Hay una casa en la que se entra por el garaje, hay un living y una escalera. Hay un nombre que se convirtió en santo y seña de bares, plazas y bibliotecas: en Tacuarembó, Circe Maia despierta la sonrisa cómplice de cualquiera. “Pequeños paraísos imperfectos”, así comenzaba uno de sus poemas. Y al entrar en su casa parece que las paredes guardaran todos esos instantes frágiles que Circe se empeñó en retener, para evitar que pasaran y se destruyeran. “Vengan que les muestro”, dice, mientras abre la puerta del patio. Por un camino signado por pitangas -arranca una hoja y la mastica, ponderando el ácido dulzón-, limoneros y canelones se llega al taller. De un lado funciona el rincón de plástica infantil, y del otro, “los idiomas”. Cuando termina de señalar las pinturas de sus nietos, entra Lucía y lee una cartelera con leyendas griegas que aprendió, entre juego y juego. Como para espantar la admiración, la abuela nos distrae con un cuadro de Rembrandt, “El hombre con casco dorado”. “Miren qué contrastes” dice, y lo lleva a la luz del sol. En un encuentro que se extendió a lo largo de la tarde, con una breve pausa para su siesta, Circe Maia nos habló de su gusto por descubrir y por mantener el tono coloquial, por alcanzar una poesía cada vez más concentrada. Quedan afuera las ocurrentes intervenciones de Ariel -su marido-, sus traducciones del griego, el inglés, el escocés y otros idiomas (además de las traducciones de su obra al árabe, griego, inglés, portugués, sueco e italiano) y las secuencias de charlas interrumpidas por silencios, por detalles marginales que integran su búsqueda constante, citando libros, cuadros y recuerdos de un mundo que se impone.

-Acaba de nombrar a Rembrandt, y de su padre heredó la pasión por Goya. Imagino que junto a la pintura, en su casa se fomentaba la lectura.

-Muchos de estos libros fueron de mi padre. Si bien murió hace años, todavía son una sorpresa para mí, y todas las mañanas miro alguno que no recordaba que papá tuviera. Algunos son tan viejos... Mi padre los compraba de muy joven, y casi siempre eran de pintura y de arte. Así que me quedó esa pasión suya, y nuestro juego era tomar libros de la biblioteca y adivinar dónde estaban. Disfrutábamos de la lectura.

-Y también disfrutaba de leer actas policiales, de cuando su padre trabajaba como notario.

-Por esa frialdad con la que se relata la forma jurídica. Yo no he escrito cuentos, salvo uno o dos. Uno de ellos se llamó “Relato de un relato”. Allí se plantea esa misma idea, de que a uno lo atrapan las palabras. Se llamó así porque cuenta la historia de un comerciante de Tacuarembó que quiso crear un relato a partir de un episodio dramático que había vivido en su infancia: se trataba de un casamiento, en el que el novio decidió ir a recostarse porque no se sentía muy bien, y ahí mismo murió. Para este hombre fue lo más dramático que había vivido, sobre todo por el hecho de que el personaje central, la novia, en un solo día pasa por tres estados civiles, de soltera a casada a viuda. Pero el relato era absurdo, y si bien era trágico, te hacía reír. Lo llamó “Caso único en Uruguay y en América Latina”. Hasta el nombre era cómico, porque iba a poner “del mundo”, pero como pensó que a lo mejor había otro caso, redujo el título. Y ese relato lo trajo para acá y para lo del Bocha [Washington Benavides]. Cuando escribí “Relato de un relato”, conté esta anécdota.

-Y en su vida, ¿cómo fue ese ir y venir entre tantas mudanzas? Primero por distintos barrios de Montevideo, después por Tacuarembó y de vuelta a la capital.

