Parece bastante atinado señalar que la escritura de Amir Hamed llegó a su madurez con las novelas Artigas Blues Band (1994) y Troya blanda (1996), mientras el resto de la literatura uruguaya acusaba algo así como un “auge” de la narrativa de corte histórico. Aquellos libros -eminentemente “distintos” de, por ejemplo, La fragata de las máscaras, de Tomás de Mattos, 1996, o de Una cinta ancha de bayeta colorada, de Hugo Bervejillo, 1993- pueden ser leídos desde una relación diferente del escritor con los modos de representación del pasado, con la “historia” o “lo histórico”, y en ellos esa representación se vuelve visible, se tematiza y se critica dentro de la propia narrativa. Este gesto, sumado a un notorio desempeño virtuosístico, convirtió a las dos novelas en una suerte de barroquización -y de non plus ultra- de la narrativa histórica en Uruguay, y su aparición coincidió, en líneas generales, con la declinación del subgénero o su desplazamiento del centro del mainstream local.
Es significativo que siguiera, en la producción del escritor, un paréntesis bastante largo (1996-2013), durante el cual, en cuanto a narrativa, sólo aparecieron la nouvelle Semidiós (2001) y el libro de relatos Buenas noches América (2003), que -si bien comparten con Artigas… y Troya… no pocos rasgos de trabajo estilístico- operan como una suerte de Hamed a escala y, definitivamente, no se incorporan tan cómodamente como las novelas de los años 90 a la operación de desmantelamiento y reconstrucción de la novela histórica.
Pero en 2013 la carrera de Hamed ingresó a lo que cabría pensar como una nueva fase, con la publicación de la fascinante e inclasificable Cielo 1 ½, híbrido de novela, tratado sobre mitologías, crónica y autoficción, verdadero “monstruo” y probablemente el libro más singular de la nueva literatura uruguaya. A la hora de empezar a pensar, entonces, los libros que el autor publicó desde entonces, se vuelve indispensable el anclaje con respecto a Cielo 1 ½, que de alguna manera retomó una relación -diferente, ahora retrabajada, mutada- con la historia, quizá como nueva materia prima, como materia a reordenar.
Historia y ficción
En ese sentido, los libros de la Trilogía del relato (Encantado y Ella sí, publicados el año pasado, y el más reciente M) pueden leerse como momentos singulares (hits) en una continua y persistente indagación sobre la historia de la imaginación, sobre la historia de la fantasía y sobre las historias de la historia, que ya compareció en los ensayos de Retroescritura (1998) y Mal y neomal: fundamentos de geoidiocia (2007).
Indudablemente, en relación con esta trilogía cabe detenerse en la fantástica pirotecnia verbal de Hamed, en su tensión entre la prosa referencial, didáctica, ensayística y la poesía -por ejemplo, puede leerse la presentación de M a cargo de Gustavo Espinosa, en la que se habla de “transgeneración” y de “la poesía que impregna la escritura y que se desprende de ella como un calor”-, y es ese trabajo de escritura lo que primero asalta al lector. Sin embargo, es menester no perder de vista que se está hablando de la historia, que se está hablando de los mitos, que, en última instancia, se formulan hipótesis y se alcanza cierta verdad, esa verdad platónica de la poesía, sí, pero también una suerte de derivación o consecuencia de ese arreglo de signos que es la historia que llega a nosotros.
En ese sentido, la Trilogía del relato puede leerse como una profundización en ciertos detalles del tapiz gigantesco que es Cielo 1 ½. Y hay una vocación de decir, de explicar, un ímpetu didáctico ineludible. Leídos en tanto ensayos, los textos de la trilogía aventuran hipótesis, ofrecen una dosis de “historia concentrada” y -como es propio de la inteligencia, claro está- vinculan lo que no parecía vinculado y exponen lo que parece subyacer a los relatos fundamentales (y fundacionales) de la cultura occidental.
Leído en tanto ensayo, entonces, M considera y presenta (con sorprendente densidad y claridad) diversas tradiciones (la bíblica, la de Flavio Josefo, la del Corán) que cuentan la historia de Moisés, señalando las omisiones de unas y los énfasis de otras. Encontramos así la lengua dañada de Moisés, arrasada por las brasas, la ciudad de los leprosos que marchan contra el faraón y los combates en Etiopía en los que Moisés vence a las serpientes, pero también, superpuesta, la historia de las lenguas y las letras, la deriva de los alfabetos y los jeroglíficos, más la historia del “hijo que renuncia a desviarse de un padre y que, por no desviarse, por no darse a extravío, brillará milenario por lo ausente”, una historia, es decir, que pronto se vuelve sospechosa de ser la nuestra, la de nuestra lengua, la del horizonte de nuestras reflexiones y relatos. La historia, después de todo, de los pueblos que confluyen en “nosotros”.
Hamed recuerda el monoteísmo solar de Akenatón y la desaparecida Amarna, para pasar después a otra ciudad desconocida, “al margen de la historia”, la Avaris poblada de leprosos que fue capitaneada por un tal Osarsif, en quien es dable leer los signos de ese M que, en el texto de Hamed, termina por designar al griego Museo (instruido por Orfeo “en el dominio de las letras”), al Musa del Corán y a nuestro Moisés, figura hacia la que se desliza también Akenatón (así como su Amarna se confunde con Avaris). Como pasaba en Encantado, primera entrega de la trilogía, Hamed propone una macrofigura, un sobrepersonaje, que acaparaba en aquel libro a Drácula, a Oberon y al Rey del Otro Mundo, y que acapara en éste a los personajes ya mencionados, solapados en una dimensión extra, la del espesor textual del libro, su ficción, su historia, su fantasía y su verdad.
Así, las capas sucesivas de significado terminan comportando una expansión, y el libro contiene -o contendrá, a medida que las lecturas sucesivas actualicen estas posibilidades- el espacio progresivo de su sedimentación de significados. Cada lectura operará como una sonda que propone una profundidad, y ésta será después desmentida por otra investigación. Hay, cabe suponer, una suerte de magia poética aquí, a la manera de las Eras imaginarias de José Lezama Lima (referente indudable para Hamed) o de ensayos poéticos como Crisis del verso, de Stéphane Mallarmé.