-Usted es director de la RAE y presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale), que nuclea a todas las academias del mundo hispano. ¿Cómo es el vínculo entre las academias americanas y la RAE?

-Cuando se produjeron las independencias de las repúblicas americanas, al poco tiempo la RAE creó los puestos de académicos correspondientes de distintos países de América, para mantener la unidad del idioma. Luego, a partir de 1870, empezó a procurar que nacieran academias americanas: la primera fue la de Colombia, en 1871. En 1951, a iniciativa del presidente de la mexicana, Miguel Alemán Valdés, se creó una federación que es la Asale. Desde el principio, los estatutos establecieron que la presidencia le correspondiera al director de la RAE.

-¿Cómo se fundamentó esa decisión?

-Se reunieron todas las academias en México y curiosamente la española no pudo ir, porque el régimen de [Francisco] Franco no se lo permitió, debido a un enfrentamiento en la Organización de las Naciones Unidas con México. Fueron las academias americanas las que tomaron la decisión. Por supuesto, todas las instituciones estamos en plano de igualdad y se resuelve por acuerdo. Hoy en día, mantener la comunicación es mucho más fácil que antaño: ya tenemos un sistema de intranet y, por otra parte, hay un movimiento de traslado físico. Luego hay otras vías de relación; por ejemplo, tenemos una Escuela de Lexicografía Hispánica con un sistema de becas, por el cual las academias americanas pueden enviar a jóvenes que luego colaborarán con ellas.

-Ha habido, en los últimos años, un cambio respecto de una hegemonía que sí tuvo por mucho tiempo la RAE.

-Creo que sí, porque ésa es nuestra decisión: es lo justo, lo conveniente y lo que hay que hacer. Es evidente que la primera academia que se creó fue la española, en 1713; tiene una tradición más larga e hizo sola los primeros diccionarios, en los que, no obstante, trabajaron académicos americanos. Esa tendencia que usted menciona está in crescendo, y yo, como presidente de la Asale, lo tengo absolutamente claro.

-Cuando aparecen noticias sobre decisiones que tienen que ver con la lengua suelen generar revuelo y son motivo de polémica. ¿A qué lo atribuye?

-Creo que la razón es que la lengua es propiedad del pueblo, no de las academias; por lo tanto, todos los hablantes nos sentimos sus legítimos dueños. El hablante estima que cualquier decisión que la Academia toma sobre la lengua le toca, le implica, y, por tanto, manifiesta su opinión al respecto. Lo que tengo que decir es que las academias nunca toman decisiones de manera arbitraria; nos podemos equivocar, pero resolvemos conforme a un fundamento documental. Trabajamos mucho. Tenemos una base de datos, el Corpus del Español del siglo XXI, al que cada año agregamos 25 millones de formas del idioma: no de palabras, sino de realizaciones de palabras y su contexto; 70% las tomamos de América y 30% de España, a partir de fuentes escritas como la prensa, la literatura, la política o la ciencia; y orales como la radio o la televisión. Ya tenemos un archivo de más de 250 millones de realizaciones lingüísticas, así que cuando hay que discutir sobre una palabra, un neologismo, un extranjerismo, acudimos a esa base y sabemos exactamente en qué contexto aparece, su frecuencia de uso, en qué países se utiliza y en cuáles no, cuándo empezó a usarse un neologismo, en el caso de una palabra que ha perdido fuerza, en qué momento dejó de ser utilizada…

-Recientemente surgió una discusión acerca de la palabra “gitano”. La RAE decidió incluir en la versión online (y agregará en su próximo diccionario) una aclaración de la acepción “trapacero”, a raíz de la protesta que se generó al respecto. En la lengua está lo político.

