Las 21.00 del jueves empiezan a convertirse en las 22.00. Un violinista de etiqueta baja las escaleras del Teatro de Verano rascando las cuerdas, alumbrado por focos y protegido por un paraguas que sostiene un guardia de seguridad. El público -unas 2.000 personas donde caben 4.000- aguanta la llovizna y la respiración. Un escaneo al nivel del piso revela championes con resortes, botas y plataformas muy altas que parecen de Forever 21. Hay planchas y chetas, obreros y estudiantes, boinas con abuelos debajo. Hay camperas de Peñarol, Nacional y La Vela Puerca, y, como en el auge del rock nacional, familias en las gradas. El violinista llega al escenario, comienzan melodías tímidas de vientos y explota un aplauso efervescente cuando la figura generosa del Gucci entra en escena.

Nacido hace 31 años en Pocitos como Gustavo Serafini, el Gucci es una esquirla del boom de la música tropical y aledaños que sorprendió al país en los últimos dos años. Pero lo suyo no es cumbia cheta ni cumbia chota: su banda, Los Asesinos del Sabor, tiene ocho músicos -trombón, dos trompetas, percusión, pailas, contrabajo eléctrico, teclado y violín- que relojean partituras y que, como muchos integrantes de orquestas tropicales, pasaron por la formación académica. Además, integrantes de El Club de Tobi suman violín, violonchelo y viola. “Yo toco plena”, diría dos horas después en el backstage, rodeado de familia, amigos y fans sedientos de selfies. Nada de cajas de ritmos, ni sonidos pregrabados, ni playback.

Es un famoso sin página en Wikipedia, pero su cara tapizó la ciudad en afiches. También apareció en una publicidad de Claro, cantando “Ay, mujer” ante un plano secuencia perfectamente coreografiado y con un paladar visual refinado. Afuera del teatro, unas señoras venden vinchas, pósters y fotos “autografiadas” con su estampa: gorro de visera rojo y yanqui, pantalón bajo con cadenas a lo skater y camiseta de básquetbol talla XXL que lo habilita a reírse de sí mismo: “120 kilos de sabor”, se define en uno de los pasajes instrumentales.

“Hadouken” es otro de sus gritos de guerra, un punto de contacto insospechado con este cronista fuera de lugar: es el nombre de un ataque especial del videojuego Street Fighter, una bola de fuego azul (abajo y adelante + piña). “Hacíamos jornadas maratónicas de Super Nintendo en casa, con mis hermanos y mis amigos. A las maquinitas jugué muy poco. Era un jugador muy malo”, confiesa, sudado y cansado, un rato después de bajar del escenario. Pero también curtió vereda: a los cuatro años se mudó a Palermo, donde vive hasta hoy. “Me zambullí en el barro”.

En escena es todo carisma, una figura magnética que arranca gritos picarones de madres y adolescentes. Entre tema y tema practica un humor para todo público, autoparódico y nunca incorrecto. En un tema canta como invitado el Reja, otra ficha de la movida tropical, y quiere hacer un chiste: cuando está diciendo “se me paró la p...” el Gucci lo interrumpe con buena onda, como en una dinámica de parodistas. Libertad, no libertinaje.

No tiene la gola profunda de Carlos Goberna, el gentleman que lideró históricamente Sonora Borinquen, ni puede hacer gala de las notas altas y el vibrato que Gerardo Nieto despliega en temas como “Polvo de estrellas”. Tampoco es un galán de los que gastaban el piso con coreografías en bandas de los años dosmil como Mayonesa o Chocolate, y su capacidad de baile es limitada: el Gucci canta, anima y arenga en uruguayo, libre de los acentos caribeños que acá impostaron tantos.

“Este gordo no cree en el amor”, reconoce desde el escenario. “Ésta es una canción que compuse antes de salir de esa fase de mi vida que llamé caos”, es el testimonio que regala antes de uno de sus hits más contundentes, en el que entona: “Me quiero complicar la vida contigo”. Muchas de sus canciones empiezan con esas campanitas de los percusionistas que prefiguran letras románticas. Pero en mitad de la noche la solemnidad corta el baile generalizado, que fue cobrando intensidad progresiva. Su hermana y su hermano cantan con voz imperfecta un homenaje a su madre, que murió de cáncer este año. El Gucci llama también a su padre, muy parecido a él, que sube al escenario en silencio. Una señora lagrimea. Al final de la escena familiar, Serafini padre vuelve a su lugar entre el público. Ex empleado de una fábrica de azulejos y de un club deportivo, el padre de la criatura cuenta que un día decidió no tener más jefe, se compró una camioneta y se dedicó a hacer fletes. La pregunta vaga de cómo se siente al ver a su hijo, reponedor de supermercado convertido en estrella, se hace inevitable: “Estoy muy orgulloso”, responde.

El Gucci lleva a su padre, su madre y sus hermanos en la pierna. Tiene a sus dos perros tatuados en la espalda, a Celia Cruz y Gilberto Santa Rosa en un brazo y en el otro a Juno, un perro siberiano que le paseaba a una vecina de Palermo y que le dejó marcas cuando se murió.

“No sé nada de música, pero desde un punto de vista empresarial y comercial, y creo que manejando un sentido común, trato de ser parte de todo lo que puedo”, explica, pero la gran apuesta de tocar en el Teatro de Verano surgió de Majareta, la productora de Cuarteto de Nos y Juan Campodónico. El Gucci declara gustos musicales que incluyen a Queen y Air Supply, pero su atención gira hacia colegas locales. En marzo del año que viene sale su próximo disco, La música es música, con colaboraciones de Ruben Rada, Mandrake Wolf, Chole Gianotti, Guillermo Peluffo y Jorge Nasser. Fue una experiencia novedosa para todos: “El día que Nasser estaba grabando, llegó la parte de la canción que es más plena y me cagué todo, porque empezó a trancarse. Le dije: ‘Pará, Jorge, te bajamos las pailas’, pero me dijo que no, que para él era un placer que lo hubiera invitado a vivir esa aventura musical”.

Pasan los últimos invitados, los dos cantantes de Mala Tuya y el luchador Gastón Tonga Reyno, que se saca la remera. Grúas negras con cámaras envueltas en nailon amenazan con un DVD futuro. El recital termina y al Gucci se lo nota satisfecho pero autocrítico. Esta semana, dice, arranca con clases de canto. Cree que puede y debe rendir más. ¿Hasta cuándo hay Gucci? “Hasta que la gente se dé cuenta”, contesta.