Más de uno pensó que era un chiste de mal gusto del Día de los Inocentes: “Se murió Lemmy”, se escribieron rockeros de todo el mundo y recibieron respuestas de incredulidad. ¿Lemmy, el de Mötorhead, el que había cumplido 70 años en Nochebuena, haciendo que miles de metaleros y punks brindaran por él y no por el hijo del carpintero de Belén? ¿No era indestructible?
En realidad la salud de Ian Lemmy Fraser Kilmister venía dando señales de fragilidad desde hacía más de un año, luego de que tuviera que disminuir su ingesta alcohólica (pasando del whisky al vodka) por recomendación médica y de que tuviera que suspender, completamente descompensado, un recital en Texas durante su última gira. Sin embargo, la causa de su muerte no fue su cascoteado hígado ni su sobreexigido corazón, sino un agresivo y fulminante cáncer que le había sido diagnosticado apenas cuatro días atrás.
Aunque su época de gloria fueron los años 70 y 80, Lemmy era un hijo de los 60, cuando siendo muy joven se convirtió en una figura habitual del ámbito rockero inglés, que vagabundeaba por el estudio de Apple, tocaba en diversas bandas, hacía pequeñas tareas de dealer y trabajaba como plomo de formaciones como la Jimi Hendrix Experience. Guitarrista rítmico de origen, Kilmister se pasó al bajo para tocar en la legendaria banda de space rock (una no muy continuada combinación de hard rock y psicodelia) Hawkwind, en la que, a pesar de su ingreso tardío, adquirió rápidamente un rol central con su demoledora forma de tocar el bajo (usaba más bien acordes y no tanto escalas de notas sueltas) y su llamativa presencia escénica: llegó a cantar el principal éxito de la banda, “Silver Machine”.
En cierta forma, la existencia de Mötorhead se debe al celo de la policía de narcóticos estadounidense, que dejó detenido a Lemmy en la frontera con Canadá durante una gira de Hawkwind. Sus compañeros debieron suspender varias fechas y decidieron echar a ese bajista que robaba cámara y atraía problemas, algo que Lemmy nunca les perdonó. De regreso en Inglaterra, decidió armar un nuevo grupo que, manteniendo el gusto de Hawkwind por las estructuras de boogie futurista, simplificaba los arreglos y apretaba el acelerador, bautizándola como el último tema que el bajista había compuesto para Hawkwind y que sería reversionado en forma rabiosa por la nueva formación: Mötorhead (“cabeza de motor”, como llamaban los motociclistas a los adeptos a las anfetaminas, la droga favorita de Lemmy).
Aunque por su aspecto y sus elecciones tímbricas la banda fue clasificada desde el principio dentro del género del heavy metal (donde se la veía con recelo por lo rústico de sus performances), Lemmy siempre fue honesto acerca de sus raíces y objetivos creativos, y declaró que su modelo jamás había sido Black Sabbath -la banda que definió el sonido, la estética y la imaginería del metal- sino los desaforados antecesores del punk MC5, un grupo de hippies politizados de Detroit que siempre sonaron como si su objetivo fuera ensordecer a todo el mundo (incluyéndose a ellos mismos) y que espiritualmente tenía más en común con el punk que con el metal de los 80.
La música de Mötorhead deriva tanto del blues como del heavy metal, pero nunca llegó a la fusión con las estructuras de la música clásica y progresiva a la que se orientó el metal a partir de los 70, sino que, volviendo la mirada atrás, retomó el formato de canción de rock de los 50, acelerándolo y amplificándolo hasta el paroxismo. En lo conceptual y lo musical, la mayor diferencia entre lo que hicieron los Sex Pistols y Mötorhead fue que aquéllos ralentizaron los riffs de Chuck Berry y de rockabilly que tocaban, mientras que los Mötorhead los aceleraron. Teniendo en cuenta que emergieron al mismo tiempo que el punk inglés, es un misterio por qué nunca fueron considerados parte de esa corriente, pero en 1977 eran demasiado melenudos, demasiado buenos músicos, demasiado dudosos en lo político y demasiado adultos para sumarse a las huestes del pogo y los alfileres de gancho.
Sin embargo, años antes de que se usara el concepto de cross-over y bandas thrash como Metallica o Anthrax comenzaran a escuchar y versionar grupos de origen punk como Discharge o Killing Joke, Lemmy y sus dos secuaces -la legendaria formación de los 80, completada por el recientemente desaparecido Phil Philty Animal Taylor en batería y Fast Eddie Clarke en guitarra- inventaron un estilo único, pesadísimo, veloz, hostil y extrañamente swinguero, que luego ha sido definido como la cruza de punk, rockabilly y metal que dio origen al thrash, al hardcore y al speed metal, pero que describió en forma exacta el propio Lemmy cada vez que iniciaba un recital con la frase: “Somos Mötorhead y tocamos rock and roll”.