-Nuestra posición -no la mía en particular, sino la de todas las academias- es que lo que se conoce como “corrección política” no puede entrar en los diccionarios. Los diccionarios no pueden ser políticamente correctos, simplemente porque la lengua no lo es. Usamos la lengua para ser civilizados, para ser corteses, para ser respetuosos, pero también para insultar, para ser canallas, para mentir. Entonces no podemos registrar sólo lo bueno, el diccionario tiene que ser completo y representar al español. Cada persona usa una palabra u otra, toma una decisión, se manifiesta, pero el diccionario no es culpable de la existencia de ciertas palabras, no las ha inventado. Que recojamos una de esas palabras políticamente incorrectas no quiere decir que le estemos pidiendo al hablante que la use. Los diccionarios son una obra técnica, utilizan criterios científicos. Existe la posibilidad de introducir lo que llamamos “notas de uso”: en el caso de “gitano”, nunca vamos a retirar esa acepción, porque existe, pero pusimos una nota que dice “usado como ofensivo o discriminatorio”, para el lector que no lo sepa.

-En varias entrevistas usted se ha referido a que el español es una lengua “fuerte y resistente” frente a las “amenazas”. ¿Qué sería una lengua “débil”?

-Es una cuestión que tiene que ver con la demografía: una lengua como la nuestra, que ha resistido una expansión geográfica, una continuidad histórica, indica fortaleza. Cuando empezaron los procesos de independencia, hubo quien vaticinó que el español se iba a fragmentar como lo había hecho el latín, y eso no ocurrió. Es una lengua fuerte, también, porque posee muchos recursos. Todas las lenguas son prodigiosas y yo las admiro sin exclusión, pero algunas tienen un desarrollo mayor que otras, más riqueza, porque la cultura que las arropa las ha hecho evolucionar mucho más; hay lenguas, por ejemplo, sin escritura, que tienen una gran terminología para lo concreto, pero a las que les faltan conceptos para lo abstracto; en cambio, las lenguas de culturas en las que hay un pensamiento filosófico tienen una enorme riqueza para hablar de las abstracciones.

-Entonces, ¿considera fundamental la estandarización de la lengua?

-Por supuesto. La estandarización, el mantenimiento de la unidad y la interacción del idioma con la cultura. No cabe duda de que la influencia social de la comunidad influye en la riqueza del idioma. Lo estamos comprobando en Estados Unidos, donde el español ahora tiene una consideración muy alta, en gran parte debido a que la comunidad hispana no sólo ha crecido demográficamente, sino también en posición social. Hoy en día, un candidato a la presidencia sabe que tiene que contar con la comunidad hispana, que es enormemente potente. Hace décadas, hablar español en Estados Unidos era un estigma de pobreza, de migración, a veces de clandestinidad. Hoy eso ya no es exactamente así, y las propias empresas valoran que sus trabajadores hablen español, porque hay un mercado potente de hispanohablantes a los que quieren llegar.

-Históricamente, ¿a qué atribuye que se haya mantenido la unidad del español?

-Creo que el mérito lo tienen las repúblicas independientes: el español no es hoy una lengua global por la colonia, sino por la independencia. Las nuevas repúblicas soberanas se preguntaron: “¿Qué idioma vamos a utilizar para integrar nuestra nacionalidad?”, porque también había idiomas vernáculos. Cuando empezaron las independencias en América, no hablaba español ni 20% de la población.

-Aquello también tuvo que ver con que los letrados hablaban español.

-Sí, y fueron los que constituyeron las elites de las repúblicas, pero hubo dudas. Por ejemplo, Argentina llegó a estudiar la posibilidad de declarar al francés su lengua oficial. También creo que el trabajo de las academias desde el siglo XIX ayudó mucho. Por ejemplo, Andrés Bello, un venezolano, luego nacionalizado chileno, fue el lingüista más importante del español en el siglo XIX. En España no hubo nadie que llegara a su altura. Escribió una gramática para americanos y llegó a postular una ortografía [también americana], pero luego él mismo se dio cuenta de que era mucho mejor favorecer una ortografía unitaria, consensuada, que sirviera para todos los países. El mantenimiento de la unidad se debe, en primer lugar, a los americanos, y en segundo lugar al trabajo de los académicos, que genera también la adhesión de los escritores, los intelectuales, etcétera.