En una canción escrita en 2012, John Darnielle, líder de The Mountain Goats y uno de los mejores letristas de la actualidad, escribió: “Jugá con fósforos si pensás que necesitás jugar con fósforos, / buscá los lugares escondidos donde el fuego arde, caliente y brillante. / Encontrá el sitio donde el calor es insoportable y quedate ahí si tenés que hacerlo. / No lastimes a nadie en tu camino hacia la luz. / Y mantenete viva, / tan sólo mantenete viva”. La canción se llamaba “Amy” y la obvia destinataria era la entonces recién fallecida cantante británica Amy Winehouse, quien había hecho todo lo que mencionaba la canción, excepto mantenerse con vida.

En un ámbito como el de la música popular contemporánea, en el que las carreras promisorias suelen ser interrumpidas por las muertes tempranas de sus protagonistas, el caso de Winehouse es particularmente triste por lo breve de su obra en relación con el brillo que ésta alcanzó. Hasta la también escueta discografía registrada de Kurt Cobain es abundante en comparación con la de la cantante inglesa, contenida en su totalidad en dos discos, alguna grabación en vivo y muy pocas canciones extra a recopilar. Casi nada desde un punto de vista cuantitativo, consta de dos fonogramas suficientemente intensos -el jazzero Frank (2003) y el catártico Back to Black (2006)- para asegurarle a Winehouse su lugar en la historia pop del siglo XXI. Un lugar que, sin embargo -para la mayoría de la gente- se debe menos a la calidad de Winehouse como cantante e intérprete que a su notorio y registradísimo proceso de autodestrucción, que incluso la mantuvo artísticamente inoperante durante los últimos cinco años de su vida (paradójicamente, aquellos en los que recibió mayor atención mediática).

Una historia tan trágica era, inevitablemente, de enorme atractivo para cualquier documentalista sin mucha imaginación, ya que prácticamente se contaba a sí misma. Esa historia es, parcialmente, la que narra el documental Amy, del británico con ascendencia india Asif Kapadia, que llega ahora a las carteleras montevideanas tras haber sido el documental de mayor éxito de taquilla en la historia de Reino Unido. Un documental éticamente complejo, pero sin duda ilustrativo de un periplo tan extraordinario como deprimente.

Reality terminal

Al igual que el documental de similar temática Kurt Cobain: Montage of Heck (del estadounidense Brett Morgen y estrenado en forma casi simultánea en el hemisferio norte), Amy soslaya bastante los aspectos musicales de la vida de su objeto de estudio y se dedica más bien a lo estrictamente personal. Para esto Kapadia contó -como Morgen para su película sobre Cobain- con un acceso pleno a todo tipo de registros domésticos de Winehouse (grabaciones de llamadas telefónicas, filmaciones caseras de personas cercanas, etcétera), y a material bastante íntimo hasta para alguien cuya privacidad fue literalmente aniquilada por los medios.

Con todo eso -sumado a los testimonios de colaboradores, amigos y familiares de la cantante- Kapadia va construyendo su documental según el formato ascenso-cenit-caída típico de aquellos breves documentales que MTV presentaba bajo el nombre Behind the Music. El resultado es fatídicamente trágico y por momentos difícil de ver, especialmente por los fragmentos dedicados a la primera juventud de Winehouse y a sus comienzos en el ámbito musical.

La Amy Winehouse casi adolescente que se presenta al comienzo del documental es una chica notablemente vital y que exuda talento y atractivo en cada uno de sus gestos. Mucho más bonita y sexy que en su exagerada encarnación más tardía y conocida, Winehouse se muestra, con pocas palabras, como una chica brillante tanto en lo artístico como en lo social, graciosa y con un extremo y hasta anacrónico amor por el jazz. Pero apenas comienza su vertiginoso camino a la fama, el documental la define -con palabras de allegados- como una criatura insegura y sumamente dependiente de la relación con los hombres de su vida. Instantáneamente la película se dedica a escudriñar las relaciones amorosas de la artista, en particular la que mantuvo con su esposo, el más bien repulsivo Blake Fielder-Civil, quien aparentemente la habría introducido en el uso de drogas duras. Concentrado así en la interrelación entre lo doméstico y lo artístico, Amy da por sentadas todas las conexiones aparentes entre una cosa y otra, presentando como incontrovertible la versión -sin duda con algunos visos de realidad- de que el disco Back to Black es esencialmente un racconto de su relación con Fielder-Civil, y los aspectos musicales -que ya eran escasos- se desvanecen para dejar paso a un enfoque exclusivo en el periplo autodestructivo de la cantante.

Amy intenta volverse una suerte de crítica del demencial acoso mediático al que la prensa inglesa somete a los personajes públicos de conductas eventualmente escandalosas, que tuvo como principales víctimas a principios de esta década a Winehouse y al habitualmente intoxicado guitarrista de The Libertines, Pete Doherty. El retrato de la cantante, ya deteriorada físicamente y sin el menor rastro de su luz juvenil, siendo acribillada a fotos por los paparazzi incluso en los más elementales actos de su vida cotidiana, es sin duda extenuante; pero el documental no consigue evitar caer en el mismo interés morboso, y reproduce conversaciones privadas que no aportan gran cosa, así como declaraciones muy subjetivas, de carácter ominoso.

En este retrato incómodo sobresale, por lo desagradable, la figura del padre de Amy, Mitch Winehouse -que actualmente intenta demandar a los realizadores del film por la pobre imagen que presentan de él-, un progenitor abandónico que reapareció en forma simultánea al éxito comercial de su hija, a quien no sólo se le puede adjudicar la negativa de la cantante a someterse a un tratamiento de rehabilitación en 2006, sino que además, en un acto de aterradora miseria humana, viajó a la isla de Santa Lucía -donde la muchacha se había recluido para ponerse a salvo de los paparazzi- con un camarógrafo, para registrar el reposo mediático de su hija y venderle el resultado a la BBC. No, no hay mucha luz humana en las fases finales de Amy.

En medio de la ya deliberada inmersión en el amarillismo en que incurre el documental, la filmación de una interpretación a dúo con Tony Bennet es un inesperado retorno al plano artístico y musical, y termina siendo el momento más entrañable, aunque también, en cierta forma, revelador, por contraste, de la parte escandalosa del film. De cualquier forma, Amy contiene varios segmentos musicales de gran calidad y no deja de ser una tragedia contada en línea recta, sin las libertades artísticas e intrascendencias que hacían insoportable a la similar Montage of Heck, en la que no se llegaba siquiera a comunicar tristeza por el destino de Cobain. También logra su propósito de dar cuenta de la magnitud del talento perdido y de la velocidad con la que ciertas atenciones no requeridas y consumos excesivos pueden disolver una personalidad y una vida. Pero, más que nada, queda el mal sabor de sentir que, al parecer, nadie, ni siquiera alguien del brillo musical de Winehouse, puede ofrecer al público algo más atractivo que su propia autodestrucción en vivo. O, como en este documental, un greatest hits de su demolición personal.