¿Cómo habría sido Twin Peaks si el papel del agente Dale Cooper lo hubiera interpretado Jack Nance (el icónico actor de Eraserhead), o incluso si el investigador protagonista no hubiese sido Dale Cooper, sino Pete Martell (el siempre raro personaje que interpretaba Nance en esa serie)? Un atisbo de respuesta es El pequeño Quinquín, uno de los films más extraños que haya presentado Cinemateca en los últimos tiempos.

“Extraño” es un término vago e incómodo, pero muy adecuadao a esta película de Bruno Dumont, conocido por obras que no son un ejemplo de transparencia y comodidad para el espectador. Armada como una miniserie por la productora Arte!, se juntaron sus cuatro capítulos en una película de 206 minutos, un policial en el que el “¿quién lo hizo?” se va disolviendo en una especie de niebla y podemos olvidar cuál era la pregunta inicial.

En la primera escena vemos a un grupo de niños de una provincia norteña de la Francia rural. Siguen en bicicleta el trayecto de un helicóptero que se lleva a una vaca muerta. Por más surrealista que sea el cuadro, hasta ahí nada muy terrible. La tranquilidad se desmorona con la disección de la vaca, cuando se halla en su interior, trozado, el cuerpo de una mujer. Cómo llegó ahí es una pregunta que no llegan a formar del todo bien los poco lúcidos investigadores Van der Weyden y Carpentier, porque una vez identificado ese cuerpo (es de la esposa de un importante hombre del pueblo), aparece, en idénticas circunstancias, otro occiso (aparentemente, el amante de la fallecida). Como quien no quiere la cosa, estamos en un film sobre un complejo y huidizo asesino múltiple.

Usé la frase “como quien no quiere la cosa” porque es exactamente ése el aire de la película. Las decisiones sobre la duración de los planos, las actuaciones naturalistas (varias bordeando la inexpresividad), las opciones anticlimáticas, el juego entre lo vasto y silencioso del escenario y los rostros de los protagonistas; todo parece prepararnos para algo que nunca llega. En ese juego, El pequeño Quinquín luce primero como una especie de picaresca, se convierte en un policial que luego empieza a tomar ribetes de thriller psicológico y, por la ineptitud de los personajes y el esperpento de los moradores del pueblo, se torna una especie de comedia deadpan. Pero el piso de la comedia se va desfondando y llegamos a un cuadro vacío, en el que no sabemos distinguir la nada de un comentario metafísico más allá de nosotros. Uno espera la lógica de “pueblo chico, infierno grande”, pero el infierno nunca se muestra en su verdadera dimensión; puede ser microscópico o de tal magnitud que no podamos verlo por completo.

Difícilmente haya existido en el cine un policía como el comandante Van der Weyden, una máquina de tics nerviosos y parlamentos circulares, algo así como una mezcla entre el mencionado Nance, el inspector Clouseau, Jacques Tati y Cantinflas. Uno espera un brote de genialidad detrás de todo ese aire ido, pero luego empieza a dudar de que dentro de ese marco haya un lienzo, o si hubo un instante de lucidez éste haya sido tan fugaz que no lo vislumbramos. A su lado, el teniente Carpentier parece un Watson aplicado, en algunos aspectos más despierto que su jefe, pero cuyo elemento más reconocible es su casi ausencia de dientes y una ridícula e innecesaria maestría en el manejo del automóvil (la recurrentísima escena de los dos subiendo al auto y derrapando en un giro de 360 grados para tomar la ruta aumenta su grado de absurdo con la repetición y el contraste entre la velocidad del coche y la placidez del campo y de los investigadores).

En una especie de pausado show de freaks, nos encontramos con la cornucopia de un pueblo con un montón de discapacitados físicos y mentales, vacas rellenas de miembros humanos, niños racistas, islamistas extremos, una chica con ínfulas de cantante pop, un organista de iglesia pretencioso, un hombre que no se saca el pasamontañas ni para entrar a la iglesia, un criador de caballos gigantescos, curas ineptos y cerdos devoradores de personas. La sumatoria no da un número preciso, sino una extraña sensación de no saber si reírnos o sentirnos amenazados. Casi como repitiendo un leitmotiv, Van der Weyden le comenta a su subordinado: “Estamos en el corazón del mal, Carpentier”, y eso se percibe como desde el plácido ojo de un huracán, ya que el mal no aparece y sólo vemos sus resultados.

Esto tiene una íntima relación con el cine de Dumont, en el que el mal siempre parece existir, pero no como una figura metafísica o un producto de la psicología y las decisiones de los personajes. Está ahí, es una existencia mineral que precede y se anticipa a todo comportamiento humano, algo que puede explicarse más desde el silencio de los escenarios bucólicos que desde la interioridad de los personajes. Es el estilo patentado de Dumont filmar a estos últimos de frente, mirando inexpresivamente hacia el horizonte, y luego desde la nuca, como haciéndoles una radiografía, fundiéndolos con el paisaje, por momentos generando una extraña polinización mutua, en la que los escenarios parecen bañarlos de la indiferencia perturbadora de sus briznas y grillos, al tiempo que los personajes segregan hacia el paisaje algo de su maldad difícil de determinar.

Nunca vemos una escena de violencia. Todo parece flotar sobre la cabeza de los personajes, como si los moviera una fuerza que no se muestra. A veces surge esa sensación entre la fascinación y el rechazo que causan los pueblos y personajes de Harmony Korine. Otras veces recuerda a Hors Satan (Dumont, 2011), un extraño acercamiento bressoniano a Dios, sólo que pagano.

Es un gran reto ver El pequeño Quinquín, por las tres horas y pico que dura y por el modo en que dinamita continuamente nuestras expectativas. Uno podría preguntarse si lo que esconde el director son buenas cartas o un mero bluff de póquer, pero los caminos del señor son inescrutables.