En su notable emergencia como uno de los principales medios de entretenimiento del mundo, era lógico que en algún momento el canal Netflix iba a empezar a producir largometrajes de ficción. Apareció hace casi 20 años como distribuidor de DVD y luego fue proveedor de las mismas películas vía streaming, comenzó a producir material propio en 2013 con la serie House of Cards y apenas dos años después ya ha capturado buena parte del mercado televisivo, con contenidos completamente nuevos como Orange is the New Black o el documental sobre la primavera árabe en Egipto The Square, o retomando series canceladas por otros canales con poca visión de futuro, como Arrested Development o Trailer Park Boys.
Más allá de su original plataforma técnica, Netflix tomó como modelo obvio la programación del canal de cable HBO, apuntando también a un púbico maduro y culto, pero con cierto gusto juvenil por lo transgresor y lo novedoso, con abundancia visual y verbal de violencia y sexo. Aún no logró un producto indiscutible como The Wire o Breaking Bad, pero sus méritos son muchos e incluyen golazos recientes como Narcos o Daredevil, y la oferta se multiplica cada año. Les faltaba entrar al mundo del largometraje de ficción y, sabiendo que todos los ojos iban a estar sobre ellos, su primera película tenía que ser algo especial, osado y nuevo para la pantalla grande pero con un pie en el mundo de la TV. El debut resultante es Beasts of No Nation; con dificultades, fallos y decisiones dudosas, puede decirse que alcanza todas esas metas.
El film adapta una novela del escritor nigeriano Uzodinma Iweala, a su vez titulada como un disco de Fela Kuti, y narra la historia de Agu, uno de los miles de niños reclutados en los ejércitos irregulares africanos. Un tema grande (guerra + niños), que predispone al espectador a ser empáticamente sensible más allá del resultado cinematográfico y obliga al crítico a hacer reflexiones acerca de los horrores contemporáneos con gravedad y menciones a lo “duro” de lo representado, pero que también tiene enormes posibilidades de derrapar hacia lo melodramático, lo sentencioso y los golpes bajos. Para tratar este tema delicado Netflix reunió a un equipo que es en cierta forma un homenaje indirecto a su competencia/inspiración de HBO, ya que el único actor conocido es el formidable británico Idris Elba -que se hizo conocer por su impactante rol como Stringer Bell en The Wire- y colocó en el asiento de director a Cary Joji Fukunaga, quien se destacó en la primera y exitosa temporada de True Detective; es decir, gente relacionada con dos de los mayores logros artísticos de HBO.
Sin embargo, el comienzo de Beasts of No Nation no es precisamente auspicioso; la voz del niño-relator en off (un recurso de por sí algo solemne) nos introduce en el marco idílico de una modesta familia en un país nunca identificado del noroeste de África, que sabemos condenada si vimos los afiches o los numerosos tráilers de la película. El entorno es, salvo por lo económico, paradisíaco y muy sensible (el padre es un maestro dedicado a la mejora de su comunidad, el niño es extremadamente creativo y utiliza la carcasa de un televisor para crear “televisión de la imaginación”), en lo que parece una serie de clichés de realismo mágico tercermundista e inocencia original que el Mal con mayúscula vendrá a arrasar. No es lo más prometedor del mundo, pero cuando ese Mal (la guerra) arriba, Fukunaga comienza a hacer uso de la originalidad narrativa y la magnificencia visual que había mostrado en True Detective, y convierte a Beasts of No Nation en algo más que un grito genérico de denuncia (un riesgo que venía agravado porque la no identificación del país puede dar la sensación etnocéntrica de que toda África es igual).
El exterminio de parte de la familia a manos de tropas gubernamentales -narrado con un realismo que no necesita gore ni excesos dramáticos para ser impactante- arroja al pequeño Agu a la selva, donde es recogido por un grupo de insurgentes, casi todos niños o adolescentes, dirigidos por una figura autoritaria y paternal a la que tan sólo llaman “El Comandante” (Idris Elba), siguiendo con la deliberada no identificación, que también alcanza al signo ideológico del gobierno y de los rebeldes.
Luego Beasts of No Nation entra en un territorio inquietante, que parece combinar el aire enrarecido de películas bélicas como Apocalypse Now y La delgada línea roja con la visión oscura de la niñez de El señor de las moscas. Los combatientes infantiles, que podían verse como justos vengadores de sus familiares, son rápidamente inscriptos en la agenda brutal de El Comandante, al que Elba construye como una mezcla de revolucionario idealista y monstruo despreciable, con una expresividad y presencia implacables, llenando la pantalla de grises morales muy alejados del dualismo ideal que se veía en la introducción.
Pero no sólo se enriquece la construcción de los personajes, sino también lo visual. Fukunaga filma una selva en llamas alucinatoria (en ocasiones reflejando las drogas ingeridas por los jóvenes soldados) y fundamentalmente incomprensible en sus dinámicas bélicas. Esto no se debe a torpeza narrativa o a una edición confusa, sino a que la película -como la mencionada Apocalypse Now- se convierte en un retrato de la entropía bélica, donde nociones como “bien”, “mal”, “victoria” o “derrota” pierden sentido.
Áspera, brutal y desoladora, Beasts of No Nation retoma su corazón humanista en el tramo final, pero sin caer en demagogias u optimismos fáciles -sería imposible después del trayecto homicida del protagonista-, y redondea una obra ambiciosa, que a veces se devora a sí misma pero que mantiene un pulso firme en el volante, sin recurrir al morbo para describir lo terrible. Es decir, un auspicioso debut, tal vez ambiguo y un poco desequilibrado, de una empresa que sigue ampliando su espectro expresivo con ganas de hacer historia en este siglo.