de una mosca (una habitación vacía con parlantes que desplazaban el sonido del insecto).

De ese fructífero período se conservan pocos cuadros y sólo uno realmente significativo, Destrucción de la singularidad de la forma por la repetición (1970), sencilla pero logradísima pieza “móvil”. Un par de paneles enfrentados (uno de rayas curvas y el otro, basculante, de rayas rectas, que el espectador tiene que tocar para que oscile) producen, una vez “activados”, el efecto óptico de la aparición de inquietas e inquietantes formas nuevas. El mismo principio se aplica en la cuantiosa serie de prototipos para múltiples -elaborada en 1971 y llevada a cabo recién en 2000- de formatos pequeños y pensada para una distribución democrática. Adquieren sentido si son manipulados por el público (sacando al espectador de la pasividad, gran preocupación de las neovanguardias), y la intención de Caraballo era producir y regalar los múltiples, alejándose decididamente del mercado del arte.

Y de él se alejó enseguida, sin haber realmente entrado (en vida sólo tuvo dos muestras personales): sus siguientes pasos fueron la poesía visual y, luego, el arte correo, en amistad cómplice con Clemente Padín, en esos años protagonista de la aventura de las revistas Ovum 10, dedicada a promover internacionalmente la verbovisualidad, y Ovum, armada con obras de la red de arte correísta mundial. En esas obras, el aislamiento de algunas letras de una palabra o una frase delata la naturaleza ambigua del lenguaje, doblando el significado, como pasa en uruguAY, de 1973, en el consecuente paraguAY, de 1986, y en uno de los más impactantes poemas visuales del período, el SudamericanOS, de 1976, que revela un SOS inscrito en la identidad onomástica de esta región, como CentroamérIcA, de 1986, detectaba la siniestra presencia de la CIA en otra zona del continente.

Otro método de composición poética de Caraballo fue la resta o traslación de letras: “Patria” se vuelve “Paria”, y “Constitución”, “Contusión” (con el notable residuo “cti”).

Cabe señalar la extrema y directa politización de su actividad en Ovum 10 -y en varias otras revistas internacionales, como la francesa Dock(s) y la italiana Factotum Art- así como en el intercambio de mail art, cuyas cumbres son (ambas del fatídico 1973) Proyecto para abolir 10 calles del nomenclátor urbano de Montevideo, por falsear una realidad, serie de fotografías con didascalias de las chapas urbanas con los nombres Justicia, La Paz, República, Independencia; y el desgarrador Constitución, serie de siete diapositivas que muestran la portada de la Constitución uruguaya borrándose de a poco (realmente loable, por parte del curador, haber mantenido el uso de un proyector de diapositivas: su luz, ruido y ritmo aumentan el efecto desolador, que una digitalización no habría mantenido).

Neves no hace hincapié en lo biográfico, pero la muestra da cuenta del encarcelamiento de Caraballo durante la dictadura, junto a Padín (y no habría estado mal mostrar algunos de los pedidos de la liberación de ambos por parte de artistas de todo el mundo). Tras estar siete meses preso tuvo un relativo alejamiento del ámbito artístico hasta comienzos de los años 80, cuando se unió a la Asociación Uruguaya de Artistas Correo y fue su secretario. En esa década, y sobre todo con su única exposición personal en este país (1987), Caraballo sentó las bases de su futura conducta artística: un equilibro, con producción muy cuidada, parca y sumamente rigurosa, entre los “viejos” cinetismo y op-art y el juego entre imagen y palabra, vale decir dos campos considerados antitéticos (y es difícil hallar otros artistas que hayan operado brillantemente en ambos). Es cierto que, como sostiene Neves, los unía la voluntad comunicativa de Caraballo (participativa, en el caso del arte cinético y del correísmo; comprometidamente política en lo verbovisual). Pero también hay otro fil rouge: en él son centrales (tanto en su geometrismo como en su poesía) el concepto de deslizamiento y la carga de ambigüedad que desatan las variaciones, al usar anagramas o al engañar al ojo, obligándolo a ver lo que no está. Piezas ejemplares de esta “segunda fase” son, en el campo abstracto, los pequeños cuadros de Homenajes a pintores “afines” (Josef Albers, Carlos Cruz-Diez), de 1983, monocromos blancos que emplean magistralmente la torsión y el ondulado del cartón, creando una especie de vorticismo silenciado y casi imperceptible; y en el campo íconoverbal, el gran mapa de IBeroaMérica de 1984 (retomado en 1992), cartografía plagada de logos de multinacionales, y el sutil juego, en Original-Copia (2000) entre dos reproducciones de la Gioconda, especulares y selladas para diferenciarlas, pero sin real posibilidad de autenticidad.

Destaco la presencia de uno de los tres libros de artista que Caraballo produjo en 1986: Breve historia del Arte en Latinoamérica, dos hojas “pobres” dobladas y engrampadas en el medio de una cartulina amarilla: se puede considerar uno de los hitos de la historia del libro de artista en el continente (también por su esencialidad y urgencia, típicas de las ediciones “de autor”, que trascienden la confección). Ocho fotos relativas a movimientos de protesta y represión dictatorial, asociadas, con una palabra, a ocho estilos artísticos, en un ferozmente divertido y funestamente ingenioso comentario sobre la inextricable liaison entre ética y estética, realidad y símbolo. El “gestualismo” es reducido al puño cerrado y a la V de victoria en una manifestación; la “escuela USA” a la pura fuerza militar; y el “hidrocinetismo” (de Gyula Kosice, coinventor de Madí) a los cañones de agua que contienen los manifestantes.

El prolijo catálogo -pese a que el texto de Neves podría haber ahondado más en el análisis de alguna pieza y a que de la bibliografía crítica sólo se presenta una selección- permite tener a mano un panorama casi completo de este artista ineludible y complementa un montaje realmente efectivo.