Desde su concepción en 1914 y su fundación en 1945, la Facultad de Humanidades se pensó como un espacio dedicado a profundizar -a estudiar sin el apuro de una aplicación inmediata- el sentido de la existencia humana, a meditar reflexiva y críticamente acerca de dicha existencia, y a estudiar las huellas de esas experiencias y sus significados tal como están inscriptos y codificados en la cultura (como opuesta a la naturaleza, objeto de las ciencias naturales).

La cultura puede ser pensada, en efecto, como todo aquello que inventamos los seres humanos para satisfacer nuestras necesidades y deseos y a través de lo cual nos humanizamos -nos construimos a nosotros mismos-, y que comprende tanto nuestras creaciones materiales como inmateriales, simbólicas y afectivas.

Uno de los propósitos de las humanidades es preguntarnos por el sentido y la dirección -los desvíos, las contradicciones, los costos- de esa aventura humana. Ésta lleva la marca de lo que llamamos la Civilización (el Progreso, la Modernidad), que se presenta como habiendo entrado en una modalidad automática, técnica, posideológica, pensada de una vez y para siempre, que parece no necesitar ya de interrogación, justificación y negociación alguna de su significado o su rumbo, aun si apenas consigue disimular sus desiguales resultados materiales y sus bases ideológicas -como ocurre con cualquier declaración de asepsia, neutralidad, desinterés, universalidad, etcétera-.

Otra utilidad de las humanidades reside en participar en una conversación social -porque la universidad no es el único lugar de pensamiento- para hacer un aporte a partir de tradiciones y formas particulares de “objetivar” la experiencia humana y de pensar el sentido de la existencia, que históricamente han dado lugar a -y decantado en- disciplinas: el estudio del lenguaje y las creaciones verbales, el estudio de la historia a partir de múltiples rastros y registros, el estudio de las formas de vida, propias y ajenas, etcétera. También en espacios interdisciplinarios mediante los que se pretende recoger aquello que queda de lado, que cae en las sombras y se halla en los bordes de los campos y las disciplinas, por aquello de que cada foco de luz produce su cono de sombra y cada perspectiva sus puntos ciegos. Esto es especialmente aplicable a los estudios humanísticos -y más aun al lenguaje-, puesto que son una construcción humana mediante la cual pretendemos conocer otras construcciones humanas, y así nunca podemos situarnos realmente fuera de lo que estudiamos.

Detrás, o en la base, de la práctica de las humanidades -que existen en el mundo, no en el aire- se hallan una serie de premisas y proyectos, histórica y geográficamente variables y cambiantes. En el Renacimiento europeo, y luego en el Neoclasicismo, la premisa y el proyecto eran recuperar un sentido perdido e ideal de hombre que se encontraba en la Antigüedad (en Grecia, en Roma). La Ilustración y la Modernidad buscaron la respuesta en el futuro, no en el pasado. La humanidad ideal o utópica no había existido nunca: era algo a construir. El proyecto consistía en, metódicamente, deshacer el edificio de la civilización tradicional y en su lugar construir otro, nuevo, capaz de hacer posible y abrigar la libertad verdadera, la emancipación de la persona respecto de las tradiciones, las viejas creencias, los instintos, las tinieblas.

En el siglo XX sobrevino lo que se llamó el proyecto crítico; crítico de esa misma Modernidad, de sus promesas no cumplidas, de sus horrores nuevos y peores, de la Ilustración devenida mito ella misma, aun en ropaje de ciencia o progreso. En unos casos tal crítica surgía desde dentro mismo del proyecto moderno, como en los casos del marxismo, la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, el feminismo, el posestructuralismo. En otros, desde los bordes y reversos de ese proyecto, o desde su exterioridad -lo que era invisibilizado, negado por éste-, como proponen, entre otros, el discurso de la negritud o el proyecto decolonial.

Desde la segunda mitad del siglo XX a esta parte, esas nuevas sensibilidades, movilizaciones y proyectos, que emergieron como respuestas a los proyectos históricos del siglo XIX (liberalismo, socialismo), fueron articulados y codificados por el proyecto y discurso de la promoción y defensa de los derechos humanos, entendidos como una serie de condiciones para que todos podamos vivir como personas. Se propone la construcción de una civilización aún por venir -una utopía-, centrada en la persona y en la vida digna, según se definen en una serie de principios, documentos, acuerdos y leyes que seguimos negociando y que aceptamos como medida y hoja de ruta.