El músico
La discografía de Mötorhead es numerosa, con más de 20 álbumes de estudio y otros tantos en vivo, y para los neófitos puede parecer increíblemente repetitiva. Pero como John Peel decía de The Fall, los Mötorhead eran “siempre iguales, siempre distintos”, y cuando uno empieza a apreciar esa locomotora de boogie acelerado puede distinguir los enormes matices que hay entre la tosquedad garagera del debut (Mötorhead, 1977), el frenesí riffero del clásico Ace of Spades (1980), el raro lirismo (cortesía del guitarrista de Thin Lizzy, Brian Robertson) de Another Perfect Day (1983), los toques acústicos y folk de Overnight Sensation (1996) y el inesperado rejuvenecimiento de The World is Yours (2010). No obstante, a diferencia de lo que pasó con otros visionarios minimalistas como los Ramones, los Stooges o los Cramps, esas cualidades rara vez fueron reconocidas por la crítica musical, que recién en la última década comenzó a acostumbrarse por lo menos a mencionar el demoledor No Sleep’til Hammersmith (1981) como lo que es: uno de los discos en vivo más intensos y enérgicos de todos los tiempos y de cualquier clase de rock. Lemmy jamás se quejó del ninguneo de los críticos; probablemente eran las últimas personas en las que pensaba cuando escribía sus himnos sobre jugadores, motociclistas, marginales y gente que da miedo en general.
Una de las virtudes musicales más evidentes de Lemmy era una que muchos (y sobre todo esos cantantes que forman parte de jurados de canto y nunca van a entender nada) consideraban un gran defecto: su voz. Era un rugido ronco y atonal que parecía el sonido de un marinero intentando comunicarse a los gritos en medio de una tormenta, luego de haber quedado afónico en el estadio. Una atrocidad gutural en medio de la generación de metal inglés a la que fueron sumados a disgusto (y cuyos cantantes se caracterizaban por acumular octavas y agudos), pero que combinaba a la perfección con el sonido de estampida de motocicletas que proponía la banda, y formaba un todo indisoluble con el retumbar tormentoso y distorsionado de su enorme bajo Rickenbacker. Seguramente el nombre de Lemmy es de los últimos que se mencionan al hablar de grandes cantantes de rock, pero fue uno de esos vocalistas que saben que cantar en una banda es una cuestión de sonido, sintonía, expresión y autenticidad (virtudes que le sobraban), y no de andar haciendo gimnasia con la garganta, como los que creen que sostener una nota durante muchos compases quiere decir algo.
El ícono
La frase que más se repitió en los medios al conocerse su muerte fue que “encarnaba más que nadie el concepto de rock”. No había lugar para lo indeciso, lo experimental ni lo impreciso en Lemmy y en Mötorhead, un grupo de músicos contentos de ser lo que eran y de hacer lo que hacían mejor que nadie.
Pero ese convencimiento casi fanático podría haber sido caricaturesco sin el infinito carisma de Lemmy, alguien que siempre provocó afecto pese a lo extremo de su forma de vida y lo intimidante de su imagen. Quizá el secreto fuera su sentido del humor, su capacidad de reconocerse como un fundamentalista del rock y al mismo tiempo encontrarle siempre el lado divertido al asunto. Una de las imágenes más recordadas del bajista está en el ya clásico documental de Penelope Spheeris sobre la escena metalera de Los Ángeles en los 80, The Decline of Western Civilization Part II: The Metal Years (1988), en el que a diferencia de los demás entrevistados -todos haciendo cuanto podían para parecer glamorosos, imbatibles y exitosos- se lo ve filmado a cierta distancia, sobre una de las colinas que rodean Los Ángeles y contestándole con desinterés inmóvil a la directora. Ella, tirándole de la lengua, le pregunta qué piensa de esas bandas de hard rock de chicos bonitos e hiperproducidos (que estaban en las antípodas de la estética de Mötorhead), a lo que Lemmy responde con perfecta flema británica: “Me parecen geniales. Ojalá yo fuera uno de ellos”.
Un personaje con un enorme sentido del humor, siempre listo para admitir que prefería a The Beatles por encima de cualquier banda de rock pesado, que amaba los uniformes y la parafernalia nazi (“en cuestión de uniformes, los malos siempre tuvieron mejor gusto”, solía decir) pero que jamás se dejó infectar por ninguna ideología discriminatoria, que solía ridiculizar su propia fealdad -ese rostro delictivo enmarcado por enormes patillas y adornado por dos enormes verrugas- y mostraba a la vez la seguridad renuente de una de las presencias físicas más impactantes del rock. Ahora fue recordado por muchos como lo que él negó ser en sus canciones: un hombre que hacía música feroz y vivía de forma poco convencional, pero también un tipo divertido, educado y amable. Para demérito de su imagen de vándalo motorizado, un buen tipo. Su único pasaje por Uruguay en 2011 dejó a los asistentes pálidos ante la confrontación con algo que no se escuchaba en estas costas desde hacía mucho tiempo: una máquina de rock con las válvulas al máximo, dirigida por alguien que ya no era un ícono del metal o del punk, sino simplemente de una actitud de intransigencia que ya es infrecuente en el rock que parecía algo nuevo.
Pero el asunto es que Lemmy Kilmister se murió, dejando tristes a miles de pibes solitarios y melenudos que, ahora en minoría, le siguen discutiendo al resto de la clase que el rock es una cuestión de autonomía moral. Chicos de los barrios industriales de Birmingham, de Lanús, de Dresde, de Belo Horizonte, de Lezica, de Shijunku o de Vancouver que sospechan que con la partida de figuras como Lemmy no sólo desaparece una enorme banda de rock, sino también el concepto que dicen que encarnaba: el rock, o lo que supo significar esa palabra.