La nueva iniciativa del Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo, institución experimental que no posee una sede fija, se materializa en la sala grande de la Fundación Unión, oscureciéndola y dotándola de enormes parlantes y de una serie de proyecciones de video sobre paredes: se trata de una especie de sinfonía audiovisual del artista islandés Tumi Magnússon, de extensa y variada trayectoria. Luego de deambular un rato entre los videos, escuchando los sonidos que cada uno de ellos emite en forma independiente (aunque se combinen en el éter por la proximidad de los difusores) y que quedan -en forma inversamente proporcional al tamaño de woofers y tweeters- casi susurrados, toma sentido el título orquestal de la exposición: Largo-presto. Porque pese a la contundencia visual de la instalación, lo que rige el juego es evidentemente lo sonoro, y en particular el tempo, que el islandés decide disparar -en un crescendo sutil pero inexorable- desde un largo (unas 40-60 pulsaciones por minuto) a un presto (entre 168 y 200), es decir, tocando “casi” los extremos, que serían larghissimo y prestissimo (o sea, generalmente, menos de 24 y más de 200 pulsaciones por minuto).

Las ocho acciones representadas en las proyecciones son exiguas fracciones de escenas cotidianas, en perfecto estilo minimal. Así, en la secuencia propuesta por el recorrido “lineal”, es decir, entrando y empezando a mirar de izquierda a derecha (recorrido que, una vez terminado, probablemente se desdibuje volviendo, de forma errática, a uno u otro lugar, como nos pasó a varios asistentes), nos encontramos con un individuo cuyo tórax se infla y desinfla llamativamente y que golpea con su dedo índice, inquieto, sobre una mesa; con una señora que camina por la calle entre autos y “verde”; con una barquita en el medio del mar; con unas gotas que caen en una suerte de tanque lleno de agua; con un hombre que, munido de una piqueta, martilla con vehemencia un largo corte de madera; con la puerta de una valla que oscila sin cerrarse, pero pegando contra la cerradura; con un señor que, para armar una mesa de madera, clava algunos clavos; y con una mujer que hace footing en algo que se parece a un parque.

No me explayé en esta extensa descripción por puro placer, sino para poder ordenar lo que propone el artista en aparente desorden: de ninguna de las personas se puede ver el rostro (sólo, muy parcialmente, el de la corredora), todas están atareadas en acciones entre las categorías “ocio y tiempo libre” (el ansioso, la paseante, la deportista) y “trabajo” (los dos “carpinteros”), aunque Magnússon siembre cierta ambigüedad: tal vez la deportista sea atleta profesional, y los carpinteros, empleados de banco que se deleitan los domingos entre sierras y martillos, y así los demás. Mucha indeterminación. De todas formas, tenemos un pequeño muestrario de anónimos gestos cotidianos concentrados en sus automatismos y aislados de cualquier narrativa. También el fragmentarismo domina donde no hay presencia humana: en un caso el movimiento parece garantizado por la naturaleza (el viento que mueve la puertita), mientras que el origen de las gotas que caen del cielo permanece indescifrable; la barca, al revés, es motorizada, pero no se puede ver quién la conduce y parece ir sola. Es como decir: no todo es tan claro y simple como aparece y, a la vez, es muy claro y muy simple.

Empero, como anticipé, el aglutinante de este pequeño universo de sucesos que se repiten, en loop, es el sonido: la pulsación rítmica del goteo, de la martillada, del ruido del motor, etcétera, ha sido maniobrada por Magnússon y ajustada, de manera que mirando cualquiera de los videos le podemos asociar el sonido de otro, en un ejercicio técnicamente perfecto de sincronización. Cierto estupor se produce al sentir (y ver) precipitarse el ritmo audiovisual, aceleración que deshilacha el sentido de cada movimiento para volver, ordenada y prontamente, a la normalidad, no sin dejar margen al público para que “sufra” cierto efecto hipnótico. Tras un empleo de su material audiovisual llano pero estratificado, austero pero envolvente, la instalación tiende a ubicarnos en una dimensión metafísica cercana al holismo, donde todo se armoniza. Finalmente, aun sin llegar ahí -vale decir, a terrenos un poco peligrosos por su cercanía al misticismo- Largo-presto se puede leer como espécimen rotundo de un insólito minimalismo optimista.