La antigua locomotora era un infierno de hierro caliente, fuego y chorros de vapor en la fría y silenciosa madrugada fraybentina. Daba miedo pasar a su lado. Era el invierno de 1974. En el andén iluminado esperábamos mi hermana, de diez años, mi abuela, de 67, y yo, de 13. Huevos duros y bananas eran la comida para el viaje de diez horas que nos llevaría a visitar a mi madre en la cárcel de presas políticas de Paso de los Toros.

A las cinco de la mañana nos ubicamos en un vagón casi vacío, que luego del sonido del pito comenzó a atravesar con un lento traqueteo los barrios más humildes del pueblo. Antes de cruzar cada paso a nivel sonaba varias veces el silbato.

Luego de pasar por el costado del cementerio, salimos a campo abierto. Sólo se veía una franja de pasto, iluminada por la luz que dejaban pasar las ventanillas de los vagones y las estrellas. El sueño me ganó acunado por el vaivén del vagón.

Desperté con el tren parado en el medio del campo. Se había roto la locomotora y debimos esperar cuatro horas a que enviaran otra. Llegamos tarde; se permitieron las visitas durante todo el día hasta las 17.00, eran las 17.10. Luego de justificaciones y súplicas de la abuela, y de que mi hermana se apoyara sobre una regla e hiciera volar el cigarro que el comandante tenía sobre el escritorio, la negativa cerrada dejó paso a la sentencia final: “Cinco minutos y sólo los niños”. La visita fue con mi madre y otras compañeras que nos colmaron de besos, abrazos y cariño. Muy corta, pero sentíamos que las 12 horas de tren habían valido la pena.

El sábado, 41 años después, volví con mi hermana y la vieja a ese lugar que aún funciona como cárcel. Se descubrió una placa recordatoria. Convocadas por Crysol, unas 150 personas, en su mayoría ex presas y familiares, se concentraron frente a la Seccional 3ª de Policía y a la contigua cárcel. Una rueda de ex presas cantaba canciones que recordaban de la prisión.

Abrazos. Apretados abrazos. Extensos. Besos, gritos de alegría. Y lágrimas. Muchas lágrimas corrieron por decenas de mejillas. Es que reencontrarse después de 40 años implicaba observarse, mirarse detenidamente, reconocerse.

Mi madre experimentó “primero una reacción rara, porque fue una angustia de golpe ver el edificio, el lugar, pero después la alegría de ver a mis compañeras, ahí me puse contenta y feliz de estar de vuelta”. “Un recuerdo de años muy jodidos, pero muy vividos también, vividos mal pero vividos bien”. Recuerda que les hacían limpiar las cloacas, no había saneamiento; venían los milicos con un carrito y dos baldes para que pusieran la materia. Otras obligaciones humillantes eran lavar los uniformes de la tropa o ir al jardín del comandante, de pedregullo, a juntar las colillas que tiraba. A mi madre esto le daba asco, por lo que se le ocurrió hacerlo con una pinza de cejas. Al rato, el comandante mandó a decir que ese trabajo había que hacerlo a mano. Se recordaron entre risas conversaciones como ésta:

-Junten los puchos.

-Pero ya no hay más.

-Junten igual.

Luego del acto protocolar con Himno, discursos y el descubrimiento de la placa, se ofreció un cana-tour. Un oficial de policía, muy amable, nos guiaba en grupos de cinco por el interior de la cárcel. Esto cambió, esto está igual, el celdario, etcétera.

Según las ex presas el edificio no cambió mucho, pero está todo más deteriorado. Aquella cárcel nueva y pulcra es hoy un recinto venido a menos, las paredes están sucias y tienen “olor a cárcel”. Más fotos con cámaras, celulares o tablets, muchas fotos. Aquí eran las visitas, dijo la vieja, y se nos quebró.