-Fue como dicen mis nietas, “¿qué te gustó más abuela? ¿tu vida de hija o tu vida de madre?”. La vida de hija fue montevideana. Me vine de muy chica para acá, hasta los siete años, y tengo muy pocos recuerdos, salvo del primer año de escuela. En Montevideo hice todo lo demás, hasta llegar al Instituto de Profesores Artigas, y después a la Facultad de Humanidades. Cuando volví a Tacuarembó, ya tenía 30 años y dos hijas. Cuando era jovencita, mis padres nos traían para acá, pero a la ciudad, no al campo. Porque cuando se lee el primer libro, En el tiempo, da la sensación de alguien que se crió en campaña. Y para mí el campo fue un descubrimiento extraordinario. A los 17 años fui a una estancia, y ahí conocí aquella soledad, aquellas noches inmensas. Me pareció que ahí sí entendí el sentido de algunas palabras, porque el campo me trajo otra idea. Salir a caminar sin luz eléctrica, y el cielo volviéndose bajito. Eso fue algo impresionante. Un poema que nunca publiqué dice “vuelven viejas palabras, soledad, paz, silencio. Y he aprendido su hondo, verdadero sentido. El castigo de nuevo, para que estas inmensas noches, penetren dentro” -dentro de las palabras, ¿no?-. Porque en Montevideo el cielo casi no se ve, por eso “No hay noche” y otros, como contraste. Para mí el descubrimiento de estar en el campo, caminar en el monte -nada de parques ni de jardines-, en contacto directo con los arroyos y los árboles, fue una experiencia muy importante de mi juventud. El amor a lo vegetal como un reino silencioso era tan atrayente...

(Hace un corte, pregunta de dónde somos y, ante la respuesta, se lamenta por no conocer el litoral. Cuando surge el tema de la religión, recuerda:)

-Mi padre dijo: “Acá no se bautiza nadie. Cuando sea grande, si quiere lo puede hacer, pero ya entendiendo”. A mí me impresionó la lectura de los Evangelios, y con 16 o 17 años, me atrapó la figura de Jesús. No estaba bautizada y tenía un nombre pagano. Dea Circe me pusieron, un nombre pretencioso. Pero después, cuando seguí por otro camino, no se produjo una crisis. Mi padre no era religioso y eso nunca lo atrajo, porque desde muy joven formaba parte del Partido Socialista, y fue uno de los fundadores del partido en Tacuarembó. Ya estaba marcado por sus lecturas de Marx.

-¿Qué recuerda de la época en que se publicó Plumitas [libro que el padre le editó cuando ella tenía 11 años]?

-La maestra me pedía que dijera algunos poemas, y para mí no era ningún placer. La parte del recitado no me gustaba nada, y eso me ha quedado. Al poema lo tiene que leer uno en voz alta, en su casa. Creo que puede haber sido un error de mi padre publicar ese libro a mis 11 años, cuando yo estaba en sexto de escuela. Me acuerdo de que venían a casa periodistas y fotógrafos. Me hicieron seguir una recorrida, invitada por las maestras, y fui hasta Lascano. “Es lindo, nena, que muestres a los compañeros”, me decía mi padre. Pero yo me moría de los nervios y no me gustaba, aunque lo hacía. Después pasé muchos años sin publicar.

-En una entrevista de la revista Ajena se la sugiere como continuadora de Idea Vilariño e Ida Vitale, y próxima a Benavides y a Walter Ortiz y Ayala. ¿Se reconoce en ese orden?

-Hay un orden cronológico y una generación a la que pertenezco. Recuerdo sorprenderme con lo que escribían los muchachos de acá, de Tacuarembó, porque no sólo era el Bocha. Cuando venía en vacaciones escuchaba que los jóvenes se reunían en la casa de Manuel Seoane, traían poemas y los leían. Eso en Montevideo no pasaba. En esa época tenía 15 años y el Bocha, 17. Pero su poesía nunca fue en la misma dirección que la mía. El Bocha tiene su personalidad, completamente diferente. Fuimos compañeros y somos amigos, pero creo que no es bueno eso de buscar cercanías literarias porque se pertenezca a la misma época. Somos voces distintas. Y tampoco me gusta que a mi poesía se la llame “femenina”. ¿Por qué, si no hay una ciencia femenina?

-¿No se relacionó con el llamado “grupo de Tacuarembó”?

-No tuve ninguna relación. Yo sabía que el Bocha tenía un grupo, pero era muy distinto el tipo de vida que llevábamos. Nos veíamos en el liceo: él con sus clases excelentes de literatura, de las que yo a veces sentía envidia, y le decía: “Bocha, tus alumnos prefieren tus clases a cuando les ofrecen ver una película”. Yo tenía otra materia, filosofía, que me gustaba muchísimo enseñar. Al principio dudé mucho entre el profesorado de Filosofía y el de Literatura, y me decidí por el de Filosofía porque encontré que era posible explicar a un filósofo de muchas maneras, y que una idea se puede expresar de muchas formas, pero no el poema, que es único y si se explica demasiado se termina destrozando. Es triste. Los profesores de literatura me han contado cómo pueden sentir que el análisis excesivo de un poema puede destruirlo.

