Una herida abierta, el peor abismo. Imposible discutir sobre cine en Uruguay sin considerar, de alguna manera, la distancia abismal entre los procesos de producción y los de recepción. El (mito del) uruguayo cinéfilo de las décadas pasadas es, sin duda, un tipo de exorcismo. Pero hay otros tipos, más productivos, que deciden apropiarse de la recepción y cortar allí, por el lado más doliente, para transformar lo visto en trama proteica, para volver propio lo ajeno, por obra de la mirada y su puesta en escritura.

Aunque quizá pequemos de excesivo afán clasificatorio, es viable identificar, entre las publicaciones uruguayas, una línea de investigación que entrelaza las producciones extranjeras con los espacios de exhibición nacionales. El cine, en síntesis, incrustado en la pura y dura geografía vernácula. En esa tendencia se inscribe la reciente publicación del periodista e investigador Álvaro Sanjurjo Toucon, Los programas hablan. El libro tiene una genealogía que podemos rastrear en el ameno Montevideo y sus teatros (1988), de Pablo Montero Zorrilla; perseguir entre las líneas caóticas y exhaustivas de Salones de biógrafo y cines de Montevideo (1993), de Rafael Vanrell Delgado; y saborear en Función completa, por favor. Un siglo de cine en Montevideo (2005), de Osvaldo Saratsola.

Alberto Candeau, en sus palabras liminares a la obra de Montero Zorrilla, entendió la “historia material” de las salas montevideanas como instrumento vital, para aficionados y especialistas, a fin de “esclarecer […] la historia física y artística de nuestros teatros […] en sus espacios escénicos, en su geografía toda”. En la misma línea, Jorge Abbondanza, en su introducción al libro de Vanrell Delgado, elaboró sobre celuloide y espacio: “Ocurre con el cine lo que también sucede con el teatro: la misma palabra sirve para definir el espectáculo que se ofrece y la sala que lo alberga, como si en esa duplicación existiera una voluntad identificatoria para demostrar que el medio expresivo no puede sobrevivir sin el recinto donde ejerce su capacidad de sugestión. Y entonces la pasión cinematográfica se vuelca sobre las películas pero asimismo sobre los espacios que las proyectaban, convencida de que tanto el contenido como el envase deben ser depositarios de la antigua lealtad”. La duplicación, entonces, como embrollo lingüístico, como homenaje oblicuo y, en definitiva, como gesto funcional a la apropiación nacional. Para Saratsola, prologado por un parco Homero Alsina Thevenet, historiar el cine en Uruguay es -principal, pero no exclusivamente- organizar la narrativa por salas (fundaciones, variaciones y quemas).

Sanjurjo Toucon agrega a esa relación con los lugares otra dimensión amorosa: el rescate del programa de mano, joya de la ephemera cinematográfica. Los programas hablan reproduce, de manera facsimilar, programas de cine uruguayos desde los años 20 a los 60, “de las céntricas salas de estreno y de los míticos cines de barrio”, reza la contratapa. La lógica organizadora es todavía la de las salas, pero no en su dimensión más sólida (del ladrillo, de su arquitectura), sino en la más precaria (de lo que ellas daban: ese papel destinado, en la mayoría de los casos, a una sola mirada). El diseño del libro, además, coloca ese repertorio valiosísimo (por su variado diseño gráfico, la presencia de fotografías de escena, los comentarios breves y eficaces a las películas que presentaban, la presencia de publicidades, desde la de Cinzano a la de Bock Imperial, “la gran cerveza de invierno”) en la privilegiada página impar y, a partir de él, se despliega lo que cada objeto encierra sobre la cultura y la historia del cine en el país.

Primer enigma: Adelina Guzmán (abierto)

El primer programa parlante corresponde a una función del miércoles 5 de agosto de 1931, en el cine Adelina Guzmán. Sanjurjo Toucon titula el texto que lo acompaña “El enigma de Adelina Guzmán”, y es una buena muestra del tono general del libro. “Cuando en 1929 la empresa Glücksmann inauguró el cine ‘Glücksmann Palace’ en la avenida 8 de Octubre, homenajeaba implícitamente a los propietarios de la misma, conocidos distribuidores y exhibidores instalados en ambas márgenes del Plata. Dos años más tarde, la empresa ‘Adelina Guzmán’, daba su nombre al cine que funcionaría en la entonces Av. Agraciada (hoy Libertador) 1888, entre Nueva York y Asunción. La sala, empero, habría iniciado sus actividades en lejanos tiempos, probablemente en 1913, con el nombre de ‘Palace’, denominándose posteriormente ‘Parisien Cinema’, ‘Palace’ nuevamente, y ‘Adelina Guzmán’, entre junio de 1931 y setiembre de 1932, siendo luego cine ‘Agraciada’ y quizás nuevamente ‘Palace’ en 1936, según contradictorios datos recogidos separadamente por los investigadores Vanrell Delgado y Osvaldo Saratsola”.

La cita, aunque larga, da cuenta del seguimiento escrupuloso de los datos relacionados con la historia y nomenclatura del espacio, pero también de la tensión existente entre los resultados que uno y otro investigador proporcionaron en los libros antes citados. Apostando a otros misterios, Sanjurjo Toucon sigue: “De quien nada sabemos es de la enigmática Adelina Guzmán, en cuya sala, al igual que otras actividades recreativas (especialmente los bailes y también el fútbol) se practicaba una suerte de discriminación favorable al sexo femenino y a los menores de edad, en cuanto al precio de las localidades […]. Acrecentando el enigma en torno a Adelina Guzmán, ya se trate de la dama así llamada o de la sala, el programa anuncia: ‘Todos los jueves ADELINA GUZMÁN lujosas toilette - Nuevo reparto”. El texto sigue transitando por el programa y los títulos presentados (el lector curioso deberá abrir el libro en la página 16 para saber qué se vio ese día) y termina preguntándose/nos “¿Quién fue Adelina Guzmán?”.

Segundo enigma: la trágica datación del film sobre Dionisio Díaz (cerrado)

Los programas hablan es sitio de homenajes. En la dedicatoria inicial se leen, tras las latinas “in memoriam”, los nombres de José Carlos Álvarez, Oribe Irigoyen y Jaime E Costa, amén de los ya citados Vanrell Delgado y Saratsola. Pero la deferencia no se queda en el umbral: el libro entero es diálogo con estos investigadores que forjaron, por décadas, distintas narrativas sobre el cine nacional.

Interesa, a propósito de diálogos, el apéndice final, “De la colección de José Carlos Álvarez Olloniego”, debido a la donación de ésta al autor por parte de Carlos Álvarez Pérsico, hijo del investigador. Allí se sintetiza, a partir de los mismos programas, la actividad de Álvarez y se introduce otro enigma: “Mayoritariamente, se ha coincidido en señalar 1929 como año de producción de El pequeño héroe del arroyo del Oro, hay quienes sostienen, de acuerdo a referencias en la prensa de la época, que sería de 1932. Una incógnita a dilucidar”. La cita, como la de Guzmán, es muestra de varios mecanismos. Para empezar, de lo que podríamos pensar como una historia “oficial” instalada que, sin discutir el origen de las fuentes citadas, construye una red de citas recíprocas cuyo origen se pierde en el tiempo, funcionando sin datos comprobables (el “mayoritariamente” no supone la existencia de diferentes documentos, sino la datación a posteriori del film y, a partir de ella, una cadena de reiteraciones del dato). Pero también es muestra de las inquietudes de Sanjurjo Toucon sobre la validez de ese mismo sistema: no es casual que se preocupe por mencionar el año 1932 como producto de “referencias en la prensa de la época”. En efecto, sin citar sus fuentes, la bibliografía existente sitúa la película en 1929 -sólo algunos ejemplos: La filmografía uruguaya 1898-1973, de Margarita Pastor Legnani y Rosario Vico de Pena; La historia no oficial del cine uruguayo (1898-2002), de Manuel Martínez Carril y Guillermo Zapiola; y la Historia y filmografía del cine uruguayo, coordinada por Eugenio Hintz y Graciela Dacosta, que agrega a la mención de ese año un signo de interrogación-.

A diferencia del enigma de Guzmán, dilucidar esta incógnita es posible. Y aquí, por mis investigaciones sobre cine silente en el país, estoy directamente involucrada. Tres tipos de fuentes indican, sin ambigüedades, que la película de Carlos Alonso es de 1932. La cobertura en la prensa de la época es la más inmediata (por ejemplo, el 15 de marzo de 1932 se anuncia en El País la exhibición privada de la película, un tipo de proyección usualmente realizada antes del estreno en cines comerciales), y es corroborada por los primeros programas de mano conservados (de 1932 o posteriores, como el que aparece en Los programas hablan). La segunda es de carácter bibliográfico: la publicación Monumento al Pequeño Dionisio. Iniciativa del departamento de Treinta y Tres por moción del ex edil Carlos Alonso (1953), en la que aparece una amplia cobertura de las proyecciones en todo el país, iniciadas en 1932. Y, por último, una entrevista con Hilda Quinteros, que era bebé cuando interpretó en ese film a Marina Ramos Díaz, la hermana salvada por el pequeño héroe. En 2011 Quinteros, hoy fallecida, me contó generosamente lo que su madre le había relatado de la filmación y confirmó aquello que las otras fuentes gritaban desde hacía tiempo: nacida en noviembre de 1930, cuando interpretó el personaje -me dijo- tenía un año y medio.

Yapa

Como los libros anteriores de Sanjurjo Toucon publicados por Ediciones del Cuartito (La vida proyectada y Cine, política, sociedad), el diseño es particularmente cuidadoso y atractivo. Pero Los programas hablan, adherente a su dulce programa fetichista, agrega otros aparatos: ofrece, juguetón (además de una postal y un marcalibros con su propia portada), la reproducción facsimilar de algunos programas de mano. Autónomos respecto del libro, cada uno de ellos brinda un simulacro de la relación, tan compleja, del coleccionista con el objeto de su deseo: cada folleto suelto, más que los que integran el libro, será a un tiempo delicia y martirio de coleccionistas.