El crítico estadounidense Harold Bloom debe ser la única persona en este planeta que puede decir que su oficio es el de “escritor de cánones”. Desde que en 1994 saltó a la llamada “guerra de los cánones” -una discusión académica acerca del corpus generalmente estudiado y enseñado en Occidente como el más representativo de la obra literaria mundial- con su libro El canon occidental, ya ha editado cuatro libros “canónicos” más, dedicados a géneros más específicos como el cuento, el ensayo, la novela y, en esta última entrega, la poesía. Pero posiblemente sea un error considerar este quinto volumen de los cánones bloomianos como una continuación más específica de lo que estaba expuesto en términos generales en El canon occidental, ya que se trata de una obra muchísimo más subjetiva y que en ocasiones hasta contradice a aquel libro, ya que, por ejemplo, vuelve a incluir autores como William Shakespeare, John Milton y Pablo Neruda y sin embargo deja afuera a figuras del calibre de Dante, Goethe y Pessoa que, lógicamente, estaban presentes antes.

El subjetivismo es explícito y casi descarado; aun si se le considera un canon de la poesía posromántica, predominantemente de habla inglesa y esencialmente del siglo XX -lo que disculparía las ausencias groseras de Li Po, Góngora, Mallarmé y Leopardi, por nombrar cuatro escándalos al azar-, la selección de Bloom no sólo no apunta al equilibrio precario de un auténtico canon, sino que parece guiado por el capricho más puro. Por lo menos es evidente que al autor no le gustan mucho las vanguardias y mucho menos los movimientos, así que no dedica palabra alguna al futurismo, el surrealismo, el hermetismo italiano, los poetas de Black Mountain o la generación beatnik. E incluso ignora por completo, aunque su nombre asome aquí y allá, a figuras claves de la modernidad poética del siglo pasado. ¿Quién puede tomarse en serio un canon poético que no dedique un apartado a Rilke, Pessoa, Maiakovsky, Saint-John Perse, Ungaretti o Alexandrie? Incluso si para ellos corre la excusa del lenguaje que mencionamos al principio (no haber escrito en inglés, la primera lengua de Bloom), hasta el menos etnocéntrico de los lectores anglosajones debe haberse desesperado al notar que tampoco merecieron un capítulo los dos principales -o al menos más revolucionarios- poetas de habla inglesa de los últimos 100 años, TS Eliot y Ezra Pound. El arrogante Bloom ni se molesta en excusarse, y está claro, en las menciones pasajeras a esos dos colosos, que conoce y valora la obra de ambos, pero da la impresión de que simplemente no tenía ganas de escribir sobre ellos.

El canon occidental era un libro al que se podía combatir, completar, reorganizar y discutir por completo, ya que se proponía sin la menor modestia como un punto de referencia de las distintas posiciones cuestionadoras de la tabula rasa posmodernista y las excusas berretas del relativismo cultural. No presentaba una verdad revelada e indiscutible, sino simplemente un mojón, un límite, una colección de textos a los que el consenso académico e intelectual -que, mal que le pese al posmodernismo ramplón, es el ámbito en el que realmente se sabe de literatura, un conocimiento en el fondo tan objetivo como cualquier otro- consideraba realmente esencial para definir no sólo las letras de Occidente, sino toda su cultura. Se puede decir que El canon occidental no se diferenciaba gran cosa de los centenares de listas de “las mejores películas de...”, “los diez momentos del año” o “diez cantantes que marcaron el siglo”, que se han multiplicado como liendres en las páginas de internet (e incluso en la prensa supuestamente seria), y que en general parecen haber sido escritas por un barrabrava que intenta levantarse a una profesora de secundaria. Pero la diferencia entre esos textos despreciables y el libro de Bloom -una diferencia esencial que el autor no necesita mencionar- es, justamente, que fue Bloom quien escribió ese libro, y que es su nombre de erudito el que lo valida. Algo con lo que el crítico mataba dos pájaros de un tiro, porque así no sólo le permitía a su considerable ego autoerigirse como árbitro de la literatura de Occidente, sino que -de paso, cañazo- todo el libro podía considerarse un gran dedo del medio en alto que el estadounidense le mostraba al posestructuralismo francés -corriente de pensamiento odiada con pasión por Bloom, quien considera a sus seguidores algo así como estafadores infiltrados en la academia (“la escuela del resentimiento”, los llama)-. Al ser el nombre de Bloom lo que realmente legitima a su canon, puede considerarse la existencia de este libro una refutación práctica de la teoría de la “muerte del autor”, popularizada por Barthes y Foucault y luego exagerada hasta el ridículo por sus epígonos menos aventajados.

Pero aquella batalla (ganada, perdida o empatada, según a quién se le pregunte) que era central en El canon occidental parece ya lejana en Poetas y poemas: el canon de la poesía, libro al que su propia subjetividad caprichosa convierte en un texto más relajado y hedonista, y menos combativo. Han pasado años -que son mucho tiempo en un debate académico-, y parece que el crítico estadounidense simplemente aprovechó la etiqueta de “el canon” para ofrecer algo que -aunque esté implícito para el lector atento- debería llamarse “El canon de la poesía que le gusta a Bloom”, lo cual, por supuesto, no es un canon, a no ser que se considere al crítico neoyorquino una suerte de mesías literario. No lo es, claro está, y su gusto es muy discutible, pero a pesar de ello sigue siendo un excelente crítico.

Teniendo en cuenta esto, Poemas y poetas... debería leerse más bien como una colección de ensayos breves sobre poetas de primera línea, en su mayoría anglosajones, escritos por un analista y exégeta sin dudas brillante. En este aspecto, incluso el radical subjetivismo de Bloom juega a su favor, al funcionar como introducción a la obra de escritores como Jean Toomer, Sterling A Brown y WS Merwin, cuyo trabajo no es de los más conocidos en el mundo hispanohablante. En todo caso, la selección es rigurosa (con las acotaciones mencionadas) y, como podía esperarse de Bloom, completamente highbrow y antipopulista. Es decir, en esta ocasión no se trata de un libro con el que comparar gustos ni contra el que boxear, sino de algo sumamente disfrutable para los no muy numerosos lectores de poesía, o para los simples afectos al análisis cultural exquisito e incisivo. De canon, nada.