-El que reconoce como su primer libro de adulta (En el tiempo) ya marca su impronta poética, sobre todo en lo que tiene que ver con la poesía como conversación, como apertura al diálogo.

-Lo dialogado se fue acentuando con el tiempo, y los poemas extensos de ese libro después aparecen muy raramente. Es difícil sostener la tensión del poema, que en cierto momento debe cerrarse, porque tiene movimientos interiores. Al poema uno lo va sintiendo mientras lo va escribiendo. Yo tengo terror del blablá, y de seguir y seguir dando vueltas. Por eso me gustan cada vez más los poemas en los que hay una concentración mayor. He pensado mucho sobre esto, pero el lenguaje es un tema delicado. Da la impresión de que la poesía es una forma de pensamiento tan antigua y tan primitiva que está más cerca del pensamiento no lingüístico.

-¿Esto se vincula con su planteo de “pensar por imágenes”?

-Sí, el pensamiento por imágenes es el de los sueños, es el prelingüístico. No hay que reducir el pensamiento sólo al lenguaje. Creo que la lingüística es un poco imperialista, porque mirá si no es otra forma el lenguaje plástico, y hablamos de ritmos; el lenguaje musical rompe los ojos. Una frase musical, una idea de música. Y en poesía sucede lo mismo. No puede decirse: “A ver, ¿qué idea expresó aquí?”. Porque no se reduce a eso.

(Luego de la siesta, retomamos la entrevista, esta vez sentados debajo de un limonero cargado) -¿Imperialismo de la lingüística?

-Tuve la suerte de tener un gran profesor de lingüística, [Eugenio] Coseriu. Y con él no sentí ese imperialismo. Lo que después leí fue por mi cuenta, y en general no leo con mucho placer las teorías cuando se vuelven demasiado duras. La lingüística adquirió de pronto, para poder sentirse en un nivel científico, un vocabulario como de química subatómica. Me cansa porque no me gusta lo teórico. Me refiero a un imperialismo porque al final es como la expresión de [Roman] Jakobson sobre aquello de que, en la literatura, el significante se enrosca sobre sí mismo. Y yo querría que no se enroscara, que se abriera al mundo, que no rondara alrededor de sí mismo. Porque es cierto que ahora no está el subjetivismo de los sentimientos, y nadie se anima con una poesía romanticona porque está completamente fuera de época, pero sí rondan en torno al propio acto de creación. Entonces la poesía se centra en sí misma, el poema sobre el poema y sobre el creador y sobre el poeta. Pero ése no es mi camino. Se dice que La divina comedia, al final, es Dante. Pero una persona al final no interesaría tanto, y por eso no es sólo Dante, no es “yo, yo, yo”. Esa visión del mundo era mucho más amplia, si bien el toque personal lo aporta cada uno. Si hablo de este limón también hablo de mí, pero lo hago sin querer, yo querría que sea sólo del limón, y no de Circe contemplándolo.

-¿Dónde lo inscribiría dentro de la filosofía?

-Cuando me preguntan qué corriente filosófica me influyó respondo que Heráclito, aunque me encanten los presocráticos. Y de los modernos, el descubrimiento de la fenomenología -de su primera parte-, cuando [Edmund] Husserl dice que no existen el pensamiento ni la conciencia, sino que el recordar, el percibir y el imaginar son actos, que no se deben confundir con el objeto. Me acuerdo -y me encanta- cuando [Jean- Paul] Sartre dice que hay que barrer con todo el interior. No hay interior, el poema es exterior, tú misma estás afuera. Uno quiere atrapar la realidad, pero ve que siempre se da desde diferentes perspectivas. Siempre uno ve de forma parcial.

-Un fragmento de “Es así” se refiere a una puerta entreabierta que sugiere “retazos, trozos, sueltos”. ¿Esta visión oblicua puede extenderse a su concepción del mundo, de la poesía?

-Exactamente. Retazos, trozos. Nunca pretendo totalidades. Creo que si sugiere, si es como un imán que atrae otras cosas, es fantástico. Una mirada oblicua que permite al que mira imaginar el resto. Es abierto, no son pedacitos que quedan aislados y se vuelven individualistas, cerrados. Aquel poemita, “cada uno en sí mismo, viendo y no viendo, cómo hubiera sido el mundo con ojos ciegos, que en vez de abrirse a otros, miran adentro”. Porque está muy de moda el mirar adentro de uno mismo. “Tienes que perfeccionarte”, dicen todos esos movimientos seudorreligiosos. Subir escalones, alcanzar la espiritualidad que está en un plano superior.

