Ruta 1
Si bien hay ejemplos rudimentarios de parques de diversiones ya en la Edad Media, dentro de las ferias, las primeras áreas fijas dedicadas al tiempo libre del pueblo -en definitiva, pensadas como ciudad dentro de la ciudad, lugar de suspensión de las obligaciones y de concentración de asombros y pasmos- se desarrollaron en los siglos XVIII y XIX: primero, planeados para los más pudientes, florecieron en Europa los pleasure gardens (jardines del placer), parques enormes donde se podía escuchar conciertos, ir en bote o pasear entre animales exóticos. Pero fue a partir de las últimas décadas del siglo XIX que tomó forma el parque tal como lo conocemos, que todavía funciona en decenas de variantes (del solitario carrusel itinerante por las plazoletas de pueblo a los monstruos como Disneylandia). Gracias a la pujante industrialización, alrededor de 1880 -con las clases bajas finalmente dotadas de la posibilidad de gastar parte de su (poco) dinero en diversión- los parques (más tarde renombrados Luna parks) empezaron a tornarse fenómeno global y a mezclar todo tipo de maravillas, de las montañas rusas a los freaks: salir de la rutina era su objetivo principal. También se consolidó, normalizándose en su rareza, la funhouse (en español, generalmente, “casa encantada”), un edificio para que los espectadores caminaran, o fueran en carros, hacia lo ignoto, entre pasillos oscuros, encontrando declives imprevistos, chorros de aire molestos, calaveras y brujas que se materializaran de la nada; en fin, todo el repertorio que bien se conoce. La desaparición de su tradicional versión vernácula, el Tren Fantasma del Parque Rodó, hizo recientemente llorar a medio Montevideo.
Ruta 2
- La joven artista porteña Marta Minujín -que había incursionado en el mundo del arte seis años antes con unos interesantes cuadros informales, buen manejo del relieve y sagaz uso de elementos no pictóricos, como las cajas de cartón- había vuelto de una fructífera estadía en París. Allí, gracias a becas y ayudas varias, había permanecido un par de años, con vueltas esporádicas a su ciudad, y en junio de 1963 había protagonizado uno de los eventos más perturbadores del arte latinoamericano del siglo pasado, La destrucción: la quema, en forma de performance, de todas sus obras “francesas”, en su mayoría esculturas fabricadas con viejos colchones (ver la diaria del 30/12/2011). De vuelta radicada en la capital argentina, se insertó cada vez más en la escena rupturista y en 1964 ganó el prestigioso premio Torcuato Di Tella, presentando otra vez sus colchones coloreadísimos, con una variante: en la obra ¡Revuélquese y viva! la gente podía entrar y usar esas jaulas blandas, esos entramados mullidos, para “vivir” la obra. Unos meses después organizó un happening -a base de físicoculturistas, gallina, ponis y pintura- en el programa de televisión La campana de cristal, de Canal 7, provocando, obviamente, gran alboroto. Ya se habían fijado los rasgos principales de su arte: la interacción jocosa entre espectador y obra, la explotación del lenguaje de los medios masivos, y un repertorio visual y tonal alineado con el pop.
