Uno de los secretos de Marvel Comics para crecer en ventas y sobrepasar a su competencia de DC Comics, a fines de los años 60 y en los 70, fue diversificar su oferta para -en coincidencia con los orígenes de la agenda de derechos- dirigirse a diversos grupos en vez de apuntar siempre al imaginario promedio. Convencida de que las historias de superhumanos eran atractivas para todas las culturas desde los días de Gilgamesh y Hércules, la editorial empezó por crear al primer superhéroe negro -Pantera Negra, lanzado en 1966 tres meses antes de la formación del revolucionario Partido de los Panteras Negras, y como éste, reivindicador de las raíces africanas-, y luego héroes hippies y deportistas (Silver Surfer), psicodélicos y ocultistas (Dr Strange) o motoqueros (Ghost Rider, que evocaba simultáneamente a los populares acróbatas motorizados como Evel Knievel y a los marginales pandilleros de los Hells Angels), sin dejar de atender a corrientes musicales como el disco (con Dazzler) o el punk (para lo cual cambiaron el aspecto y la filosofía de Storm, integrante de los X-Men). Esta diversificación no sólo apuntaba a lo indumentario y superficial, sino también al clima y las historias que preferían los adeptos a cada cultura vinculada con los personajes. Pero a la vez -y ésta es una característica muy propia de Marvel- los personajes más terrenos existían en el mismo universo donde otros héroes se tiraban planetas por la cabeza, cruzándose de vez en cuando pero manteniendo cierta independencia estilística.

Esta tendencia ha sido continuada, en forma aun más explícita, en la separación entre los productos audiovisuales de Marvel orientados al cine y a la televisión. Mientras que los primeros apuntan a las superproducciones repletas de efectos especiales y criaturas imposibles (Los Vengadores, Thor, Guardianes de la Galaxia), aun con cierta reserva de verosimilitud (Iron Man, Capitán América), las series se mueven más bien en lo cotidiano y lo policial (aunque siempre con la presencia de lo extraordinario), lo cual es perfectamente lógico en relación con los costos de producción de cada producto. Aunque ya había algunas series de bajo perfil en otros canales (Agentes de S.H.I.E.L.D., Agent Carter), el inquieto canal Netflix llegó a la conclusión de que las de Marvel funcionan mejor en un universo relacionado y continuo, y emprendió la creación no de una sino de cuatro, basadas en personajes menores -pero ampliamente conocidos- de la escudería de héroes más bien domésticos de la firma. El primero (y el más popular a priori) fue Daredevil, acróbata ciego, neoyorquino y de origen irlandés creado por Stan Lee en 1964 y vagamente emparentado con Batman. La serie, reconvertida en un policial noir muy en el espíritu que Frank Miller le dio en los 80, fue un éxito de crítica y público, así que Netflix decidió agregar tres personajes más, perfectamente coherentes con un universo de héroes urbanos. Dos de ellos eran producto de modas de los años 70, el indestructible Luke Cage (alias Power Man), creado en 1972 e inspirado en el universo semimarginal de las películas blaxploitation de su tiempo, y Iron Fist (de 1974), en sintonía con las películas de kung fu. Mientras se espera el debut televisivo de estos dos personajes, Netflix decidió lanzar al más reciente y menos convencional del paquete: Jessica Jones.

Creada en 2001, Jones tenía como distintivo ser una heroína retirada, que en los cómics ha dejado de usar (a no ser que la obliguen) su superfuerza para dedicarse a su familia y su hijo (producto de su pareja con Luke Cage). Un personaje de jeans y remera que en cierta forma discute toda la parafernalia de mujeres superpoderosas de Marvel. En su versión televisiva, Jessica Jones no es tan doméstica, aunque sí reclusiva y renuente a usar sus poderes. Luego de haber sido manipulada por un villano con poderes mentales llamado Kilgrave, la Jones de Netflix es una mujer joven con profundos traumas, semialcohólica y descuidadamente sexy, que descubre aterrada que Kilgrave, a quien creía muerto, está de nuevo en Nueva York para vengarse de ella. Los diez episodios de la primera temporada de Jessica Jones narran el lento cocinarse del enfrentamiento entre Jones -interpretada por la intensa Krysten Ritter- y el realmente terrorífico Kilgrave (el británico David Tennant, quien supo ser uno de los más populares Dr Who), que se da en forma muy sutil, con escasa violencia física (incluso Kilgrave no aparece físicamente hasta el quinto episodio) y con el énfasis puesto en describir la compleja personalidad de Jones, sus primeros encuentros con Cage (un imponente Mike Colter) y sus interrelaciones en una Nueva York actual pero tan llena de mugre y drogadictos que parece haber vuelto a los años 70.

El resultado es atrapante. Con pocos recursos espectaculares se las arregla para que sea difícil ver de a uno los episodios. Si la violencia es escasa, para compensar la serie abunda en sexo (más bien cubierto, pero de alto contenido sensual) y presenta un clima aun más noir que el de Daredevil. Siendo justos, habrá que esperar hasta que las otras series complementarias sean estrenadas para evaluar el alcance de este experimento narrativo de Netflix (¿cuándo un canal ha interrelacionado cuatro series a la vez?), pero por ahora se presenta como una alternativa atractiva para quienes no estén esperando grandes cataclismos cósmicos. De hecho, la serie lo aclara explícitamente en el cuarto episodio, cuando la hija de una víctima de la batalla final de la primera película de Los Vengadores intenta eliminar a Jones por creerla parte de ese grupo de superhéroes peligrosos e hiperdestructivos. Tras desarmarla, una irritada Jones le espeta: “¿Y yo qué tengo que ver con eso? ¿Por qué no le reclamás a Hulk o al tipo vestido de bandera americana?”. Y no, no corresponde reclamarle a Jones: viene de la misma familia, pero es definitivamente distinta.