-Dos días, una noche (Deux jours, une nuit), de Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne. En un panorama de crisis económica europea, a los obreros de una pequeña fábrica belga se les da a elegir entre no cobrar su habitual prima anual de 1.000 euros y el despido de una colega. El lapso aludido en el título es el que tiene la mujer amenazada por el desempleo para convencer a sus compañeros de trabajo de que sacrifiquen ese dinero (que todos necesitan) para que ella no pierda su trabajo. El metraje transcurre mayormente en los diálogos consecutivos de Sandra con sus colegas, pretexto para un estudio de personalidades y para un desempeño actoral maravilloso de Marion Cotillard (a tono con el rendimiento excepcional de todo el reparto). Es sobre todo una película política que, en forma excepcionalmente cálida, convoca al esfuerzo colectivo, a la opción por el bien común y por una cultura de solidaridad.

-Whiplash, de Damien Chazelle, 2014. En un 2015 caracterizado por unos premios Oscar blandos, lo único realmente memorable, lo único de todos los films nominados que perdurará en la memoria, es la actuación de JK Simmons encarnando a Fletcher, una versión jazzera del sargento de Full Metal Jacket (Stanley Kubrick, 1987). Varios elementos podrían discutírsele a la historia, en particular aquellos que atañen a la conversión del espíritu siempre lúdico y colectivo del jazz en la celebración de una disciplina cuasi atlética, de entrenamiento militar, autístico y obsesivo, pero todo reparo ético se desploma ante la agilidad y elegancia del montaje, una serie de frases y momentos icónicos (el “te estás apurando o te estás quedando” del tiránico director de orquesta), y uno de los finales musicales elegíacos más emocionantes que se hayan filmado en las últimas décadas.

-Sicario, de Denis Villeneuve. El ascendente director canadiense Denis Villeneuve se destaca tanto por su seriedad temática como por sus delicadas elecciones estéticas en relación con la cinematografía general sobre la que narra sus historias. En Sicario consigue una de esas obras perfectas, enrarecidas, en las que la iluminación es tan importante como los diálogos y, bajo la pátina de una historia policial de narcos y policías, hay una visión negrísima de un país convertido en una jungla salvaje. Una película en la que la violencia impregna cada fotograma y en la que de una simple escena con un retén policial bajo el zumbido de las luces de la carretera emana una tensión inexplicable, que no necesita estallar para hacerse presente y ominosa. En Sicario el norte de México es una tierra donde ya ocurrió el apocalipsis pero el Estado todavía no se dio cuenta, y su descubrimiento como territorio de lobos es el verdadero tema de esta mirada oscura y pesimista.

-Adiós al lenguaje (Adieu au langage), de Jean-Luc Godard. El Godard octogenario preserva intacta la capacidad de maravillar con el poder de su mirada, su bombardeo cuestionador de los sistemas de significación, su inventiva. La anécdota, muy opaca y fragmentaria, es sobre todo un eje conductor para articular un complejo juego de rimas y espejos. En esta película aparece el uso más intenso, vívido, libre y creativo del 3D que se haya probado, combinado con un enfoque apasionado y tierno del arte de ver. También están intervenidos, en forma provocativa, insolente y juguetona, el sonido multicanales y la posproducción de color. Lo arbitrario y lo precario del signo están constantemente señalados, y el todo genera una emoción contradictoria: hay un fuerte componente de desencanto y melancolía, junto a una celebración y revelación de belleza, exquisitez, placer y amor.

-Berberian Sound Studio, de Peter Strickland, 2012. Los giallos italianos fueron en los años 70 el reservorio de exploración estética más radical en lo que refería a las distintas posibilidades de imaginar y representar asesinatos. Fruto de la irrepetible dinámica comercial y artística de aquellos tiempos, el género descendió en relevancia y calidad en las últimas décadas (hacía cada vez más hincapié en su corteza sensual y violenta, al tiempo que se perdía su tono más experimental), pero en Berberian Sound Studio se retoma la posta, y se llega a una reformulación y expansión de las posibilidades del género que terminarían allanando el terreno para experimentalísimos neo-giallos posteriores, como L’étrange couleur des larmes de ton corps (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2013). Uno de los films más evocativos que se hayan hecho sobre el ominoso poder del sonido, Berberian Sound Studio se mete como pocas obras en el oscuro mundo de las escalas, en el que los repollos y las sandías que se machacan en un estudio de grabación para darles soporte sonoro a sesos destrozados y cuerpos que se caen de las ventanas en las películas que el protagonista se encarga de editar van perdiendo su distinción formal, metiéndonos en la terrorífica zona gris entre la violencia real y la representada.

