¿Qué efecto provoca ver a los soldados mexicanos que ejecutaron al francés Maximiliano I en 1867 disparando a los rebeldes madrileños que 59 años antes se habían levantado contra la dominación francesa de España? La verdad es que no impresiona, por lo menos en la amalgama visual de dos célebres cuadros, de Goya (Los fusilamientos del 3 de mayo) y Manet (La ejecución de Maximiliano), presentes en la muestra, recién inaugurada, Remirando la pinacoteca, de Mario Spallanzani. Y no sólo por la directa alusión iconográfica que hizo el francés, más que conscientemente, a su predecesor español, que diluye gran parte de las posibilidades de asombro o reflexión que tal encuentro puede generar, sino también por la sencillez de la operación: ésta y la otra treintena de piezas que componen la exposición difícilmente van más allá de producir imágenes, a lo sumo, curiosas. Para construirlas, Spallanzani -resumo citándolo- echó “reiteradas miradas sobre el acervo de las artes pictóricas de la modernidad occidental” disponible en internet, para luego armar “relaciones por analogía y en algunos casos por oposición” y condensarlas, con sacrosanta actitud apropiacionista, en “una serie de obras conformadas mediante técnicas de manipulación, de acuerdo a las usuales operaciones lógicas de relación de conjuntos -adiciones y sustracciones, sustituciones, permutaciones- y focalizaciones específicas en algunos temas recurrentes”.

Con fotos digitales sacadas de la web y con las morrocotudas posibilidades que brinda Photoshop, armó unos collages donde se cruzan, entre otros, los pinceles de Simone Martini y Dürer, Raffaello y Tintoretto, Fragonard y Renoir, Canaletto y Turner, acumulando monstruos sagrados (con la opción de la mezcolanza de diferentes obras del mismo autor en una). Para acopiar los ingredientes, Spallanzani se movió guiado por categorías, bajo las cuales están organizados los “cuadros”: “Afinidades y referencias; Metáforas y descripciones; Estilización y expresión; Modos como se materializa la imagen; Convenciones de la representación; Focalizaciones”. Pese a, o quizá a raíz de, estos disparadores y ordenadores que teóricamente parecen afilados, todo se reduce a una cuestión epitelial: coincide la perspectiva, los personajes de distintos lienzos se mueven armónicamente entre sí, la paleta o la luz es parecida o contrastante, los paisajes encajan, etcétera. Lo que “altera” y “engendra” es, en buena medida, una aceitada coordinación formal. La sencillez que mencioné antes se refiere, entonces, a la falta de un coagulador conceptual acabado que cuestione o interrogue a las obras elegidas mediante la fusión (o la sustracción, ya que en algunos casos desaparecen elementos), más allá de recurrencias -de las que la historia de la pintura, obviamente, desborda- y gusto personal.

Por supuesto, se crean algunas imágenes sugestivas (tal vez lo mejor, en este sentido, sean los cocktails de Simone Martini y Paul Klee, y de Goya y Max Ernst, favorecidos por los abismos temporales entre esos pares). Algunas obras llegan a divertir, por ejemplo cuando se frustran fantasías “locas”: uno pensaría que de una mano que puede pintar como Van Gogh y Cézanne saldría algo maravilloso, y los resultados son, sin embargo, funestos. Pero a la postre, ante el conjunto, la sensación es que predominó lo lúdico y demasiada arbitrariedad: lo revela también la concepción de “modernidad occidental” de Spallanzani, ya que falta mucho y mucho se repite (Magritte, Martini y Van Gogh, por ejemplo, aparecen en varias instancias), además de que no hay, por ejemplo, artistas latinoamericanos ni mujeres, y habría sido estimulante incluirlos en el diálogo, no para seguir el guion de lo políticamente correcto, sino para ampliar un canon que hace coincidir, en forma bastante problemática, el Occidente moderno con la Europa masculina.

Definitivamente más sólida era otra manipulación digital que Spallazani presentó en el mismo lugar el año pasado, Typical Landscapes, sobre imágenes satelitales de nuestra región que conformaban sorpresivos escenarios de sabor semiabstracto.

En el subsuelo del mismo edificio, otra muestra lidia con superposiciones digitales de imágenes de épocas diferentes: en Reminiscencias urbanas, la brasileña Maíra Imanes Ishida monta antiguas fotos de mujeres de principios del siglo XX y casas montevideanas de la misma época fotografiadas por ella en la actualidad, abandonadas y en claro estado de deterioro. Es evidente, en la contraposición del blanco y negro de antaño con el frío color de hoy, el encuentro de dos momentos históricos lejanos entre sí.

A la elegancia, timidez y apostura de las mujeres se contraponen la degradación y las marcas de una modernidad ruidosa (afiches, grafitis, carteles), que plagan las fachadas de residencias arquitectónicamente estimulantes, que difícilmente notamos como transeúntes. La perfección técnica de Ishida en el trabajo de inserción del ayer en el hoy y, en definitiva, el aplomo con que se mueven estas figuras -recuperadas de fotos familiares halladas en ferias de antigüedades- en la lacerada urbe contemporánea evitan el simple efecto nostálgico y trabajan más sobre la importancia de la recuperación de una idea de ciudad en sintonía, y no en polémica, con su pasado.