Hasta el siglo XX, las humanidades estaban encuadradas por los discursos de la Latinidad y la Modernización. A partir de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, pero también de las luchas anticoloniales (en África, Asia y América), los movimientos de mujeres, o contra las dictaduras y la persistencia de la explotación y la exclusión, los derechos humanos empiezan a cobrar fuerza como forma de presentación en público, criterio de juicio y de legitimación y argumentación de demandas. ¿Qué implicaciones tienen los derechos humanos para las humanidades y cuáles son sus aportes en ese sentido?

Puesto que el yo -que piensa, investiga, enseña- es un efecto y un dispositivo social, para empezar permite descorrer el velo y jugar a cartas vistas respecto del lugar y el proyecto desde donde se habla: desde qué discurso y proyecto social, en nombre de quiénes, desde qué lugar y experiencia se hacen preguntas o se establecen criterios de juicio, a santo de qué.

En segundo lugar, nos obliga a remontar una serie de prejuicios y prácticas históricas que atentan contra el reconocimiento y la dignidad de las personas y de pueblos enteros. La dominación económica y política también necesita ejercer su control sobre las subjetividades y el conocimiento. Esos prejuicios llevaron a imaginar que la aventura humana tiene un solo origen, una sola trayectoria y un solo destino; que unas experiencias -unas personas, pueblos y culturas- sí son parte de esa aventura y otras no; que hay que tomar en cuenta sólo unos registros y significados y no otros; que unas creaciones culturales son atendibles y otras descartables.

Como consecuencia, las humanidades hoy se han lanzado en busca de la huella y el significado de la experiencia humana en un sentido múltiple, más allá de las culturas metropolitanas y los escritos de unos pocos espíritus selectos. Así, por ejemplo, las obras literarias son una forma de imaginar la experiencia de la humanidad, de simbolizar el mundo, de construir significados, pero no agotan el relato ni la imaginación de la vida. Igualmente, las humanidades estudian y leen a contrapelo esas obras, en busca de sus trabajos ideológicos, sus conceptos-trampa, sus efectos y función social. Otras veces, van más allá de los autores y otras formas de control y gestión de significados, para investigar cómo las sociedades hablan sordamente a través de aquellos textos, o lo que los lectores hacen con ellos. También toman en cuenta otras formas simbólico-discursivas, verbales y no verbales, escritas y no escritas, mediante las que las personas elaboran sus experiencias, valoraciones, sentimientos y deseos. Así, vamos conociendo y aprendiendo de una serie más diversa y contradictoria de registros y simbolizaciones, más allá de lo que hasta hace poco tomábamos en cuenta, comprendíamos o imaginábamos.

Problematizar los contornos de lo que consideramos la experiencia humana y ampliar nuestra sensibilidad para captar otros registros y significados es sólo una parte. Las humanidades tienen además otro gran aporte que realizar, que es problematizar, complejizar y enriquecer el discurso de los derechos humanos.

Aparte de estar en proceso y en disputa -no hemos llegado al fin de la historia-, los derechos humanos son la expresión contradictoria y no resuelta de un choque de proyectos históricos incompatibles: las revoluciones burguesas, las rebeliones antiesclavistas, los levantamientos campesinos, las revoluciones socialistas, los movimientos anticolonialistas y feministas, etcétera. Aun en pleno siglo XXI, seguimos asistiendo al intento de unos y otros por hacer un uso selectivo, a conveniencia, de los derechos humanos, lo que está expresamente prohibido, puesto que éstos son indivisibles, inalienables, universales, y no se puede garantizar la integridad de la persona si se violenta siquiera uno de sus derechos.

Por ser los derechos humanos una creación cultural, las humanidades también tienen un papel fundamental que jugar en cuanto a repensar el concepto de persona, a construir nuevos derechos y a imaginar otras formas de vida, precisamente sobre la base de profundizar y ampliar nuestra conciencia y apreciación de la experiencia humana en toda su extensión y diversidad y de los significados de la existencia, según los recoge la cultura, que es nuestra materia.

Gustavo Remedi

Doctor en Literatura Hispanoamericana y en Estudios Comparados de Sociedades y Discursos (Universidad de Minnesota), y profesor en el Departamento de Teoría y Metodología Literaria y en el Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos.