A principios de la década del 30 en Hoboken, Nueva Jersey, el adolescente Francis pasaba horas pegado al aparato que era furor en Estados Unidos: la radio. Estaba hipnotizado por la voz de Bing Crosby, al punto de que tenía fotos del famoso crooner en su cuarto. Quería cantar, y trataba de emular la voz de su ídolo hasta en la ducha. Pero a sus progenitores, inmigrantes italianos que habían llegado a la terra promessa en busca del sueño americano, no les gustaba mucho la idea; sobre todo a su padre -del que heredó los ojos celestes-, un siciliano recio que trabajaba de bombero, no dominaba el inglés y se llamaba Antonino Martino Sinatra. “Cantar es para afeminados” es la frase que según la leyenda le espetó don Sinatra a su hijo.

De cualquier manera, el joven Frank, que había nacido el 12 de diciembre de 1915, no le hizo mucho caso a su padre y se convirtió en una de las grandes voces del siglo XX. O quizá mucho más: en La Voz. Pero lo cierto es que Frank Sinatra está en el podio, junto con Elvis Presley y Carlos Gardel. Porque el tipo no hablaba entonando, ni gritaba ni susurraba, cantaba. No componía, no era un trovador ni un portador de la verdad revelada; movía sus cuerdas vocales por el placer de la interpretación. Y se notaba, ya sea en una buena balada, como la clásica “Over the Rainbow” -de las primeras que grabó para el sello Columbia, en 1947-, o en las típicas demostraciones del swing jazzero de una big band, como en las geniales “I’m Gonna Live Till I Die” y “That’s Life”.

Los años dorados

Pero si hay un período de la carrera musical de Sinatra que vale la pena repasar a 100 años de su venida al mundo es el segundo lustro de la década del 50, cuando grabó para el sello Capitol. En particular, los discos In the Wee Small Hours (1955) y Songs for Swingin’ Lovers! (1956), que suelen incluirse en cualquier lista que destaque lo mejor del siglo pasado en materia discográfica. Editados en una época en la que todavía el single (con una canción de cada lado) era el formato de difusión musical más importante, ambos discos representaron uno de los primeros esfuerzos por explotar las posibilidades de un long play más allá de hacer un simple rejunte de singles, lados B y temas descartados; es decir, dotar al disco de una línea temática que lo atravesara, un “concepto”.

En In the Wee Small Hours, un Sinatra con su voz más madura que nunca -rondaba los 40 años- se despachaba con baladas de pop y jazz tradicional arropadas por los ajustados arreglos de Nelson Riddle -quizá el conductor y arreglador más fino con el que trabajó La Voz-. El álbum atraviesa los distintos estados del amor de ayer y de siempre. “Pensé que encontraría a la chica de mis sueños. / Ahora parece que así es como termina la historia: / ella me va a rechazar y decir / ‘¿no podemos ser amigos’?”, canta en “Can’t We Be Friends?”. En “What Is This Thing Called Love?” pregunta: “¿Qué es esa cosa llamada amor? / Esta cosa extraña llamada amor / ¿Quién puede resolver su misterio? / ¿Por qué debería convertirme en un tonto?”.

La temática amorosa volvería recargada en Frank Sinatra Sings for Only the Lonely (1958). El título del disco ya lo dice todo: “Frank Sinatra canta sólo para los solitarios”. En cambio, Songs for Swingin’ Lovers! es una demostración de swing de pura cepa y bien para arriba, ya desde el arranque, con la irrupción de los vientos de “You Make Me Feel So Young”; y es difícil no creerle cuando canta eso de “Tú me hacés sentir tan joven, / me hacés sentir que hay canciones para ser cantadas”. Aunque sin duda la canción del disco es “I’ve Got You Under My Skin”, un tema que no necesita presentación.

Pero si hay una canción del período Capitol -aunque también hay una versión más vieja grabada para Columbia- que define el estilo interpretativo de Sinatra quizá como ninguna otra es la balada “I’m a Fool to Want You” (una de las poquísimas en las que el cantante aparece en los créditos como coautor). Pese a cierta pomposidad en los arreglos orquestales, cuando arranca a cantar Sinatra, su voz de barítono macho alfa va directo al pecho como patada de Éric Cantona, y demuestra eso que no se compra en la farmacia: clase. El tipo maneja la intensidad a placer y mantiene la exquisita textura de su voz como si fuera fácil. Bob Dylan grabó una versión de la canción para su último disco, Shadows in the Night (2015) -un homenaje a Sinatra-, pero escuchar “I’m a Fool to Want You” en la versión del bardo de Duluth es como admirar El juramento de los Treinta y Tres Orientales, de Juan Manuel Blanes, en una hoja A4 impresa por una Epson blanco y negro de 1991.

En los 50 Sinatra ya era un ícono de la cultura estadounidense (e incluso había ganado un Oscar como Mejor actor de reparto por su papel en De aquí a la eternidad, de 1953, dirigida por Fred Zinnemann). Pero en 1957 un fantasma que recorría Estados Unidos se materializó y amenazó su liderazgo como máxima figura de la canción popular yanqui. El rock and roll fue barriendo todo a su paso, y Frank arremetió desde la revista Western World con una de las diatribas más famosas contra el naciente género (citada en el libro Anti-Rock, de Linda Martin y Kerry Segrave): “El rock and roll huele a postizo y falso. Es lo cantado, tocado y escrito en su mayor parte por unos matones cretinos, con sus casi imbéciles reiteraciones y sus letras maliciosas, lascivas -de hecho, obscenas-, [...] ha logrado ser la música marcial de cada delincuente con patillas sobre la faz de la Tierra. [...] Es la forma de expresión más brutal, fea, degenerada y dañina que he tenido el disgusto de oír”.

