¿Cuánta educación cabe en las políticas educativas? Por lo menos desde el siglo XIX, las políticas en la enseñanza trascendieron lo estrictamente educativo. Así podemos ver la aparente paradoja de un dictador como Lorenzo Latorre apoyando a un liberal como José Pedro Varela. El orden en la campaña y el respeto a la propiedad privada eran objetivos comunes de uno y otro. Es probable que el dictador tuviera muy en cuenta el discurso de Varela a los comerciantes en 1868: “El solo hecho de concurrir a la escuela opera una completa transformación en el niño... allí no ríe, no juega, no grita cuando quiere. Hay siempre un orden fijo”.[1]

En la década del 90 del siglo pasado, bajo el gobierno de Luis Alberto Lacalle se proyectó (sin éxito) utilizar la infraestructura escolar “ociosa” los fines de semana y en vacaciones para programas asistencialistas. Eran tiempos de ahorro y de buscar administrar eficientemente los recursos (eso decían, y la educación pasaba a segundo plano). En el lustro siguiente, el ministro del Interior Luis Hierro, ante la pregunta sobre qué estaba haciendo el gobierno en materia de seguridad, incluía la reforma Rama dentro de esta política.

Una de las iniciativas planteadas para los años próximos se centra en extender el tiempo de permanencia en los establecimientos de enseñanza secundaria en liceos de tiempo completo y tiempo extendido (dicha extensión en primaria parece ser ya una política de Estado que se ha discutido poco). Estos establecimientos complementarían la malla curricular con actividades de taller. No hay necesariamente objetivos pedagógicos en esto. Por el contrario, hay indicios suficientes para creer que se trata de un complemento al Sistema Nacional Integrado de Cuidados, promovido también por el sociólogo Fernando Filgueira, subsecretario de Educación y Cultura y uno de los promotores de los cambios en curso, quien en una entrevista con Página 12 planteó que “el cuello de botella del crecimiento económico es que las mujeres no se pueden incorporar al mercado de trabajo”.

Es discutible que el aprendizaje se produzca por simple exposición. Aprender implica tiempos para compartir con los docentes en el aula, pero también tiempo para intercambiar con los pares, tiempo para leer, tiempo para indagar, tiempo para aburrirse, tiempo para buscar nuevas experiencias, tiempo para organizar el tiempo. O sea, para aprender se necesita una cantidad de tiempo no institucionalizado. Educar en el uso del tiempo es algo que el sistema debe realizar, pero la lógica del encierro pedagógico es ineficaz y contradice postulados básicos de la izquierda.

Es ineficaz porque el sistema no ha contado ni contará en este quinquenio con recursos suficientes para llevarla a cabo. Es un hecho ya denunciado que los liceos (y escuelas) tienen dificultades para cubrir los cursos existentes, entre otros motivos, por el insuficiente interés en formarse para una tarea poco remunerada y reconocida. A esto se agrega la experiencia vivida por las escuelas de tiempo completo, donde se han enfrentado dificultades para conseguir talleristas.

Tampoco contribuye a la universalización de la enseñanza secundaria (creo que tiene el efecto contrario). Bajo el esquema actual, resulta difícil que un estudiante cumpla (por razones propias o institucionales) con las horas semanales previstas en los planes de estudio. Y no me refiero a la paralización de los docentes, sino a los motivos sociales, económicos y/o culturales que alientan la desvinculación, así como las dificultades de los centros de enseñanza para llenar y mantener las vacantes de docentes y ofrecer clases todos los días. En otras palabras, si las instituciones educativas y muchos estudiantes tienen hoy un problema para mantener el pacto tácito de la enseñanza, “vos venís y yo te doy clases”, ¿quién puede asegurar que puedan hacerlo con extensión horaria?

El tiempo extendido además contradice uno de los postulados básicos de la izquierda: el derecho al ocio y la libertad para ejercerlo. La defensa de la reducción de la jornada laboral, la lucha contra el trabajo alienado y alienante han sido centrales en la historia de las luchas populares. ¿Deben dejarse de lado en aras del crecimiento económico? ¿Cuánto nos sale esto como sociedad? ¿Qué ganamos y qué perdemos?

En las sociedades contemporáneas el encierro es un precio que pagamos para conseguir el aprendizaje. ¿Cuánto de ese encierro es necesario? ¿Cuánto de él atenta contra nuestra libertad? ¿Cuánto de las políticas educativas actuales se hace para generar el encuentro entre la enseñanza y el aprendizaje y cuánto encierro es destinado al disciplinamiento, a la seguridad o a la liberación de más mano de obra? ¿Qué subjetividades produce en esos cuerpos institucionalizados en largas jornadas pautadas por los centros de enseñanza (públicos o privados)? En fin, ¿cuánto de esto es compatible con la libertad, el goce de los derechos o la acumulación del capital?

Los adultos tenemos que dar la pelea por tener más tiempo libre y estudiar cómo compatibilizar nuestra realización económica y personal con nuestro rol como padres, sin que ello signifique que tengamos que salir desesperados a ver quién se hace cargo de los gurises. Esto no implica que no deba instrumentarse un sistema de cuidados. Pero los centros educativos no deben tener ese rol.

Es necesario además que el Estado brinde más oportunidades a los jóvenes. Sin duda, deben construirse más centros deportivos, culturales y recreativos en los barrios, que permitan a los estudiantes, fuera de la institución liceal, elegir qué hacer, con quiénes vincularse, cómo y cuándo. Los liceos deben tener más espacio para clubes de ciencia, de teatro, de música, para practicar deportes, etcétera, como complemento de las actividades curriculares. Pero aquellos espacios y éstos deben ser de participación voluntaria, permitiendo (por fin) que escuelas y liceos se dediquen a eso en lo que son insustituibles: enseñar.