Es la cuarta vez que Woody Allen incursiona en historias que involucran temas de Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski. Las anteriores fueron Crímenes y pecados (1989), Match Point (2005) y El sueño de Cassandra (2007), y la novela era evocada explícitamente en todas esas películas menos en la última. Cada una involucra aspectos un poco distintos, y ninguna llega a ser propiamente una adaptación de Crimen y castigo, sino que acusan el parentesco al inquirir en la cuestión del derecho moral a asesinar.

En esta nueva entrega, un profesor universitario de filosofía escucha de casualidad una conversación entre personas que no conoce, sobre una pobre mujer que está por perder injustamente la custodia de su hijo porque el marido es amigo del juez. Asqueado por la impunidad con la que tantos jueces ejercen indebidamente su poder, y luego de estudiar un poco más y concluir que el magistrado en cuestión es realmente parcial y deshonesto, Abe -el profesor- decide matarlo. Le resulta evidente que con el homicidio estará haciéndole un bien a esa mujer desconocida, al tiempo que librará al mundo de una lacra, y también que su absoluta falta de conexión con la situación lo hará insospechable.

Antes de llegar a ese punto, hay una larguísima introducción que nos muestra a Abe como un tipo desilusionado con el mundo y con la filosofía misma, desmotivado en la enseñanza, descuidado con su cuerpo y sexualmente impotente. La vida apenas le resulta tolerable gracias a un compulsivo consumo de whisky. Ni siquiera el evidente interés que por él sienten dos bellas mujeres (una colega docente madura y una alumna joven) parece moderar su pesimismo. Pero en cuanto toma la decisión de perpetrar su crimen y empieza a prepararlo, todo se le empieza a iluminar. Él, que de joven realizó incursiones militantes en lugares como Bangladesh para hacer trabajo humanitario, sin lograr sentir que eso hiciera diferencia alguna para el mundo, y que desde hace años asume que enseña a los alumnos “masturbación verbal”, ahora siente que sí puede tener una incidencia positiva, aunque sea puntual.

Sin ir a fondo

En los tres thrillers anteriores de Allen la motivación para los crímenes era meramente egoísta. Ocurría, en Crímenes y pecados y en Match Point, que al final el asesino se salía con la suya, que su delito no se descubría y no le quedaban grandes problemas de conciencia: la idea de que “el crimen paga” no implicaba una defensa del crimen, pero sí la perspectiva muy pesimista de que lo éticamente reprochable no es necesariamente castigado. En algún sentido se trataba de una crítica metacinematográfica, también, porque la narrativa hollywoodense está profundamente impregnada de moraleja. En esta nueva película la cuestión es aun más profunda: el asesinato premeditado puede ser un bien para el mundo, el asesino puede ser justo. No se trata de inquirir si el destino es justo, sino de cuestionar qué puede tener de justo la propia justicia (y entiéndase “justicia” en su sentido más prosaico, referido al sistema judicial -la historia lidia con el asesinato de un juez corrupto- y también en referencia al sistema moral abstracto que teóricamente preside dicho sistema judicial).

Sin embargo, luego de tirarnos esa cuestión inquietante, la película da una vuelta atrás. Cuando el crimen es descubierto por Jill (la alumna joven), y pese a que ella comparte con Abe una mala opinión del juez, la joven reacciona de acuerdo con la sensibilidad ética habitual en Hollywood, es decir, rechaza la idea de que un individuo tenga derecho a asesinar a otro, y asume, además, que si se comete este error corresponde el castigo establecido por la ley, por lo cual lo más sano que puede hacer el asesino es confesar; y si no lo hace, cabe denunciarlo. La postura de Jill, que al inicio puede parecer un punto de vista entre otros en una discusión filosófica, termina siendo efectivamente la moraleja de la película (es decir, una noción moral que la película ilustra y asume) una vez que Abe, múltiplemente presionado (ahora sí) por consideraciones personales, es llevado a cometer acciones que ya no tienen nada de motivación altruista y van en contra de personas inocentes. No hay una conexión lógica necesaria entre la concepción que lleva a que Abe asesine al juez y las macanas que se manda después: podrían tomarse simplemente como una inconsistencia del personaje; cuando está en riesgo nuestro pellejo, la coherencia suele pasar a un plano muy secundario. Pero en el funcionamiento emotivo de las películas, el carácter del personaje suele implicar una opinión sobre las ideas que él profesa: las cosas que dice un villano suelen ser “malas”, las que dice el héroe suelen ser “correctas”. Y el título Hombre irracional también toma partido en ese sentido.

La pena no es el hecho de que la película se prive de hacer una vindicación moral del asesinato: hay varios motivos éticos buenos para reprobar la violencia contra otros seres humanos. La pena es que la película empieza entablando lo que parece ser una discusión con argumentos, y, al acercarse peligrosamente a una conclusión repulsiva, en vez de seguir argumentando, sencillamente recurre al “sentido común”, o al efecto de los procedimientos de inducción emotiva que el propio Allen había expuesto en Crímenes y pecados y Match Point.

Esa actitud medio perezosa de la segunda mitad de Hombre irracional se manifiesta no sólo en la temática, sino también en lo creativo: hay muchos rasgos repetitivos con respecto a otras películas del autor. Como en Match Point, el protagonista masculino, luego de ceder a la evidente tentación de la muchacha más bonita, termina concluyendo que la otra es una opción más sólida. Como en aquella película, la decisiva ocurrencia final deriva de un irónico golpe de suerte, que involucra un objeto que se introduce en la historia en forma casual pero prominente.

El tono de la película es más bien serio, y no hay un solo diálogo risible. Sin embargo, hay elementos sutiles de comedia, dados sobre todo por la elección a contrapelo de la música: momentos que podrían ser de suspenso o de aflicción están suingueados con el jazz-funky-blues de Ramsey Lewis, mientras que algunos momentos potencialmente más ligeros están espesados por la música nerviosa y en tonalidad menor del segundo preludio de Clave bien temperado, de Bach. El esperado primer beso entre Abe y Jill se va a dar en un parque de entretenimientos, y lo vemos a través de un espejo deformante (una imagen tiernamente ridícula). Es imposible esquivar también cierto modo de comedia en el esquematismo de las situaciones, la forma en que los personajes revelan en forma muy clara sus sentimientos e intenciones, así como sus cambios a veces drásticos de parecer y sentir. En todo caso, una percepción de esos elementos como “comedia” es la única salvación posible de una apreciación de éstos como groseras faltas de sutileza y verosimilitud.

Para un fan de Woody Allen (me incluyo) ver una película suya siempre es mejor que no verla. Si usted es razonablemente cinéfilo y no asume como condición fundamental que una película tenga explosiones de camiones, de ciudades o de planetas, y si ya asistió a Dos días, una noche, Retrato de un comportamiento animal, Intensa-mente o Eliminar amigo, ésta es sin dudas una buena opción. La fotografía cálida de Darius Khondji (en fílmico, por supuesto) es una belleza, los ambientes de Rhode Island son muy lindos de mirar. Siempre es un encanto observar el estilo depurado de dirección de Allen, con su buñueliana sencillez en la elaboración de los encuadres, la sutileza de los movimientos de cámara, la sabia parquedad de sus cortes. Joaquin Phoenix es tremendo actor y Emma Stone está muy bien también, y más adorable que nunca. Quizá el público más desvalido sea el de los seguidores condicionales de Allen, que van a observar sin una predisposición positiva todos sus defectos, todas sus repeticiones y una encarnación muy menor de sus virtudes.