Lleva más de 40 años capturando al mundo con su cámara. La obra de Graciela Iturbide, a medio camino entre lo documental y lo poético, ha retratado distintas culturas, costumbres y modos de vida, como la recordada serie sobre los seris, pueblo nómada del desierto de Sonora, o su increíble mirada sobre las poderosas mujeres de Juchitán, comunidad liderada por un matriarcado, que en los años 30 ya había sido visitada por el visionario cineasta soviético Sergei Eisenstein, y luego por otros reconocidos fotógrafos, como Henri Cartier-Bresson. Pero también están sus fotografías fascinantes sobre multitudes de pájaros y un intenso itinerario que abarca, además de Latinoamérica, países tan diversos como India, España, Italia, Estados Unidos y Madagascar. Ganadora de los premios fotográficos más importantes, como el neoyorkino Cornell Capa y el sueco Hasselblad, Iturbide se ha convertido en una cazadora casi antropológica, productora de imágenes que se vuelven inverosímiles, intuitivas y misteriosas. Como dijo la crítica de arte española Marta Gili, su obra se distingue por la “simplicidad de su composición y la riqueza de sus proposiciones”. Ha reconocido que se enfrenta a la fotografía como un pretexto para conocer el mundo, la cultura, la vida “y un poco a mí misma”. Pero, claro, en ese proceso es imprescindible tener una personalidad y un lenguaje fotográfico que, en su caso, se han vuelto una marca inconfundible.

La única vez que Iturbide visitó Montevideo fue en los años 70, y entre lo que más recuerda está una cena en casa de Juan Carlos Onetti: “Era muy bromista, por cierto”, dice, contrariando la leyenda. Hace unos días, el Museo de Arte Precolombino e Indígena -por iniciativa de la Embajada de México- inauguró la exposición Espejo de luz, que incluye una selección de distintas series y épocas de su obra, y es una gran oportunidad para iniciarse en el universo de esta fotógrafa que no deja de conmover y sorprender, a la vez que despliega un sinfín de sentidos y misterios, que expresan la mirada humanista de una verdadera poeta visual.

-¿Qué hace una fotógrafa mexicana un día como hoy [por el 2 de noviembre]?

-Estaba mostrándoles fotos a unas personas que ya se fueron, ¡en lugar de estar festejando el Día de Muertos! En un rato iré a la inauguración de la película de James Bond, porque tomé fotos en el Zócalo de Ciudad de México para el productor Michael Wilson [ese mismo día se estrenaba Spectre, que incluye el tradicional desfile mexicano del Día de Muertos como una de sus primeras escenas]. Así que algo de muertos voy a ver.

-¿Sigue considerando que la cámara es un pretexto para conocer al mundo y conocerse uno mismo?

-Sí, sí. Me encanta fotografiar en todas partes, porque al mismo tiempo que estás fotografiando, estás leyendo sobre el lugar, hablas con las personas, y se crea una relación muy estrecha con la cultura de cada país. Es como tu memoria. Porque dicen que la fotografía es objetiva pero no es así, es muy subjetiva. Uno ve lo que quiere y el público también ve lo que quiere.

-¿Siempre fue consciente de que la realidad era “en blanco y negro”?

-Todo empezó cuando fui asistente de Manuel Álvarez Bravo [fotógrafo mexicano clave, que colaboró con Eisenstein y comenzó su carrera en 1930 tomando fotos de los murales de Diego wRivera y David Siqueiros, compartió una exposición con Cartier-Bresson y fue amigo de André Breton], que siempre trabajó en blanco y negro, y fue lo que yo aprendí. Luego sólo hice dos trabajos en color. Cuando salgo con mi cámara, pienso en blanco y negro, pero si voy con un rollo en color ya veo el color. Como que abstraigo. Pero me gusta mucho el ritual del blanco y negro, revelarlo y lo demás.

-¿Y así es más probable que la realidad la sorprenda? Porque ha dicho que si no es así, la fotografía no sirve de nada.

-Si voy con mi cámara, sólo fotografío aquello que me sorprende. Si algo me maravilla, sólo ahí tomo la foto. Porque eso de fotografiar porque sí no me interesa para nada. Mira, cuando fotografío, por ejemplo, en Juchitán o con los seris, tengo que quedarme a vivir con ellos para que sepan que soy fotógrafa y que haya una complicidad cuando tomo mis fotografías, porque no me gusta usar telefotos [teleobjetivos], ni tomarles fotografías sin que se den cuenta. La gente de Juchitán es mi amiga y me viene a visitar.

-También vivió otro tipo de experiencias, como cuando fotografió al general panameño Omar Torrijos.

-Eso se dio casualmente, porque el partido comunista mexicano me invitó a Panamá, a un Consejo de la Paz. Ahí conocí algunas personas que me invitaron a fotografiar Panamá. Cuando estaba fotografiando un pueblo, fui con los indios guaymíes, que están en la montaña, y ahí estaba el general Torrijos. Cuando me vio, me llamó y me preguntó de qué canal de televisión era. Le dije que no, que era mexicana, y me invitó a su casa a platicar con él y con todo su equipo de trabajo. Fui, resultó que nos hicimos amigos, y cuando él iba a algún pueblo me invitaba; así tuve la oportunidad de conocer Coclesito, la comunidad que él fundó. Luego también lo acompañé en una visita a los indios chocoes, o con campesinos que se sorprendían porque no sabían que él iba a llegar. Eso era muy bonito, porque ellos le ofrecían lo que tenían, un huevo revuelto o lo que fuera. Siempre lo admiré mucho, porque sentí que era gente que quería defender el canal [de Panamá], y al menos por el tiempo que yo los traté, era gente muy sencilla, que siempre le pedía su opinión a los campesinos y a todos los que podía conocer, incluso a las señoras burguesas, que también me tocó ver. Era alguien muy sensible y muy inteligente, no muy preparado políticamente en cuanto al marxismo y demás. Pero para mí fue muy interesante poder conocer ese proceso de un mandatario, aunque no me atraiga estar cerca de la gente de poder.

-En sus últimos trabajos ni siquiera de la gente, porque casi no aparecen personas. Extrañamente, con proyectos tan distintos, en Francia califican su obra de “realismo mágico”.

-Los he criticado, porque cuando estuve ahí me preguntaron si había una mirada latinoamericana. Les dije: “No, pues, están locos. ¿Qué tiene que ver Uruguay con México? O en el mismo México, el sur con el norte. Ahora estuve dando una conferencia con Marta Gili en España, y me preguntó si sentía que mis fotos eran mágicas. Le dije, “mira, ésa es una etiqueta que nos ponen los europeos a los latinoamericanos, de la cual ya estamos hartos. Porque lo mismo pasó con la literatura, ¿no? Qué tiene que ver [Gabriel] García Márquez con [Mario] Vargas Llosa o [Juan] Rulfo. Era una cuestión económica para vender libros, y calificarnos de una manera muy paternalista.

-En sus series hay otras formas de mirar a un veterano seri, a un niño cargando pollos, a una mujer con una corona de iguanas.

-“Nuestra señora de las iguanas” [una de sus fotografías más conocidas] era una señora que vendía iguanas en el mercado de Juchitán, cargándolas en la cabeza. Me iba al mercado con las mujeres para poder conversar y que me conocieran, y cuando llegué le dije: “Si puede, espéreme un poquito”. Y tengo varios contactos; a veces ella riendo, a veces con las iguanas cayéndose. Ése es nuestro país, y otros del mundo. Porque si se analiza con cuidado a [Gustave] Flaubert, él tiene una triología maravillosa, por la que también podrían calificarlo de realismo mágico, pero, de nuevo, es esa etiqueta que quiere ponerte gente muy paternalista. ¿Por qué el latinoamericano tiene que ser mirado como “el otro”? Es una manera racista de tratarnos, y ya llevo varias discusiones por eso. Es muy fácil decir “los latinoamericanos son todos iguales”. Hablamos el mismo idioma, y ésa creo que es de las pocas cosas buenas que nos dejaron los españoles, porque nos podemos comunicar muy bien. Pero en mi ciudad cada fotógrafo tiene una mirada diferente. Imagínate cuánto menos tendré de la misma mirada con un chileno o un uruguayo. Es muy subjetivo.