Cruce
En la elaboración de La menesunda todo eso fue capital (tanto, que se había proyectado una versión televisiva, La telesunda, que nunca se realizó), como también es bastante obvio que Minujín tuvo presente la lógica y el desarrollo de las “casas encantadas”: más allá de las varias implicaciones estético-sociales que desata, la instalación estaba armada como si fuese una funhouse y, en ultimísima instancia, su médula conceptual era, como en aquéllas, la diversión y el estupor, la suspensión de la cotidianidad en un ambiente misterioso. De mayo a junio de 1965, en el Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, Minujín y su amigo Rubén Santantonín (con la colaboración de otros artistas: Floreal Amor, David Lamelas, Leopoldo Maler, Rodolfo Prayón y Pablo Suárez) presentaron esta enorme y estrafalaria instalación, en la que se entraba de a uno, compuesta por 11 prodigiosas “estaciones”, cada una inesperada y secreta, multisensorial y audaz, brindando experiencias radicalmente diferentes a las de las obras de arte para ver -incluso las más “atrevidas”, promovidas por el mismo Di Tella- y que para quienes las aceptaban, según la artista, iban “INTENSIFICANDO EL EXISTIR más allá de dioses e ideas sentimientos mandatos y deseos”, así, sin comas. Colas de cuatro horas en la calle Florida para entrar, diarios y revistas que parasitaban e intensificaban el bullicio provocado en la sociedad bonaerense. La obra -que había costado mucho dinero y cubría centenares de metros cuadrados de puro arte- sirvió, en la opinión del gran gurú (no sin enemigos internos) de la vanguardia porteña Jorge Romero Brest, para barrer prejuicios, porque era “definitoria de un estado del espíritu” y “se necesitaba libertad para entregarse a ella”. Pocas veces con semejante fuerza había quedado claro que una obra, sin el público que la activa, es una funhouse apagada.
Nuevo viejo viaje
Hace unas semanas se abrió en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires una remake de La menesunda. Con un esfuerzo gigantesco -tanto presupuestal, suponemos, como curaturial- y la colaboración directa de Minujín se ha reconstruido, en 400 metros cuadrados y con un detallismo casi inverosímil (todo lo que ha sido posible usar “de época” se ha usado, y donde no ha sido posible se ha reconstituido milimétricamente) el famoso recorrido cuyo nombre, en lunfardo, significa “mezcla” o “confusión” según la gacetilla de prensa, pero también “lío”, “embrollo” e incluso “droga”, según diversos sitios de internet. El título, además de anclar semejante experiencia, de claro aliento internacional, al propio territorio, refleja la gran dosis de desajuste de los sentidos de los espectadores que es uno de los ejes de la operación (y lo aclaran también las advertencias del museo, que prohíbe la entrada a menores de 16 años y a personas con movilidad reducida o que padezcan claustrofobia o insuficiencia cardíaca). La nueva versión se liga con fuerza, desde el subtítulo “según Minujín”, a la artista y a su actitud retozona, aunque, por supuesto, Santantonín es respetuosamente reconocido como coautor. Cabe señalar, sin embargo, cuánto contó, en su armado original, el pensamiento de este artista, una de las figuras “plásticas” sudamericanas más estimulantes de su época (que dejó muy poca obra, debido a su temprana muerte en 1969): hablando de sus “cosas” -como nombraba a sus esculturas deformes que colgaban en el aire-, Santantonín reivindicaba, del objeto, su estatus de medio de expresión y no de finalidad, entendiendo “a la cosa como la prevalencia de lo humano sobre los objetos, la poesía vital del objeto”. Más allá del lado abiertamente juguetón y alegre de varias de las paradas de La menesunda, con rasgos bien minujianos, se destaca esa voluntad férrea de desenajenación de los objetos, en un momento álgido de inercia popular ante la ráfaga de automatismos propios de los nuevos electrodomésticos, autos, etcétera (y que hoy se podría vislumbrar en cierta interacción falsamente creativa con las pantallas). Superficialmente, de todos modos, e incluso en la traducción actual, llama la atención el aire de divertimento que se respira cada vez que se entra a un cuarto distinto. En las intenciones de los artistas, la obra debía atraer a todo tipo de público, o mejor, como recordaba Minujín en 2010, “traer la gente de la calle a un ámbito reservado para las elites”. Se sabe: en las “casas encantadas” entran todos.