-Intensa-mente (Inside Out), de Peter Docter. La historia básica es intimista: la crisis psicológica de una púber. Pero lo grueso de la acción tiene lugar en la mente del personaje, en cuyo interior cinco emociones básicas, antropomorfizadas, encarnan una versión analítica de los procesos que vive la niña. Con el brillo técnico y la inventiva sobresaliente de las producciones de Pixar, esta película de animación es un viaje visual y poético que gana visos de saga cuando dos de las emociones se pierden en el mundo de la mente y deben hallar su camino de vuelta entre recuerdos, abstracciones, islas emocionales que se derrumban y el “tren de pensamientos”. En una época en la que la tristeza y la angustia tienden a ser estigmatizadas y tapadas, esta obra compleja reivindica el papel fundamental de la tristeza en la integridad personal de todo ser humano.

-Mad Max: furia en la carretera (Mad Max: Fury Road), de George Miller. Se habló mucho del indudable contenido feminista subyacente en este film y de su rara cualidad de desplazamiento del rol central del héroe que protagonizó las tres películas anteriores de Mad Max; pero todo eso no pasa de ser virtudes temático-estructurales extra en una película que es, sobre todo, una fiesta de los sentidos y de la violencia estilizada hasta su punto de mayor belleza. Mediante un argumento ínfimo se desarrolla un despliegue circense en el que el veterano director australiano George Miller da lecciones a diestra y siniestra de cómo armar la puesta en escena de una película de acción sin que los movimientos y la geografía se vuelvan difusos o tramposos. Narración eminentemente visual, con diálogos escasos y precisos, Mad Max: furia en la carretera resultó muy superficial y rústica para algunos, pero es un viaje a la médula ósea del cine, en un raíd de destrucción espectacular que sólo puede ser realmente apreciado dentro de un cine.

-Leviatán, de Andréi Zvyagintsev. Desde hace varios años Andréi Zvyagintsev explora en su cinematografía el legado que queda entre los hijos y los padres del comunismo. Luego de El regreso (2003) y de la impecable Elena (2011; en la que el bebé que nacía al final era la encarnación de la nueva Rusia gobernada por el poder del capital), Leviatán trae una historia mínima de corrupción en la que el espectador se enfrenta a un entramado de tejes y manejes de los que no parece haber salida. Un mundo vil, montado frente a la mirada severa de los cristos de la iglesia ortodoxa, que parecen continuarse en el omnipresente retrato de Vladimir Putin en las oficinas de todos los magistrados. La imagen del esqueleto de ballena que aparece al cierre alude claramente al ser mitológico bíblico que da nombre al film, pero uno no sabría decir si esa imagen obedece a la noción de un ser que sigue entre nosotros pese a que sólo podemos ver su esqueleto (el poder de las antiguas figuras del comunismo), o si es, por el contrario, una referencia al contrato social planteado por Thomas Hobbes (quien escribiera Leviatán), que a esta altura del partido quedó resumido a sus huesos. Las dos interpretaciones son igualmente terribles, pero Zvyagintsev parece decir: “Esto es Rusia, ¿qué esperaban?”.

-Puro vicio (Inherent Vice), de Paul Thomas Anderson. A pesar de la enorme ambición artística de adaptar una novela de un escritor del calibre de Thomas Pynchon, Puro vicio resultó ser un film de muy bajo perfil y la película más modesta de Paul Thomas Anderson desde su debut en Hard Eight (1996). Pero un Anderson casi a media máquina es de cualquier forma uno de los mejores -y el más personales- de los cineastas estadounidenses de la actualidad, y las escenas en las que la película consigue abrir los ojos, empequeñecidos por la bruma de la marihuana y de una revolución cultural (la de los años 60) que se volvía progresivamente amorfa, están entre lo mejor que haya filmado nunca el director. Una película que no estimula mucho a volver a verla, pero que gana muchísimo si, de todos modos, lo hacemos.

-Mientras somos jóvenes (While We're Young), de Noah Baumbach. Es probablemente el director que ha tomado de forma más actual e inteligente el legado de Woody Allen. En Greenberg (2010) y en Frances Ha (2013) ya presentaba adultos jóvenes entrañables que se enfrentaban a problemas actualísimos vinculados con la desorientación existencial, sin incurrir en la ridiculización o el tono celebratorio de las slacker movies. En Mientras somos jóvenes redobla la apuesta, haciendo que el centro de la narración sea el choque cultural entre los antiguos integrantes de la generación X (que rondaban los 20 años en los 90) y los millennials de la actualidad. Lejos de quedarse en las caricaturas, Baumbach explora las falencias, trampas y promesas realizadas y postergadas de las dos generaciones, sin colocarse de uno u otro lado, pero, sobre todo, sin perder la ternura. Si sigue en esta línea, el tiempo lo colocará como uno de los más ajustados comentaristas de una generación que todavía no llegó a delinearse de forma definitiva.