Las mujeres aquellas

“Me gustaría que Frank Sinatra simplemente cerrara la boca y cantara”, dijo Lauren Bacall. La actriz de mirada felina fue una de las tantas que pasaron por el dormitorio del cantante, al que parece que le tiraban las actrices más que las mujeres de cualquier otra profesión: estuvo casado con Ava Gardner (1951-1957) y Mia Farrow (1966-1968), entre otras, pero también se tomó su tiempo para andar con una muchacha rubia llamada Norma Jeane Mortenson, más conocida como Marilyn Monroe.

De sus idas y vueltas con mujeres existen kilos de mitos. Sinatra: Behind the Legend (1997), la extensa biografía que escribió J Randy Taraborrelli, afirma que en 1954, cuando Frank estaba en crisis con Gardner, y Monroe no andaba mejor con su flamante esposo, el legendario beisbolista Joe DiMaggio, la blonda se fue a vivir un tiempo con el cantante. Al parecer, éste no se propuso tener relaciones con Marilyn, pese a que ella tenía la libertaria costumbre de pasearse completamente desnuda por la casa -quizá apenas abrigada con la famosa gota de Channel N° 5-, pero una madrugada Sinatra se despertó, fue hasta la cocina y la encontró frente a la heladera, con un dedo en la boca, tratando de decidir qué jugo tomar. “Oh, Frankie, no sabía que te levantabas tan temprano”, le habría dicho ella, en una escena de flirteo digna del Hollywood más paloma, y según un “amigo cercano” que cita Taraborrelli, fue contra la heladera.

Malas juntas

Al principio de la película El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), Michael Corleone (Al Pacino) le cuenta a su novia que el cantante Johnny Fontane se liberó de manera poco ortodoxa del contrato que lo unía al director de una orquesta: como éste no quería terminar el compromiso por las buenas, el gángster Luca Brasi le puso el caño de un revólver contra la cabeza.

Antes de lanzar su primer disco, The Voice of Frank Sinatra (1946), La Voz cantaba en la big band de Tommy Dorsey, pero no estaba muy de acuerdo con el sueldo que recibía y quería liberarse de su contrato. Años después, el mafioso Guarino Willie Moretti, presunto padrino de Sinatra, se jactó de que él le había puesto un revólver en la cabeza a Dorsey para que pusiera fin al contrato del cantante. En 1951 dejó de jactarse por un buen motivo: lo acribillaron a balazos mientras comía plácidamente en un restaurante.

Según el mito, cuando Mario Puzo escribió El padrino se basó en Sinatra para el personaje de Fontane (que tiene mucho más protagonismo en el libro que en la película), pero las supuestas conexiones de Frankie con la mafia tienen más idas y vueltas que sus relaciones con mujeres. Él nunca habló de las acusaciones que lo vinculaban con esa organización, e incluso negó insistentemente el episodio contado por Moretti. Omertá, le llaman los sicilianos que están en la movida.

Algunos de los nenes más famosos con los que se relacionó a Sinatra fueron los hermanos Joe y Rocco Fischetti, de la banda de Al Capone, y Lucky Luciano. Esos nombres aparecen una y otra vez en el libro The Sinatra Files (de Tom y Phil Kuntz, 2000), que recoge archivos del FBI relacionados con las actividades al margen de la ley del mítico cantante. O dentro de ella, como una “fiesta indiscreta” con el entonces senador John Kennedy.

A su manera

“¿Qué es un hombre? ¿Qué tiene? / Si no se tiene a sí mismo, entonces no tiene nada. / Decir las cosas que realmente siente / y no las palabras de quien se arrodilla. / La historia muestra que aguanté los golpes / y lo hice a mi manera”. Así rezaba la última de las estrofas que escribió Paul Anka -pensando en Sinatra- en 1968, para una nueva versión de “Comme d’habitude”, una canción francesa editada un año antes. Si bien luego de su etapa dorada Frankie siguió grabando canciones que se convirtieron en himnos (como “Strangers in the Night” y “Fly Me to the Moon”), ninguna quedó tan indeleblemente identificada con La Voz como “My Way” -aunque ya tenía 54 años cuando la editó-. Y ninguna otra letra representaría de forma tan icónica su vida. Parecía hecha a medida.

“My Way” sigue peleando por el trono de “la canción más versionada de la historia” junto con “Yesterday”, de The Beatles. La lista de músicos que hicieron su versión es tan disímil que la integran Elvis Presley, Estela Raval, María Martha Serra Lima, Los Tres Tenores, The Gipsy Kings, Sid Vicious y Andrés Calamaro -este último con un traspaso al reggae muy a su manera-.

Sinatra se enfrentó al telón final la noche del 14 de mayo de 1998, luego de sufrir un ataque cardíaco. Aunque la ambulancia llegó al hospital más rápido de lo habitual, porque más de 70 millones de estadounidenses estaban encerrados en sus casas mirando el capítulo final de la serie Seinfeld, los médicos no pudieron hacer nada.

En estos tiempos de omnipresente pop chicloso y de canciones insulsas sobreproducidas que no tienen nada que ofrecer, los 100 años de su nacimiento son una buena excusa para dejarse llevar por esa voz única y hacer sonar un par de discos del viejo Frank. Es una oferta que usted, querido lector, no podrá rechazar.