-Además de la diversidad dentro de un mismo proyecto, como es el caso de “Mujer ángel”, una foto muy ominosa.

-Fíjate que no recuerdo a qué hora la saqué. Estábamos en su cueva, que es donde tienen sus pinturas rupestres. Veníamos bajando la montaña y a ella el pelo se le atoró en una piedra. Cuando estaba pensando el pequeño libro que hice sobre los seris, me dijeron: “¿Y esta foto?”. Y yo no sabía, parecía como si no la hubiera tomado, porque generalmente me acuerdo. Pero bueno, es algo que me regaló el desierto. Eso nunca me ha vuelto a pasar. Volviendo a lo anterior, como los seris viven cerca de Arizona, hacen intercambios entre sus artesanías y esos aparatos [se refiere a la radio que la mujer de la foto lleva en su mano] que tienen los americanos. Ellos andan vestidos de esmoquin en el desierto. Es muy extraño, pero me encantaba.

-Ahora suspendió sus visitas a las comunidades indígenas.

-En México vivimos una situación política terrible, donde hay muchos muertos, donde sucedió lo de Ayotzinapa, donde hay constantemente desaparecidos. Y por eso en estos momentos no puedo ir a las comunidades indígenas, porque aun en Juchitán hay narcotráfico. Ahora viajo mucho por el mundo. En Italia trabajé un tiempo y publiqué un libro sobre Roma.

-¿Cómo fue que ingresaron las mujeres indígenas a su trabajo?

-Primero, gracias a Álvarez Bravo comencé a conocer mi país. Después, Francisco Toledo, un pintor de Juchitán, que es muy bueno, me invitó a hacer un trabajo allí. Y no es que haya fotografiado puras mujeres, pero al vivir con ellas, al final en mis negativos ellas asaltaban. Después también están las gallinas y el mercado. Y Elena Poniatowska, que fue quien escribió el texto, le puso ya el título de Juchitán de las mujeres. Pero ésa no era mi intención. Tengo muchas fotos de hombres, muchas fotos políticas que no están en el libro: en ese momento a Toledo lo habían golpeado en Juchitán por estar ayudando a la gente de izquierda, y entonces él prefirió no publicarlo. Pero ahora, precisamente, voy a hacer una exposición en California, y me acaban de entregar la digitalización de todas mis fotografías políticas, que estaban inéditas.

-He escuchado que en México lo bizarro y lo folclórico se han convirtido en la norma y, por lo tanto, en lugar común. ¿Cómo escapa a esto su obra?

-Se ha caído en el realismo mágico y el surrealismo. El surrealismo fue un movimiento que admiro, pero se acabó.

-Bretón ubicó ahí a Álvarez Bravo, y no sé si él se identificaría como surrealista.

-Cuando vino Bretón, le mandó fotografiar “La buena fama durmiendo” para un catálogo, que al final la censura no le dejó usar. Álvarez Bravo era un hombre muy inteligente, que por supuesto no decía que era surrealista, pero cuando vino Bretón y le pidió eso, él respondió con una muestra de agradecimiento por haber sido invitado a ese movimiento. Yo a Bretón lo admiro en muchas cosas, pero era un dictador. Porque también dijo que Frida Kahlo era surrealista, y después ella hizo un cuadro grande que decía “yo no soy surrealista”. A esos surrealistas se les pasaba la mano.

-¿Cuál fue el mayor legado de Álvarez Bravo para usted? ¿La insistencia en ver pintura y en seguir “la poesía de la paciencia”, del tiempo?

-Su tiempo, pero, sobre todo, su tiempo tan poético. Porque me enseñó muchas cosas de la vida, más que de fotografía. Me enseñó cómo era el arte popular y cómo se diferenciaba de la artesanía. Como él trabajó con Diego Rivera y con todos los muralistas, eran muy agradables las conversaciones, además de ver pintura en su casa y escuchar música, y de acompañarlo a tomar fotos. Creo que fue como los maestros de la Edad Media. Él me preguntó si yo quería ser su achichincle, que en náhuatl quiere decir ayudante. Fue una escuela que, afortunadamente y por casualidad, pude tener. Y acá seguimos.