Charlotte Salomon nació en Berlín en 1917 pero, como bien lo ha notado David Foenkinos, su historia empezó mucho antes. El escritor francés fija el principio en el suicidio de su tía, también llamada Charlotte. Esta novela escrita en verso, de oraciones cortas, surge de la necesidad de recuperar el recuerdo de la enigmática y genial pintora judía, y es una obra íntima y profunda.

No es biografía ni crónica periodística, ni ficción ni poema largo. Charlotte presenta en principio dos niveles. Por un lado, cuenta la apasionante y trágica historia de Salomon, desgarrada y desgarradora, su familia, sus amigos, sus amores, su formación como artista; por otro, la historia de su descubrimiento.

Foenkinos se mueve entre el presente de la historia y el presente de la construcción de esa historia, de su investigación, sus idas a la casa natal de la pintora, sus conversaciones con los que sobreviven y conservan algún vestigio de memoria. La novela está inspirada en la fastuosa Leben? oder Theatre? (¿Vida? ¿O teatro?), obra en la que, mediante pinturas, narración y canciones, Salomon contó su historia desde el exilio en Francia. Vivió errante, perpetuamente en huida, de los nazis pero también (y fundamentalmente) de su sino familiar.

Foenkinos traza en frases simples y expresivas una vida, un destino, y lo puebla de referencias culturales necesarias, que hacen que la lectura se espese y complejice. Las referencias a artistas plásticos, músicos y poemas dan una cualidad de políptico a esta historia fragmentada pero coherente en su afán de construir el todo que es una persona. En la tensión entre vida y teatro, entre verdad y arte, entre biografía y ficción, Foenkinos crea (y el uso de este verbo no es ingenuo) a esta mujer inspirada y profundamente signada por la muerte. Si Charlotte intentó, con su obra, perpetuar su historia y a su familia (a su tía, que no conoció, a su madre, a su abuela, a su bisabuela, todas suicidas; a su padre, médico, a su madrastra, la cantante lírica Paula Lindberg) y conjugó para ello casi 800 pinturas aguadas, textos y piezas musicales, Foenkinos realiza el portentoso fresco de una vida y, con ella, del destino humano. Vemos pasar ante nosotros la burocrática crueldad de los nazis, la piedad de algunos funcionarios y vecinos, la mezquindad de otros y el alma caritativa de hombres y mujeres como Ottilie Moore o el doctor Moridis; el genio indómito de Walter Benjamin, la aguda precisión de Hannah Arendt, el valiente ímpetu de Kurt Singer, el temperamento y la pasión de Alfred Wolfsohn, gran amor de Charlotte.

Ella se vuelve palpable ante nosotros, y nadie puede mantenerse intocado, no padecer sus dolores, no gozar con sus (cada vez menos) alegrías. Narraciones breves, de estilo telegramático, van armando una secuencia que invita a la lectura ininterrumpida. Como Charlotte, como muchos de los judíos que se quedaron, pese a todo, en Europa y aun en Alemania, mantenemos viva hasta el último estertor la esperanza; como ella sentimos vibrar las palabras de los muertos, nos dejamos llevar por esas palabras y las hacemos nuestras. Así lo hace también Foenkinos, que pasó años siguiendo la pista, acumulando experiencias sin visitar jamás Auschwitz, punto final de todas las historias, paroxismo del horror.

El “mordisco de lo real” marca a cada instante la narración, que se llena de pronto de largas digresiones, fruto de la imaginación del autor, que compiten por el estatus de realidad con los datos certeros. De las vacilaciones de Foenkinos, sus impresiones y la progresión en la búsqueda hay constancia: también de su obcecación, del motivo que lo lleva a buscar, a traer de nuevo esa voz acallada, siempre amenazada por la desaparición en el ruido, que es un modo del olvido. Charlotte creaba a sus personajes cambiando el nombre de quienes los inspiraban; Foenkinos fija los nombres, los repite y los remarca. Como el viaje de Orfeo (en busca de su amada al inframundo, del orden al caos), el de Foenkinos está rodeado de oscuridad y de visiones terribles. Como Orfeo, Foenkinos regresa; pero Charlotte, como Eurídice, sólo lo hace en forma de palabra, de canción.