Las tradicionales políticas puristas y nacionalistas llevadas adelante por los estados nacionales y la cultura letrada coexisten, hoy por hoy, con nuevas y peculiares visiones sobre la diversidad. La profusión de discursos y propuestas que reivindican los derechos lingüísticos de las minorías puede crear la ilusión de que hemos avanzado mucho en ese sentido. Sin embargo, la experiencia de investigación con grupos minoritarios nos obliga a ser más cautos. Por la naturaleza homogeneizadora de los estados nacionales y de la globalización, cabe preguntarnos cómo se representa y regula la diversidad lingüística en contextos tan poco propicios para su reconocimiento.

El multilingüismo que definió a Uruguay desde sus orígenes se reduce hoy a vestigios de lenguas migratorias y a la supervivencia tenaz del portugués de frontera en su variedad dialectal. Sin embargo, la cuestión de la diversidad lingüística está más presente que nunca en la legislación y en los discursos institucionales. El extendido multilingüismo comunitario careció, en su momento histórico de mayor auge, de un discurso legitimador, mientras que en el Uruguay actual (cada vez más homogéneo y monolingüe) la diversidad lingüística es reconocida y reivindicada, pero también controlada y acotada desde el marco institucional de la cultura letrada y el Estado nacional. Esta situación, aparentemente paradójica, es comprensible si pensamos que (más allá de coyunturas históricas) el multilingüismo comunitario retrocedió lo suficiente como para que no se interprete tanto como una amenaza a la nacionalidad, y porque el país puede sentirse más seguro en su soberanía como para encarar la diversidad como recurso, y no solamente como problema.

El estudio de las políticas lingüísticas hacia grupos minoritarios en la actualidad permite detectar una serie de estrategias de regulación que pueden resumirse en la consigna “cambiemos algo para que todo quede como está”. Esto se expresa en un doble movimiento, de aceptación de la diversidad por un lado, y de ratificación del marco operativo del Estado nacional y la cultura letrada por otro; lo segundo es condición de lo primero.

La estrategia más obvia que aparece en la legislación lingüística actual en distintos países consiste en enumerar las lenguas minoritarias como “patrimonio” y “objeto de tutela”, previo reconocimiento del carácter jerárquicamente superior de la lengua nacional. En Uruguay, las disposiciones actuales siguen este patrón, manteniendo el estatus del español como lengua oficial de la enseñanza y un reconocimiento acotado del multilingüismo.

El tratamiento de las lenguas minoritarias como patrimonio y objeto de tutela, más allá de las buenas intenciones de quienes militan para su mantenimiento, ubica a los grupos minoritarios en una posición subalterna y marcada en relación con la figura no marcada de la lengua y del ciudadano común. El discurso patrimonial no cuestiona el marco político de la nación, sino que lo reclama para la inserción del grupo minoritario, como ocurre con algunos grupos indígenas.

Y si de ancestros hablamos, un recurso habitual de desetnización consiste en la reinterpretación de las lenguas migratorias como extranjeras, siguiendo un modelo europeo de elite, divorciado de la figura del inmigrante. La catalogación de “extranjeras” de lenguas como el italiano, el francés o el inglés en Uruguay evita una fundamentación etnolingüística más decidida; a efectos de su enseñanza, se presentan como lenguas internacionales de amplia difusión, asociadas con el prestigio cultural, político y económico de sus países de origen. En la Ley General de Educación de 2008 se da un paso más y las lenguas migratorias ni se mencionan entre las “lenguas maternas existentes en el país” (“español del Uruguay”, “portugués del Uruguay” y “Lengua de Señas Uruguaya”, Artículo 40). La ley ratifica la invisibilidad de los inmigrantes, coincidiendo con una tendencia recurrente en la legislación lingüística internacional. Huelga decir que la triple especificación como uruguayas de las lenguas mencionadas no deja dudas sobre el marco político en que se ubica la (nuevamente acotada) diversidad.

En el actual contexto de globalización, algunos grupos pequeños pueden tener posibilidades reales de legislación tutelar, si se los percibe como relativamente débiles, “inofensivos” o incluso discapacitados, en comparación con otros que se interpretan como potenciales amenazas al statu quo político, económico o social del país. Esto explica, en buena medida, la aprobación en 2001 de la única ley dirigida a tutelar una minoría lingüística en Uruguay: la Ley 17.378, de reconocimiento de la Lengua de Señas Uruguaya.

Los programas de educación bilingüe (como en el caso del portugués de frontera) también repercuten en la regulación lingüística, al promover la enseñanza de la lengua minoritaria en su variedad estándar (“correcta”). Al modelo de corrección de la lengua nacional se suma el modelo de corrección de la propia lengua minoritaria. Como señalaba el ex ministro de Educación y Cultura Yamandú Fau en 1999, refiriéndose a la enseñanza de portugués en escuelas de frontera: “Si hablamos español, que sea un buen español. Si se habla portugués, que se hable un buen portugués”. Cuando se acepta una lengua minoritaria (en este caso, el portugués) con el argumento de aprender a hablarla correctamente, estamos frente a un tratamiento de la diversidad lingüística por lo menos precario, que puede volverse un arma de doble filo al acentuar la inseguridad lingüística de los hablantes del dialecto regional (en este caso, el “portuñol”).

El recurso anterior se vincula con una estrategia más general de regulación lingüística: la reinterpretación de la diversidad sociolectal en términos prescriptivos. Los discursos políticamente correctos sobre la diversidad desaparecen y dan lugar a la preocupación,el ensañamiento y el rechazo ante quienes “hablan mal” (por ser pobres, iletrados, jóvenes, o todo junto), sin aplicárseles la lógica de los derechos lingüísticos. La diversidad lingüística como patrimonio u objeto de tutela desaparece ante la percepción de “hablar mal el español”, la lengua nacional que se preserva como símbolo de la nación, la moral y las buenas costumbres.

Sin dejar de reconocer los avances que se han hecho en los últimos tiempos en materia de derechos lingüísticos, las políticas lingüísticas actuales no difieren sustancialmente de las tradicionales. Lo que se otorga por un lado, se condiciona o se limita por otro. Nacionalismo y purismo lingüísticos siguen presentes, en un doble juego de reconocimiento, ma non troppo, de la diversidad.

Graciela Barrios

Licenciada en Letras con especialización en Lingüística (Udelar) y doctora en Letras (Universidad Nacional del Sur, Argentina). Es directora y profesora titular del Departamento de Psico y Sociolingüística (Udelar, Facultad de Humanidades) e investigadora Nivel II del Sistema Nacional de Investigadores (ANII). Coordina la maestría en Ciencias Humanas, opción “Lenguaje, cultura y sociedad” (Udelar). Es corresponsable (junto con Tabaré Fernández y Karina Nossar) del Núcleo de Estudios Interdisciplinarios de Sociedad, Educación y Lenguaje en Frontera (Regional Noreste, Udelar).