-Hace poco tiempo, al hablar sobre un poeta, se refería a la diferencia entre inventar y descubrir. Su obra parece más bien descubrir -los sauces, Caraguatá, los paisajes-, además de algunas constantes como el recuerdo, la ausencia, el tiempo que queda atrás y que se destruye.

-Es una poesía que trata de descubrir, y esa destrucción me obsesiona y es una constante. Yo veo que el instante que estaba recién ahí acaba de destruirse. Pienso en San Agustín, al que tanto le preocupó el tiempo. Y él decía: sí, todos nombramos la palabra ‘tiempo’, pero cuando preguntan qué es, nadie puede decirlo. Como el poema “Yéndose” [las voces, las imágenes / en desbandada, yéndose / a enterrarse en la sombra / o en el viento”]. Me obsesiona el deseo de que, por lo menos, eso que se observa exista por un instante, que puede ser cuando tus ojos se encuentran con los míos y hay comunicación. A pesar de lo que decía [Rainer Maria] Rilke. Mi poesía quiere refutar a Rilke, aunque tenga razón cuando dice “somos solitarios. Podemos engañarnos y vivir como si así no fuera. Eso es todo”. Tremendo esto que dice en Carta a un joven poeta. Pienso: sí, tiene razón Rilke, somos solitarios. Nadie va a morir acompañado, uno muere solo. Pero a la vez creo que “en un gesto trivial, en un saludo, / en la simple mirada [...] un frágil puente se construye / Baste eso sólo” [recuerda su poema “El puente”]. La palabra construye puentes, aunque sean frágiles. E incluso, cuando se vuelve a leer un poema, ya no genera la misma impresión del comienzo. En general, lo que me gusta de la poesía es descubrir. Por eso me apasionan tantos idiomas. Me da un placer eso de, por lo menos, poder recitar una línea en idiomas que no conozco mucho, como el alemán. Con una amiga estamos aprendiendo ruso, porque me gusta mucho cómo suena, y por lo menos quiero conocer el alfabeto. Ahora me dijo que no iba más porque [Vladimir] Putin era malo. Qué culpa tiene ese idioma hermoso.

-Tiene toda una serie de poemas que refieren a la pintura holandesa, e incluso realizan fuertes reflexiones filosóficas, cruzadas con lo más cotidiano y coloquial.

-Es una emoción que se pueda mantener el tono coloquial. A mí lo que más me emociona de [César] Vallejo es que él diga “hay golpes en la vida tan fuertes... Yo no sé”. Esa exclamación que le sale, tan coloquial. Cuando recuerda a la madre diciendo “Pero, hijo”. ¿No te emociona eso?

-Me recuerda a las pequeñas cosas y a esa corrosión del tiempo que usted plantea sin ningún tipo de solemnidad, como en “Unidad”, o cuando compara a las palabras con vidrios transparentes que habría que limpiar.

-Ah sí. ¿Ves? Me doy cuenta de que eso puede producir una gran indignación. ¿Hablar de las palabras como vidrios? ¡Qué barbaridad! Reconozco que puede ser una ingenuidad creer que la palabra puede llegar a ser tan limpia que refleje. Sabemos y hemos estudiado que el lenguaje tiene un peso sobre la percepción, pero me da lástima. Me da lástima que influya tanto. Por ejemplo, el primer o segundo poema de Presencia diaria no lo entendió nada bien [Mario] Benedetti cuando escribió “el límpido rostro del desamparo”: yo no me sentía para nada desamparada. La palabra ‘presencia’ era porque acá en Tacuarembó me sentía muy protegida. Lo otro, la solemnidad, es el peligro de la poesía. Se descuida y queda como dictando cátedra. Eso es tremendo, porque así pierde muchísimo. Por eso digo que es fugaz, porque la veo más bien como un acto, como un proceso, algo que le ocurre al lenguaje y de pronto queda incandescente. Una vez leí que definían a la poesía como una fiebre, la fiebre del lenguaje. Pero eso pasa, se sigue leyendo y la fiebre baja.

-Incluso la define como una de las formas más intensas de comunicación.