Terminal (contiene spoilers)
Esbozo un breve y lagunoso resumen de la experiencia, subrayando lo que más choca. Primero se pasa frente a una miniselva de neones que, junto a la grabación de los ruidos de la calle, deben reproducir la sensación de vivaracha agitación del microcentro bonaerense, amplificado por varios televisores vintage que presentan programas vintage e incluyen vaticinadores de nuestra contemporánea “personalización” de la televisión, proyecciones de nosotros mismos a través de cámaras en circuitos cerrados. Luego aparecemos en el medio de un dormitorio bien burgués, y ya kitsch, con una pareja semidesnuda tirada en la cama (actores seleccionados entre miles, que se turnan); bajamos y pasamos a un salón de belleza donde dos muchachas (también actrices) nos regalan unos segundos de maquillaje o masajes, según nuestro gusto (y desde donde, a través de un agujero en la pared, podemos espiar el reflejo de la habitación que nos hospeda, que revela ser una gigantesca cabeza de mujer hecha de madera y papel maché). Después nos desestabilizamos en un cuarto (que parece) rotatorio, y entramos a otros ambientes ilógicos y grotescos, por ejemplo, trastabillando por un piso blando y desorientándose en un laberinto de “intestinos” que se deben mover, rozar y esquivar para llegar a una aparente salida. Un enorme teléfono nos engaña; parece que debemos discar una combinación para abrir otra puertita, que se abre, sin embargo, de todas formas, y nos deja acceder, literalmente, a una heladera, reconstruida con gran eficacia, incluso en la temperatura, y que nos empuja a salir, asaltados por el frío. La estación final es una sala de espejos -casi un símbolo de la autorreflexividad de la experiencia, de un mundo que se sostiene solo y pulsa gracias a su aislamiento de la realidad- con una cabina en el medio: al ingresar a ella se accionan al pisar su piso varios ventiladores que levantan una especie de inocente tempestad de papel picado y luces negras. Se sale un poco mareado y sin duda enormemente entretenido, como de las mejores funhouses, pero de una que no recurre al repertorio terrorífico, sino al concepto de modernidad de los 60.
Perdidos, de nuevo, en la casa encantada
Por supuesto, una operación de reconstrucción histórica maníaca (por ejemplo, de los cientos de botellitas y frasquitos de productos cosméticos que llenan el salón de belleza se tuvieron que reconstruir todas las etiquetas, a partir de unos pocos especímenes, porque la firma argentina que los producía,
patrocinadora de la primera Menesunda, dejó de existir hace muchos años) de un acontecimiento de tal envergadura para el arte del continente genera varias interrogantes. La principal, quizá, sobre el sentido de repetir medio siglo después, igual a sí misma, una obra tan conectada a la idea de experimentar de forma novedosa un universo bien determinado temporal y espacialmente (la Buenos Aires de mediados de los 60), aunque “dado vuelta”. Empero, así como vemos tal cual fueron creadas, salvo por el deterioro del tiempo, pinturas y esculturas realizadas hace siglos o milenios, el mismo tratamiento merece una instalación, dentro de lo posible (y acá no me meto en cuestiones peliagudas de conservación y recreación). Lo que cambia, por supuesto, es la recepción: es casi de sentido común, sin necesidad de fastidiar a Pierre Menard, que, si bien la Menesunda de hoy se parece en todo a la de ayer, menesundea de forma diferente, ante gente distinta (como, por supuesto, pasa con cualquier obra, pero el hecho de interactuar con ella físicamente amplifica en forma palmaria el efecto).
Si, por un lado, todavía sorprende que, en el medio de un suntuoso museo, alguien en un cuarto raro te dé un masaje mientras habla con su falsa colega (ya que, pese a décadas de exaltar la activación del rol del espectador en el arte, en galerías y museos los comportamientos siguen, por lo general, bastante encorsetados), por el otro, además de un inolvidable viaje a otra dimensión sensorial, estamos haciendo también un viaje en el tiempo. El diálogo con su “presente”, que era el centro de la obra de Santantonín y Minujín, se ha vuelto, para nosotros, un ejercicio de arqueología, y la liberación del sujeto que proponía sólo la podemos experimentar amortiguada, atrapados en un (entretenidísimo y, por cierto, aún “fresco”) simulacro. Y no puedo evitar, saliendo de la última estación y sentándome a mirar documentos audiovisuales de la época sobre la vieja Menesunda -así cierra la muestra-, una asociación: uno de los cuentos clave del movimiento posmoderno estadounidense, publicado en 1968 por John Barth, se titula, justamente, “Perdido en la casa encantada”.