El sábado se realizó la entrega de premios de la 64ª edición del festival de cine de Mannheim-Heidelberg, en la que quien escribe no sólo tuvo la suerte de poder estar, sino también la de participar en calidad de jurado de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci, por su acrónimo en francés).

Con una larga historia que se remonta a 1952, cuando sólo se desarrollaba en la primera de las sedes y estaba orientado de forma exclusiva a documentales, el festival supo tener años de renombre, con figuras como Fritz Lang como presidente del jurado (en 1964), una histórica presentación de la nueva ola de cine checo en 1963 (juntando en el mismo sitio a Vera Chytilova, Jan Nemec, Jiri Menzel y Hynek Bocan) y el descubrimiento de futuros directores de renombre, como fue el caso de Jim Jarmusch con Permanent Vacation.

Actualmente, con una nutrida programación de películas de variados rincones del mundo -que van desde Bangladesh a Estonia, pasando por Holanda, México, Malta, Argentina e incluso Uruguay-, se traza un interesante paralelismo entre la grilla y el escenario social que conforman las dos sedes: Mannheim es un curiosísimo crisol industrial de etnias y lenguajes, con una cuantiosa comunidad turca que se caracteriza por su gran integración a la vida productiva y cultural de la ciudad (algo que la diferencia de otros rincones de Alemania); y Heidelberg es una ciudad universitaria poblada por estudiantes de los más recónditos rincones del mundo. Ambas pertenecen al estado de Baden-Wurtemberg y están unidas por el río Neckar; caminar por las dos ciudades hace eco de una programación que parece interesarse por lo exótico, con una acotada pero pareja calidad.

La noche mexicana

Tomando en cuenta este último punto, pese a la gran variedad de países que conformaban la competencia internacional, México sorprendió como el gran ganador, con sus tres films participantes (Distancias cortas, de Alejandro Guzmán Álvarez; La delgada línea amarilla, de Celso R García; y Jeremías, de Anwar Safa, todas de este año) premiados en diversas categorías.

Un interesante barómetro de la relevancia que tuvo el cine mexicano en esta edición del festival fueron las votaciones del público, que colocaron en el podio a las tres películas provenientes del país norteño. La ganadora en esta categoría fue Jeremías, que cuenta las aventuras y desventuras de un niño superdotado, perdido entre lo limitado de su entorno familiar, su vida en la calurosa y algo chata ciudad de Sonora y sus fantasías de convertirse en algo más. En muchos aspectos recuerda a la serie Malcolm in the Middle, y ya desde la labor de diseño de arte, la banda sonora y el tratamiento del tema, nunca parece alejarnos demasiado del terreno de lo amable -y algo convencional por demás, para ciertas expectativas festivaleras-. Sin embargo, el film termina funcionando por cierto cariño palpable hacia todos sus personajes, y cuenta con el acierto de que se haya elegido un elenco exclusivamente sonorense, en el que pueden notarse ciertas particularidades propias del acento y estilo de vida de la ciudad. En cierta medida, la elección de Jeremías como la película del público confirma la casi invariabilidad de las feel-good movies como favoritas para el podio en esa categoría.

El jurado ecuménico (integrado por representantes de las iglesias católica y protestante de Alemania) eligió Distancias cortas como el mejor film de la competencia, mientras que La delgada línea amarilla se llevó el mayor galardón, entregado por el jurado internacional del festival. Los dos films tienen en común la importancia que le otorgan a la ruta y el camino, desde perspectivas y juegos de escala distintos.

En Distancias cortas, la escena inicial nos presenta, en un delicado zoom combinado con música de bolero, la gigantesca espalda llena de rollos y surcos de un obeso mórbido, una especie de estática mezcla entre el universo de Pedro Almodóvar y el de Fernando Botero. El protagonista se llama Federico Sánchez y pasa sus días encerrado en un apartamento semiderruido, del que no quiere apartarse por los problemas cardíacos que le acarrea su peso. Una epifánica fascinación con la fotografía lo llevará a conocer a un joven trabajador de un centro de revelado, con quien entablará una amistad que lo habilitará a ir saliendo de su casa.

Se trata de una película sencillísima, que dota a todos sus personajes de una dignidad poco acostumbrada en un cine que suele caer en la tentación de dibujar a sus protagonistas desde el lado de las víctimas. Trazando una hipotética mutación de estilo y escenario, uno perfectamente podría imaginarse la pequeña historia de esos pasos cortos que da el protagonista, rehén de su propio cuerpo, en el marco de alguna pequeña película japonesa, de esas en las que el costumbrismo de un detalle sirve para hablar de algo mucho más complejo, de la conquista de pequeños espacios de autorrespeto y redención.

Por su parte, La delgada línea amarilla es también un film de redención, que en este caso sigue la vida de un hombre solitario a quien se pone a cargo de una cuadrilla de cuatro trabajadores, con el cometido de dedicarse a pintar las líneas amarillas de un tramo de ruta de México. Se trata de una especie de road movie a tranco corto, y el trazado de la línea va jugueteando con diversas metáforas vinculadas con el camino de cada uno de los personajes, pero lo que comienza siendo una muy buena idea termina cayendo un poco por la sobreexplicación de ciertas imágenes que hablaban por sí solas (sobre todo al final; hay un abuso de flashbacks lacrimógenos que hace trastabillar el tono del film).

