Uruguay tiene una considerable participación en la producción de esta película, y no sólo porque la dirija el uruguayo Federico Veiroj, antes responsable de Acné y La vida útil. Pero la textura es, más bien, la de una realización española, sobre un asunto españolísimo. El actor (debutante en cine) Álvaro Ogalla parece ser casi el coautor, y por diversos motivos: la historia -con cuya escritura colaboró- está inspirada en una vivencia suya, su presencia domina todo el metraje, y buena parte de la sustancia de la película consiste en acompañar -y quizá empatizar con- su manera de ser simultáneamente dócil y firme, cándido y crítico, pragmático e inconformista, explícito y reservado. Además, Ogalla fue quien eligió las músicas incidentales, que son un menjunje de canciones españolas, música erudita orquestal y un cachito de rock pesadazo, pero que tienen como característica común un tratamiento de sonido low-fi (como si alguien estuviera escuchando un disco viejo, que nunca llega a tomar posesión de la banda sonora ni a sonar a “música de película”), que es una de las características más interesantes de este film. No se aclara, pero el niño del afiche parece ser efectivamente Ogalla en su infancia.

La línea principal de la anécdota es sencilla: Gonzalo, un madrileño treintañero, quiere apostatar, es decir, oficializar su renuncia a la religión (en este caso la católica, de la que él teóricamente forma parte por haber sido bautizado). Pese a que la apostasía es un ritual casi obsoleto, la iglesia católica hace todo lo posible por complicar el proceso. Gonzalo no se deja doblar, lo toma como un tema de principios, da batalla, argumenta, discute: que esa iglesia no lo representa, que la manera católica de encarar las cosas no le deja espacio, que no lo consultaron cuando lo bautizaron y que él tiene derecho a revocar ese proceso de integración a una fe.

En ningún momento Gonzalo presenta argumentos demasiado convincentes contra la institución de la que quiere desvincularse: la película es, en este sentido, bastante inocua, porque no va a sacudir la fe de quienes tengan fe ni a ofender a los muy fanáticos, ni podrá servir de emblema para los escépticos/anticlericales militantes. Es más, uno podría esperar incluso que fuera discutida en alguna parroquia con jóvenes creyentes coordinados por uno de esos curas irreverentes y simpáticos que, por supuesto, terminaría direccionando la discusión hacia una confirmación religiosa. Al fin de cuentas, Gonzalo no siempre parece tener muy claro qué es lo que pretende de la vida, se pasa fantaseando (y la película oscila todo el tiempo entre imágenes reales, otras obviamente oníricas y algunos momentos intermedios que podrían ser una cosa o la otra). Queda claro que la crianza católica le resultó opresiva: el obispo le pregunta “¿Ya se lo dijiste a tu madre?”, en una clara apelación al superyó del protagonista. Y resulta que la madre, cuando la conocemos, es rígida, seria, siempre decepcionada con el pobre desempeño escolar y universitario de su hijo. Al hablar con el viejo cura que lo bautizó, Gonzalo mira por la ventana y ve (en lo que probablemente es una fantasía) a un hombre que se flagela la espalda. Los espacios en que se hacen las distintas instancias del proceso de evaluación del pedido de apostasía son enormes, con unos personajes serios e intimidantes ubicados en la punta lejana de una mesa largota, o que aparecen tomados en contrapicado con un lente gran angular, como si fueran potenciales Torquemadas. En un momento, Gonzalo imagina que lo llevan prisionero unos seres encapuchados, probablemente para que sufra suplicios inquisitorios. El obispo habla (o Gonzalo se lo imagina, nunca estamos seguros) del respeto por Dios y por los reyes “que son Su imagen en la Tierra”.

El mismo obispo, en el intento de disuadir a Gonzalo, observa que su decisión parece teñida de rencor personal. Y tiene razón. En un momento se menciona la necesidad de autorización firmada por una autoridad eclesiástica para que alguien pueda casarse con una prima. Y resulta que desde niño Gonzalo se siente atraído por su prima y es correspondido, y que ese vínculo le es recriminado por sus familiares.

Como parte de ese tratamiento muy soft de la cuestión religiosa, la película parece dejar a un nivel exclusivamente individual, personal y localizado lo que históricamente fue un asunto colectivo. Hubo en España -país de un catolicismo fuerte, especialmente conservador y entrañado con la monarquía, la dictadura franquista e incluso, siglos antes, con la colonización y el genocidio indígena- todo un movimiento organizado que hizo propaganda por el abandono masivo del catolicismo mediante el procedimiento de la apostasía formal. Ello terminó conduciendo a que en 2009 la figura canónica de la apostasía fuera abolida por el papa Benedicto XVI. En la película, sin embargo, no hay referencia a otra persona en la situación (anímica o formal) de Gonzalo, y todos los debates con la iglesia católica parecen dirigirse a su caso específico y único, incluyendo la argumentación de que la apostasía carece de sentido y por lo tanto ya no se puede realizar.

Mezclado con el asunto de la apostasía, la película se divaga por otros aspectos de la vida de Gonzalo, que tienen que ver con su prima, con el resto de su familia, con una mujer mayor pero bella que lo seduce en un tren, con las clases que le da a un púber que está despertando a la sexualidad -integrante de una generación en la que esos asuntos se tratan en forma mucho menos represiva que cuando Gonzalo era niño-, con la atractiva mamá de ese alumno (que está sola), y con fantasías desatadas que tienen que ver con un montón de gente en bolas.

Mirando en forma panorámica, la película parece ser la narración de una pequeña travesura de Gonzalo, su pequeñita venganza personal contra la rigidez de la estructura católica, justamente movido por el hecho de que, obviamente, esa estructura quedó muy pegada a su identidad y lo afecta. Está muy bien hecho el cierre, en el que se retoman varios elementos temáticos que quedaron bien sentados en la secuencia inicial. Así como Gonzalo parece tomarse un trabajo enorme para realizar esa travesura, los realizadores se tomaron el enorme trabajo de realizar un largometraje para contarla. A los espectadores no se les entregan profundas reflexiones, emociones intensas ni grandes risas, y no se los fuerza a una reflexión más cuestionadora. Es una película para quienes disfruten el sabor amable, risueño, finamente realizado, de un cuento prosaicamente curioso sobre una persona que genera interés y simpatía.