Ver una película de Steven Spielberg tiene algo similar a asistir a un espectáculo de una banda de rockeros viejos, pongamos como las que suelen acompañar a Ringo Starr (o, ya que estamos, los Rolling Stones): no sé si ésa es la música con la que pasaría la mayor parte de mi vida, pero suele darme el placer gigante y trascendental de reencontrarme con una tradición querible y que, al menos en ese pequeño nicho, vive.
Eso ocurre en esta película en forma especial, porque aquí se casan muchas cosas -el tratamiento se puede asociar con la época en que transcurre la historia (durante la Guerra Fría, hacia 1960)- y porque Spielberg suele lidiar especialmente bien con ese tipo de ámbito esencialmente masculino y que se concentra en cuestiones éticas antes que psicológicas o existenciales. También le cae muy bien ese tipo de saga en la que un hombre más o menos común se ve metido en un lío de alcance internacional y termina haciendo un gran aporte gracias a su entereza moral. Aunque el tratamiento señala las incertidumbres y el laberinto de engaños mutuos que impregnan al mundo del espionaje internacional, la incertidumbre no toma posesión de la película misma (como ocurría, por ejemplo, con El topo), sino que preserva puntos de apoyo en certezas sólidas. El guion es el más clásico imaginable, de esos en los que cada detallecito que vemos va a servir para algo (va a ser un dato clave en la anécdota, o si no va a servir para intensificar la poética de algún momento dramático). Fue concebido por Matt Charman, pero luego lo retrabajaron los hermanos Coen, que figuran como coautores.
Una de las cosas notables es cuánto reposa la narrativa en imágenes poderosas. Hay una cantidad de planos impactantes en su combinación de grafismo y de contenido anecdótico: los cuatro hombres expectantes alrededor de un teléfono que suena, toda la secuencia nocturna en la lluvia, el travelling por el piso repleto de lamparitas quemadas de los flashes de los fotógrafos, el plano de establecimiento para el intercambio de espías en el puente del título (la secuencia fue filmada en el mismo puente Glienicke, en Berlín, donde ocurrió el hecho histórico en el que está basada la película). Algunos planos derivan de imágenes emblemáticas que son más o menos de la época en que transcurre la anécdota: el jeep sin techo acercándose al avión U-2 es casi la tapa de Objetivo: la luna (1953), de Tintín. Y el increíble plano inicial, que empieza con una imagen de Rudolf Abel reflejada en un espejo y en el que la cámara retrocede, mostrándonos a Abel propiamente dicho que se está mirando para pintar su autorretrato, que finalmente entra en campo también: esa imagen triple (el pintor, su reflejo, su retrato) se vincula con el famoso cuadro de Norman Rockwell, Triple Self Portrait (1960), y es vagamente simbólica para un personaje que es un espía soviético en Estados Unidos, que se hace pasar por otra cosa y cuyo conocimiento debe atravesar una compleja madeja de mentiras y de prejuicios.
Hay varias otras imágenes cargadas de simbolismo, como cuando Abel relata a Donovan la anécdota de la arpista que se vincula con un ángel. En ese momento, la luz muy difusa que procede de la ventana que está al fondo parece bañar a Donovan en una luz mágica, debidamente pronunciada por la música incidental celestial. Es parte del estilo de la película la presencia en varios planos de puntos de luz, siempre difusos, hacia el fondo. Por supuesto, todo fue rodado en fílmico, con su definición, su latitud, su textura particular y esos azulones fuertes que emulan el Technicolor y que aparecen en las secuencias en Estados Unidos. Aparte de la calidad fotográfica, la película impacta visualmente también por el detallismo excepcional de la reconstrucción de época, basada en objetos, extras, escenografías construidas en los gigantescos estudios de Babelsberg y locaciones “maquilladas”. Es decir, casi no se usaron efectos digitales; son los mismos recursos con los que se hizo, por ejemplo, El imperio del sol (1987). Varias de estas escenas deben de haber tenido un costo no muy distinto del que se suele verter en batallas intergalácticas o tsunamis digitales, con la diferencia de que el dinero fue usado para algo mucho más humilde y, por eso mismo, en sus propios términos, más perfecto. Claro, la película está realizada por alguien que no se hace demasiado problema por ganar o perder unos milloncitos más o menos, dado que, total, luego va y produce películas dirigidas por Michael Bay con sus continuos fuegos artificiales digitales y gana un platal con ellas: acá se da el lujoso gusto de hacer lo suyo, a su conservadora manera.
