Eric Hobsbawm señaló, en Historia del siglo XX, que uno de los fenómenos más característicos y sorprendentes de ese período fue la destrucción de los mecanismos sociales que relacionaban la experiencia contemporánea de los individuos con la de las generaciones precedentes. En consecuencia, sostuvo, gran parte de los jóvenes del mundo “crece en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en que viven”. Una dimensión imprescindible de todas las comunidades humanas es la necesidad de contar con una identidad colectiva que, en buena medida, se relaciona con la construcción de un pasado común. No existió tribu o gran civilización que no rindiera tributo a su pasado. No existe persona que no lo haga (aunque no siempre sea consciente de ello). Sin embargo, a diario nos encontramos con dos posturas: aquella que niega la importancia del pasado, y la que instrumentaliza la función del relato histórico con fines políticos. Al detenernos en esas dos posiciones, el para qué de la Historia cobra fuerza entre los historiadores académicos.

Un lugar común adjudica a la Historia ser la “ciencia del pasado”, reservando para otros campos científicos (Sociología, Antropología, Economía, Ciencia Política), la cualidad de ocuparse del presente. Esta división encierra una concepción equivocada de la actividad científica, pero también de las dinámicas sociales. Puede llevar a suponer que cada nueva etapa social es una renovación y un cambio total con respecto a las anteriores, pero el presente de las sociedades humanas no se explica por sí mismo. Por el contrario, gracias a la intervención de los historiadores seremos capaces de explicar formas de pensamiento, modos de acción política o fenómenos sociales que abrevan en fenómenos pasados. Pensemos en la inseguridad ciudadana, un problema que acucia a los uruguayos del presente. ¿Cómo explicarla si no es en relación con la aplicación de políticas económicas y sociales en los últimos 60 años? O el vínculo de nuestro Estado con los países de la región. ¿Puede un diplomático desconocer cómo han sido las relaciones históricas con nuestros vecinos?

Es imprescindible convencer de que el estudio de nuestro pasado puede ser abordado de manera científica. Pero no “científica” en el sentido de desconocer otras reconstrucciones o relatos sobre el pasado (las preservadas en la memoria colectiva, las que puede hacer el vecino de un barrio o pueblo, etcétera), sino porque el historiador no es un mero “hablador” o un “reproductor” del pasado tal como se ha legado de generación en generación: sigue un método de trabajo que apunta a plantear problemas antes que respuestas; no busca sólo resultados, sino también evidenciar el modo en que se construye el conocimiento; y puede demostrar que el presente no es una irrupción repentina. Nos muestra las causas que explican nuestra situación actual y -¿por qué no?- nos ayuda a pensar que el presente siempre puede ser diferente.

En este punto, la construcción histórica se relaciona con la instrumentalización del relato con fines políticos. Cualquier construcción historiográfica está destinada a ser utilizada públicamente; habrá un uso público de nuestra producción y será imposible escapar de la instrumentalización para otros fines. Pero si hay un para qué de la Historia, no puede ser el de convertirse en un instrumento que permita la manipulación de los datos históricos en función de objetivos presentes. Por eso, el historiador debe asumir el compromiso de liberarse de las historias oficiales o partidistas, que tienden a justificar una determinada posición actual o presentan los acontecimientos como la verdad. ¿Cómo escapar a este problema? Una posibilidad sería que los sistemas educativos actuaran como una cadena de transmisión de la historia académica a la sociedad. Ello no implica que los historiadores académicos monopolicen la construcción del relato histórico en todos los niveles de formación curricular; por el contrario, lo importante es que la enseñanza de la historia familiarice a la sociedad con formas de reflexión complejas, que enriquezcan las interpretaciones sobre el pasado y el presente. Cuantas más visiones existan sobre el pasado, más habrá sobre el presente.

Karl Marx planteó, en una polémica con Ludwig Feuerbach, que los filósofos se habían dedicado a interpretar el mundo y que era momento de cambiarlo. Permítanme ser escéptico en ese sentido: no sé si tal es el destino de filósofos, historiadores o cualquier tipo de cientistas sociales. Pero creo que con espíritu crítico sí podremos entender el mundo. Tal como pedía Walter Benjamin, en su Tesis de Filosofía de la Historia, al sostener que articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro. Es decir que el pasado es siempre presente; se nos escapa, pero no por ello tenemos que dejar de buscarlo, sabiendo siempre que el presente es uno de los pasados posibles. He ahí una de las posibles respuestas al para qué de la Historia.

[*] En 1980, el Archivo General de México reunió a diez intelectuales para plantearles esta pregunta, y sus respuestas se compilaron en un libro que ya lleva varias ediciones. 30 años después, los historiadores argentinos Jorge Cernadas y Daniel Lvovich revisitaron el interrogante, en un trabajo que recopila las respuestas de historiadores y filósofos.

Nicolás Duffau

Licenciado en Ciencias Históricas (opción investigación) y magíster en Historia Rioplatense por la FHCE. Integra el Sistema Nacional de Investigadores y es profesor adjunto del Departamento de Historiología del Instituto de Historia y uno de los coordinadores académicos del grupo de investigación “Crisis revolucionaria y procesos de construcción estatal en el Río de la Plata”.