Goosebumps es el término inglés equivalente a “piel de gallina”, sólo que adjudicado a otra ave a la que en las latitudes norteñas suelen ver desplumada con más frecuencia, el ganso. Es también lo que sucede con nuestra epidermis cuando algo nos aterra o cuando entra un inesperado chijete por una puerta entreabierta y se produce esa conocida reacción que acompaña a los escalofríos, nombre que adquiere la película Goosebumps en castellano, y que nos permite cerrar de forma circular este párrafo más bien inútil.

Goosebumps es también el nombre de una de las series más conocidas de novelas juveniles de terror, escrita por Robert Lawrence (RL) Stine, escritor que alcanzó su apogeo en los años 90 y fue uno de los autores más exitosos del siglo XX, así como uno de los más prolíficos. Para tener una idea: tan sólo en un lustro -de 1992 a 1997-, Stine publicó 62 libros bajo la etiqueta de Goosebumps. Es decir, un enfermo, un grafómano bajo cuyo nombre se han editado centenares de libros. O simplemente un buen hombre de negocios, ya que sus libros han vendido en el mundo alrededor de 400 millones de ejemplares, una cifra similar a la de la megaexitosa JK Rowling con su saga de Harry Potter. Pero hay diferencias significativas: la obra de Stine, aunque contiene sagas, es más bien un abanico artesanal consistente esencialmente en nouvelles, generalmente de temas fantásticos pero también de fan fiction, libros de entretenimientos del tipo de “arme su propia aventura”, recopilaciones de chistes, novelizaciones de películas y cuanto encargo caiga en sus incansables dedos.

Ante una obra tan inabarcable y diversa, adaptar alguno de sus libros parecería algo fútil, ya que no hay casi tema fantástico que no haya abordado, habitualmente en forma tan convencional como entretenida, y sin mayor distintivo que el entusiasmo de sus personajes, que le ganó el sobrenombre de “El jovial Bob Stine”.

Entonces, ¿cómo hacer una película basada en el extraño prestigio de RL Stine sin que parezca imposible de diferenciar de cualquier otro film de horror-comedia juvenil? La solución que Sony y los guionistas encontraron fue no tomar una o dos historias de la serie Goosebumps, sino el universo entero de estas historias, y colocar en el medio, como un antihéroe, a Jack Black interpretando a RL Stine, en un ejercicio metanarrativo que vale la pena revisar.

No abras ese libro

La trama es tan sencilla como la de cualquier libro de Stine: Zach, un adolescente neoyorquino, se muda, tras la muerte de su padre, a un pueblito de Delaware; allí conoce a una atractiva vecina que no asiste al liceo y que es vigilada estrictamente por su padre, que resultará ser el escritor RL Stine. Preocupado ante lo que sospecha que es una situación de maltrato del padre a la chica, Zach se cuela con un amigo en la casa vecina, donde por error abren un manuscrito cuya tinta cobra vida y se transforma en un enorme Yeti. Así descubrirán que la imaginación de Stine no sólo crea historias sobre monstruos, sino que esos monstruos adquieren vida propia en nuestro mundo, y uno de ellos decide dejarlos a todos sueltos.

El resto puede o no imaginarse, pero la excusa es válida para introducir un gran número de criaturas fantásticas de los libros de Stine sin tener que matarse buscando una historia que relacione yetis con zombis. La variedad de monstruos es notable (en Wikipedia se reconocen creaciones de 15 de sus libros) y es obviamente explotada mediante efectos especiales, pero el director Letterman tiene el buen gusto de no dejar que éstos (los efectos) se coman la película, y mantiene el pulso sobre los protagonistas humanos, que llenan la pantalla de gritos, chistes malos y algún chiste bueno (incluso algún chiste literario, como cuando Stine se irrita al ser definido, por enésima vez, como “el Stephen King para niños”). Black, un hombre cuyo carisma algo infantil sobresale en compañía de actores menores, se destaca sin demasiado esfuerzo, pero el resto acompaña decentemente.

La película está orientada en apariencia hacia un público preadolescente, pero hay numerosas guiñadas dirigidas a quienes eran niños a principios de los 90 (la época de mayor éxito de Stine) e incluso a quienes lo eran a fines de los 80, una edad dorada para el cine de aventuras infantil, y está balanceada de tal forma que perfectamente puede ser disfrutada por un niño actual. La cosmogonía sobrenatural -yetis, hombres lobo- es en buena parte aquella que, identificada con el horror cinematográfico de medio siglo atrás, ha perdido su auténtico poder de horrorizar, y ahora es simplemente un conjunto de adversarios sobrenaturales.

Escalofríos se mueve con dinamismo y simpatía uniforme, pero en un par de escenas amenaza con convertirse en otra cosa mucho más ambiciosa y mágica. En la primera de ellas, Zach y la misteriosa chica que lo tiene fascinado se suben a una rueda gigante abandonada y cubierta de maleza que, sin embargo, mantiene toda su iluminación en perfecto estado. La escena no agrega nada a la trama, pero es un momento de extraña belleza decadente, que de alguna forma remite a la obra de JG Ballard (si Ballard hubiera sido un poco más romántico). En la otra no hay excusa climática: es simplemente el gran yeti persiguiendo a los jóvenes en una pista de hockey sobre hielo, en un entrevero de resbalones y gritos firmado en forma virtuosa y con una excelente coreografía de acción. Ambas escenas dejan con ganas de que Letterman hubiera amplificado el lado climático del film para equilibrarlo mejor con su vértigo abundante y su inocencia preadolescente. Es decir, algo similar a lo que JJ Abrams hizo en su estupendo homenaje a Spielberg, Super 8 (2011). Escalofríos no llega a ese nivel, pero tampoco lo intenta, no lo necesita, y no sería justo recriminárselo: su propia levedad y velocidad se agradecerán en futuras sesiones de matiné televisiva.