Estas tres obras, más allá de agregar trofeos a la vitrina de México, nos muestran un interesante lado B de un cine que, en los últimos años, había obtenido renombre sobre todo a partir del trabajo de directores que hacían de lo sórdido y lo áspero una de sus principales marcas autorales (pensemos, por ejemplo, en la desasosegante Heli, de Amat Escalante, o la despiadada Después de Lucía, de Michel Franco), algo que contrasta notoriamente con el aire de las películas seleccionadas para esta competencia.

Psicogeografías

Habiendo mencionado el elemento aglutinador del viaje y el camino, o esa variedad de road trip a tranco corto (como los pasos del gordo, atrapado en su propio cuerpo, o la meticulosa señalización de las líneas de tránsito), llamó la atención la presencia en el festival de numerosas películas en las que los desplazamientos por un tejido urbano ocupaban uno de los centros temáticos.

En esta línea, el film más destacable (ganador del premio del jurado de la Fipresci) fue 12 meses en un día, de la holandesa Margot Schapp. La película, armada en base a una estructura muy vinculada con lo flâneur, registra el vagabundeo de tres amigos que salen a pasear por Ámsterdam, luego de haber festejado juntos la llegada de un nuevo año.

Al comienzo uno sigue esa especie de deriva psicogeográfica (con voiceovers muy poéticos sobre la vida y el pasado de los personajes) sin percatarse de mucho más, pero conforme avanza el metraje se empiezan a notar ciertas irregularidades en el espacio y el tiempo, y ya por la mitad del film uno se da cuenta de que la continuidad que se mantiene en la pantalla no obedece a una linealidad espacio-temporal real, sino que lo que vemos es, justamente como anticipa el título, un año entero de la vida de los protagonistas, condensado sin puertas ni zaguanes en ese deambular constante (el film termina en una nueva fiesta de fin de año).

A este peculiar ejercicio formal hay que agregarle una notoria habilidad de la directora a la hora de sumergirse en diversos juegos entre figuras y fondos, con los que rescata a menudo aparentes elementos del decorado y los convierte por un segundo en protagonistas de la acción. Así, los tres amigos y Ámsterdam en sí misma son personajes que intercalan sus roles de forma sucesiva, y que van desarrollando entre sí nuevas imágenes y metáforas, en las que cualquier elemento puede ser el catalizador de otra cosa.

El resultado es un trabajo redondo tanto formal como emocionalmente, con un estilo que a veces puede saltar de un registro de romance a la francesa a un tono más documental, pero que mantiene un intrigante equilibrio entre todos sus elementos.

De lo nuestro

Un elemento de interés extra para el cine uruguayo fue el estreno de la película Clever, que venía de su avant première en el Festival de Cine de Busán (Corea del Sur). Uruguay había sido protagonista en Mannheim-Heidelberg el año pasado, cuando la película 23 segundos, de Dimitry Rudakov, se alzó con el máximo galardón, y es posible que eso haya mantenido vivo el interés de los organizadores a la hora de buscar producciones de este país. Si bien Clever, dirigida por Federico Borgia y Guillermo Madeiro, no se llevó en esta ocasión ninguno de los premios, generó un entusiasmo bastante compartido entre la prensa especializada y el público.

Con un estilo que sigue la línea de humor cáustico y ligeramente amargo de Aki Kaurismäki (ese sello que hiciera conocido a Uruguay a partir de 25 watts), pero con cierta inclinación a escenarios más absurdos e irreverentes, Clever recoge mucho del estilo juguetón y bizarro de la anterior Nunchaku, poblando el metraje de personajes grotescos (Horacio Camandulle con una peluca de corte carré, una vieja verde que colecciona cuadros expresionistas de desnudos masculinos, un físicoculturista -Hugo Piccinini- experto en diseño de flamas de auto tuning, un instructor de taekwondo adicto a la merca) que a su vez se relacionan con objetos o detalles rodeados de una particularísima aura (los helados palito de vino, el Family Game, el cambio de automóviles del protagonista al comienzo del film).

Los elementos más interesantes de la película pueden rastrearse en la relación fetichista entre los personajes excéntricos y estos inusuales objetos, conformando una historia que pese a su tono irreverente toca un terreno pocas veces explorado en el cine local: la porosa frontera que separa el festejo de la virilidad del homoerotismo, así como cierto campo minado entre la homosocialidad y la homosexualidad.

Si contara con más espacio mencionaría otros films, como el fascinante y desolador Bridgend (por lejos, el mejor trabajo de fotografía del festival), o Gluckauf (con la labor protagónica más interesante de las nominadas, a cargo del siempre áspero y reventado Bart Slegers). Como se trata de un festival con una competencia fundamentalmente orientada hacia primeros trabajos, sólo el tiempo podrá decir cuánto de augurio tuvieron algunas de sus premiaciones.