En la obra de Carlos Rehermann es fácil ver un antes y un después de Dodecamerón (2008), acaso la mejor novela uruguaya del siglo XXI. Los libros que quedan del lado de allá, Los días de la luz deshilachada (1990), El robo del cero Wharton (1995) y El canto del pato (2000), aparecerían así como exploraciones, realizaciones parciales y tanteos, mientras que los del lado de acá, 180 (2010) y la recentísima El auto, pueden ser presentados como indagaciones sobre elementos puntuales -expandidos, detallados, magnificados- del inmenso acervo de procedimientos, estrategias, ideas, imágenes y asuntos (literarios, extraliterarios, transliterarios, posliterarios) que sigue convocando a lecturas y relecturas del (hasta el momento, por lo menos) opus magnum de su autor.

Siguiendo esa idea, vale la pena construir un modelo de Dodecamerón centrado en la atención prestada a lo largo de sus páginas a ciertos procedimientos narrativos, procedimientos que aportan a lo que en su momento Georges Perec -refiriéndose a su monumental La vie mode d’emploi- llamó una “máquina de contar historias” y que aportan a cierta visión -libre de esas rémoras del humanismo más cliché- de la literatura como una serie de procedimientos o mecanismos impersonales, un complejo sistema de algoritmos que hacen proliferar asuntos y anécdotas.

Todo Dodecamerón, de hecho, está basado en un sistema geométrico que determina y limita -arbitraria y a la vez necesariamente (esa tensión entre aparentes opuestos es parte del desafío propuesto por la novela)- cuántos relatos serán contenidos entre la portada y la contraportada; tal esquema implica además una combinatoria de procedimientos narrativos: las estructuras van variando, permutando analepsis, prolepsis, clímax, anticlímax, cliffhangers, puntos de vista, tiempos verbales, narradores, pactos de verosimilitud, etcétera.

O dicho de otro modo: _ puede pensarse como un núcleo del que emanan, en la obra de Rehermann, diferentes modos de escritura; El auto aprovecha uno de esos esquemas y lo desarrolla hasta la longitud de una novela corta.

Se trata, de hecho, de un esquema pasmosamente simple, o que juega a presentarse como simple. El relato sigue la peripecia de Alejo (personaje recurrente en la narrativa de Rehermann) desde la tarde de un día hasta la mañana del siguiente. El asunto: un auto heredado que hay que llevar a Montevideo. La peripecia, entonces, aparece narrada de manera lineal y sigue -precisamente- la línea que traza el recorrido del auto desde la ciudad de Rivera hasta la capital (y, claro, podemos leer esto como un retorno al centro, como una vuelta desde la periferia y, por qué no, desde cierta desolación o incluso “barbarie”, que Rehermann juega a retratar cuando presenta los accidentes potencialmente sangrientos del “Encuentro Gaucho Internacional”, que según me dicen es algo bastante real), pasando por puntos específicamente señalados en la estructura de capítulos del libro (“Rivera”, “Rivera-Tranqueras: 54 kilómetros”, “Tranqueras-Tacuarembó: 113 kilómetros”, “Tacuarembó-Paso de los Toros: 141 kilómetros”, etcétera).

Pero este modo básico del relato (X viaja desde el punto B al punto A y le pasan cosas raras) es sutilmente complicado en El auto. Para empezar, el narrador tiende a contarnos cosas que, como queda señalado, el protagonista no sabe o ha olvidado, cosas cuya relación con su peripecia termina por aparecérsenos como enigmática. Así, ese misterio potencial -apuntalado además por la bien trabajada sensación de “realismo” de los primeros capítulos, gracias a una escritura que nos convence de que a su autor le pasó exactamente eso que está contando- va creciendo a lo largo del libro hasta rebasar su mitad, pasada la cual ocurre una escena muy particular, que casi -y la tensión de ese “casi” es uno de los mayores logros de la novela- llega a encauzar la energía del misterio en un asalto al esquema realista de los capítulos precedentes.

Se trata de dos capítulos -“Asamblea” y “Ósculo infame”, cuyo locus queda designado en el esquema de etapas del viaje como “Sabat”- diferenciados de los que los rodean por llevar títulos que no designan un tramo del recorrido sino más bien una “escena”, “situación” o incluso “imagen”. Ambos parecen ubicarse al borde de lo mágico o fantástico y logran aportar más y más capas de significado a la novela, que de pronto se nos aparece como un artefacto mucho más complejo que el que veníamos imaginando.

Y hay un después de esos capítulos. El viaje sigue, pero la sensación que construye la escritura es que hemos cambiado de mundo. Hay un retorno y una llegada inminente al punto A, pero quizá no sea exactamente el A que veníamos avizorando. Es otra cosa, del mismo modo que El auto no es una novela simple y lineal sobre un tipo que conduce hacia Montevideo un Volkswagen escarabajo heredado. Esa diferencia, esa cosa extra, es donde asoma el talento narrativo de Rehermann y es allí, justamente, donde la novela empieza a brillar.