-Creo que sí, que es de las formas más intensas. Porque estamos en la era de la comunicación, pero, por desgracia, a veces las comunicaciones son muy débiles, muy rutinarias. Está bien que la gente se comunique tanto, no estoy en contra. Y tampoco veo tanto peligro en que los niños estén con sus celulares, porque es una manera más de comunicarse. Sobre todo hay que evitar las falsas oposiciones. La máquina no se opone al hombre; es absurdo. Es una forma de lo humano: si estuviéramos en un planeta totalmente desierto y viéramos por ahí una olla, nos emocionaríamos, porque indicaría la presencia del hombre por medio de lo que ha creado.

-En una entrevista que le hizo María Andruetto usted dice: “A mí todo lo que no es humano me interesa mucho, no tanto para analizarlo sino para subrayar su carácter ajeno”. ¿A qué se refiere?

-A esa ajenidad yo la entendería como el hecho de que tienen su ser, y que no deberíamos imponerles una reflexión, como si claramente fueran una expresión de nuestros sentimientos. Un día de lluvia es un día de lluvia, no es la expresión de tu tristeza, no llueve sobre tu corazón. No envanecerse tanto. Me da la impresión de que han quedado restos del romanticismo, y así se explica tanto yoísmo. El poeta romántico se ubicaba en el centro del mundo, cuando en realidad es una expresión de su sentimiento. Seamos humildes, la ciencia da un buen ejemplo. A mí me gusta mucho el espíritu científico. Otra posición que rechazo es la del intelectual que se opone a la técnica y define a la ciencia como vanidosa, cuando en verdad nos enseña que las hipótesis se sostienen mientras se puede, y después se exploran otras, sin que existan verdades absolutas; eso sólo sucede en las religiones. Increíblemente, cuando me destituyeron lo hicieron porque daba marxismo -estando en el programa-, cuando lo hacía como ejemplo de un tipo de ateísmo.

-Yendo a esa época, varios de sus versos fueron musicalizados por Daniel Viglietti, el Choncho Lazaroff y Numa Moraes, además de que el nombre de Los que iban cantando surgió por uno de sus poemas.

-A María Simon, cuando era decana de Ingeniería, se le ocurrió que Daniel y yo podríamos funcionar juntos, cuando yo creía que no era buena idea, y no veía cómo podríamos combinar. Fue todo muy rápido, y un poco antes del espectáculo Daniel me pidió que leyera. Yo elegí uno que habla de una nieta, cuando empieza a entender que el lenguaje suena de otra manera. Y en el medio del cuarto, mientras ella está jugando, escucha una canción española muy vieja, “Tres hojitas madres tiene el arbolé, la una en la rama, las dos en el pie”. Se me ocurrió que así como el arbolé había crecido en medio del cuarto, también las palabras se podían alzar en el aire. Y cuando yo dije: “Escucha, Elisa”, Daniel dijo: “Escuche, negrita Martina”. Después logramos vincularlo muy directamente con algunas de sus canciones. La voz de Daniel le dio una dimensión a “Otra voz canta” que yo nunca imaginé. Y que, después de todo, también se puede interpretar a partir del tema de los desaparecidos, cuando en verdad la que inspiró el poema fue una alumna que había dejado de ver; cuando supe de ella, se había hecho tupamara y había muerto en un enfrentamiento con los militares. O sea que no era una desaparecida. Daniel lo cantó y, ahora que pienso, lo único en lo que insistiría ahora es en afirmar que detrás de una voz siempre hay otras voces, y detrás de un poema siempre hay otros poetas que siguen sonando.

-A principio de los 70 se agitaba la realidad y también sus versos. Como en “La pendiente”, “Aprendo a oír”, y “Posibilidades”.

-¿“Posibilidades”?

-“Hemos resuelto no existir. Mejor dicho / se ha resuelto que no existiéramos”.

-Ah sí, me quedó oscurísimo ese poema. Me gustó llegar a pensar en un “pensamiento-aguja” y en una “voz-astilla”. Una estadounidense lo incluyó en una antología, y pensó que se refería a la sumisión de la mujer, cuando no hay que reducirlo así. [Lee]: “Como niños demasiado buenos / que han renunciado al juego por no hacer ruido [...] / A veces existimos todavía. En formas de punzadas silenciosas. / Un pensamiento-aguja, una voz-astilla / da el inaudible grito: '¡Todavía!'”.