Injustamente, el común denominador de la crítica suele considerar a Nanni Moretti como el Woody Allen italiano. La injusticia no viene tanto por el lado de la apreciación de valores, sino más bien por ciertas diferencias sustanciales en referencia al contenido que esconde, en un caso y el otro, la forma de lo neurótico.

Los dos directores, que gustan de aparecer en cámara en gran parte de sus películas (aún cuando eligen a actores que, de una manera u otra, los interpretan a ellos mismos), siempre se caracterizan por sus modos nerviosos, con una neurosis encapsulada en monólogos en los que siempre hay algo tan desesperado como desesperante. Sin embargo, detrás de estas cavilaciones suele arreciar algo distinto, un horizonte ético diferente.

Parecido no es igual

En la mayoría de los films de Woody Allen -más que nada los de su década dorada, y sobre todo obviando lo que ha hecho en los últimos 15 años- el discurso neurótico llegaba a un terreno de libertad (mínima, tierna, a su manera), como una rueda que se desprendía por el desgaste que sus giros ocasionaban sobre el mismo eje. Era, de cierta manera, una forma de encontrar un pacto con esa neurosis, de aceptarse un poco como es y encontrar ese viso de humanidad tapado por el biombo de los traumas sexuales y el miedo a la muerte. Es el Allen de “tenés que tener un poco de fe en la gente” al final de Manhattan (1979), el Allen cuyo sentido de la vida cambia al ver Sopa de ganso en Hannah y sus hermanas (1986), incluso el Allen actor (no director) que hace las paces con su alter ego en Play it again, Sam (Herbert Ross, 1972).

Con Moretti la cosa es diferente, las cavilaciones suelen girar alrededor de un punto de indefinición existencial que obliga al protagonista a tomar una decisión (pero siempre una que lo va a cambiar por completo), o a enfrentar un dilema que va más allá de él mismo, y cuya posibilidad de resolución involucra, más que hacer tablas con su neurosis, un enroque, lograr que algo aparezca en los límites de su pensar y comportarse. En la obra del italiano, esos puntos de indefinición han sido amplios y a veces ni siquiera estrictamente individuales. Más que nada, lo que hace a las películas de Moretti bellas y únicas es la manera que tiene de filmar ese caos vital, poblándolo con personajes que entran y salen entorpeciendo al protagonista en su búsqueda, y agregándole a esto digresiones por fuera de la narrativa del film, fundición entre ficción y realidad, rotura de la cuarta pared, juegos con el formato y con diversos lenguajes cinematográficos.

En La habitación del hijo (2001), aun siendo el más parco y contenido de los films de Moretti, el hondo y durísimo proceso de lidiar con la muerte de un vástago se entrelazaba con los excéntricos pacientes que atendía el psicoanalista en duelo.

En Habemus Papam (2011) la indecisión vital corría por parte de un papa católico recién elegido que no quería asumir su cargo, entremezclándose este periplo con una batería de ocurrencias del director, entre ellas un campeonato de vóleibol entre cardenales y obispos.

En Querido diario (1993), el proceso interior involucrado -al menos el principal en una película caleidoscópica, que tocaba temas tanto personales como de la más íntima italianidad- era la muerte propia, figurada en una enfermedad frente a la cual no se llegaba a un diagnóstico definitivo.

En Aprile (1998) eran los dilemas existenciales vinculados con estar próximo a ser padre, un proceso que Moretti entrelazaba hábilmente con el de la realización cinematográfica y con una inminente victoria electoral de Silvio Berlusconi. Palombella Rossa (1989), su obra más redonda y totalizadora, la auténtica perla de la filmografía de Moretti, contenía todas sus temáticas en un mismo film: un partido de waterpolo que funcionaba como metáfora de la pérdida de rumbo del Partido Comunista Italiano, y que a la vez era una reflexión sobre el pasado de Moretti (quien fue jugador profesional de dicho deporte), el cine, la condición idealizada de la madre y la italianidad.