Buena parte de ese efecto visual se obtiene sobre la base de que la mayoría de los planos muestran tipos humanos fuertes, netamente recortados: el policía veterano de Omaha Beach protestando contra la defensa del espía ruso, el juez gruñón y anticomunista, la elegante, viejita y algo consternada esposa del mismo juez, el comandante militar mandón de la misión de espionaje con los U-2. En el centro de todo está el rostro siempre expresivo y simpático de Tom Hanks como Donovan, el abogado de seguros que de pronto se ve involucrado en la impopular tarea de defender a un espía soviético en plena época de pánico nuclear. Sabiendo que ese rol va a suscitar la indignación de la masa de público que quiere ver al espía electrocutado o ahorcado, Donovan asume la tarea en forma resignada, simplemente en nombre de la noción judicial genérica de que todo reo se merece la mejor defensa posible. Pero luego el vínculo con Abel gana en profundidad, en la medida en que Donovan empieza a constatar la cuota de honradez, firmeza, humanidad y sinceridad de ese hombre, y en la medida también en que se ve acosado por la presión diametralmente opuesta -ejercida por la CIA, la población en general e incluso el sistema jurídico- para que se sorteen los formalismos constitucionales y se castigue de la forma más sumaria posible al enemigo capturado.
La fuerza del vínculo con Abel no habría sido posible sin el trabajo increíble de Mark Rylance, un gran hombre de teatro shakespeareano (director durante más de un decenio del mismísimo Globe Theatre) que increíblemente nunca había sido llamado para un rol importante en el cine. Sus apariciones de por sí justifican la película. Y eso que, en cierta manera, es como si no hiciera nada, con su personaje apagado, inexpresivo, de alguien habituado a vivir en la penumbra y a pasar inadvertido. Sin embargo, como quien no quiere la cosa, el personaje se va revelando, el vínculo va creciendo y, finalmente, desemboca en un momento crucial en la escena clímax, del intercambio en el puente Glienicke.
La historia resuena en una preocupación muy presente durante la era Bush y que no ha perdido su vigencia: los esfuerzos de defensa pueden llevar a olvidar los valores de libertad y democracia que supuestamente se están defendiendo, y cada gesto agresivo que se realice tenderá a rebotar en contra de uno. La historia lidia también con el miedo al “otro”, la xenofobia, el tratamiento debido a los prisioneros y a sospechosos extranjeros. En muchos sentidos, esta película está hermanada con Munich (2005). Es más ligera, tiene algún tenue elemento de humor, es menos ambigua, menos amarga, tiene menos violencia física, está más alejada del pesar del 11 de setiembre de 2001, tiene un espíritu constructivo, una moraleja más lisa y un sentido de resolución que nos lleva a salir reconfortados y aleccionados del cine. Pero es la versión light de una similar visión del mundo.
Hay dos cosas medio gronchas. Una es la música: el compositor John Williams tuvo un percance de salud y, por primera vez en 30 años, no pudo hacer la banda musical de una película de Spielberg. Convocaron entonces a Thomas Newman, que es otro gran compositor, pero que en vez de hacer lo suyo se dedicó a componer “a lo John Williams”, lo que parece ser, en su concepto, algo así como hacer la música más obvia, más melosa y más llena de clichés que le salga, sin tener ni ahí el brillo melódico de su veterano colega. Lo otro malo es el epílogo, que insiste e insiste en retomar escenas recordables de tramos anteriores de la película, pero ahora variados, como consecuencia de las acciones heroicas de Donovan.
En algunos casos esos contrastes involucran la diferencia entre un Estados Unidos soleado y con colores relativamente vivos (sobre todo el citado azulón) y un bloque soviético tristísimo y confinado al negro, los grises, el marrón oscuro, el blanco de la nieve y algún amarillo pálido para las luces artificiales (en ambos lados de la cortina de hierro, los rojos intensos están casi totalmente reservados para las banderas estadounidense y soviética). Esa oposición es un cliché, y casi se podría tomar, en otro contexto, como una actitud cinematográfica en sí misma muy “guerra fría”: el “mundo libre” contra las dictaduras. Y algo de eso hay. Pero en este contexto, cuando Donovan ve a los guachos saltando una reja en Brooklyn y recuerda a los fugitivos intentando saltar el muro de Berlín, está en juego no sólo el contraste positivo para Estados Unidos, sino también la puesta en cuestión de la posibilidad de que en su paranoia anticomunista (ahora, antiterrorista) Estados Unidos se convirtiera (se convierta) en lo mismo que temía (teme).