El duelo en ciernes

Llegamos así a su película de este año, Mi madre, en la que Moretti parte de una temática similar y complementaria a la de La habitación del hijo: el proceso del duelo, sólo que esta vez se trata del duelo de una hija en relación con la muerte de su madre, en vez del de un padre ante la muerte de su hijo. Mientras que en La habitación del hijo ese duelo debía construirse desde cero, debido a la irrupción de una tragedia, en Mi madre orbita en torno a la muerte anticipada, el ajuste de cuentas entre el pasado y presente (y, tal como dice la madre al final de la película, “el mañana”).

Quien debe encarar ese duelo en el film es Margherita (Margherita Buy), una directora de cine de conciencia social (lo pomposo del término tiene que ver con el estilo de las películas que monta), que debe intercalar el lento y hondo proceso de decaimiento físico y mental de su madre con el caos constante de un rodaje. Al plantel se le agrega el mismo Nanni Moretti, en el papel de un hermano mucho más apocado y dedicado (en algunos aspectos, es frente a su madre todo lo que quiere ser Margherita sin lograrlo) y John Turturro, encarnando a Barry Huggins, un actor estadounidense en decadencia que aporta los elementos más estrambóticos y absurdos al desarrollo del film.

Los juegos típicos de Moretti están ahí, no con la efusividad de obras anteriores como las ya mencionadas Palombella Rossa o Aprile, pero aun pudiendo intercalar situaciones en las que se funden recuerdo, pasado e imaginación, sin zaguanes de por medio.

En una escena, por ejemplo, vemos a la madre llegando en auto al lugar donde se desarrolla el rodaje de su hija. Margherita, increpándole que no tiene permitido manejar, toma como comportamiento aleccionador subirse al coche y chocarlo repetidas veces contra una pared. La irrupción de lo absurdo de la escena es tan súbito que no queda claro si aquello es recuerdo o imaginación, pero todo pasa por el rostro angustiado de Margherita, como ocurría con el pontífice indeciso en Habemus Papam, o con el mismo Moretti cuando, en Aprile, soñaba con hacer un musical sobre un pastelero trotskista, cuando en realidad tenía que estar cubriendo el proceso electoral.

Las películas de Moretti, en esta dinámica, parecen justamente emular un elemento clásico en los sueños, que es la irrupción constante de elementos externos que van postergando e intrincando una acción sencilla (pensemos, por ejemplo, en la simple voluntad de juntarse a comer que nunca llega a concretarse en El discreto encanto de la burguesía, de Luis Buñuel). En esta procrastinación de la tarea en sí también hay cierto tono lúdico alrededor de los múltiples ensayos de ir segmentando espacios de la vida con alguien, que trae a la memoria Reyes y reina, de Arnaud Desplechin. En estos círculos concéntricos, este montaje y desmontaje de recuerdos, imágenes y miedos, pareceríamos ir rellenando nosotros mismos, junto a Margherita, el puzle de su madre.

Quizás el elemento más flojo es el asunto metacinematográfico en sí, en el que no pocas veces Moretti se ha mostrado muy diestro, pero que en este caso no llega a dar del todo en el blanco. Hay cierto chiste sobre las coproducciones con Estados Unidos, un instante en el que la protagonista realiza un monólogo sobre lo vacuo de algunos de sus discursos, otra instancia en la que se debate sobre el sadismo en el cine, e incluso un chiste recurrente sobre herméticos consejos acerca de la dirección de actores, pero nunca llega a entenderse del todo bien cómo se encadenan esos elementos con el proceso de duelo en relación con la madre.

Más allá de este detalle que le resta un poco, el final, curiosamente emocional y anticlimático al mismo tiempo, termina por confirmar otro acierto del director, uno de los más atinados en lo que se refiere a esos momentos en que la mano se agarra fuertemente de la baranda.