EL 13 de enero de 2014 se cumplieron 50 años de la muerte de Felisberto Hernández, y su obra ingresó al dominio público. Este escritor atípico y extraño, reconocido como uno de los antecesores del difuso boom latinoamericano, y a quien autores como Julio Cortázar y Gabriel García Márquez consideraron su maestro, sigue cumpliendo la sentencia que escribió Juan Carlos Onetti en 1975 -en una carta desde España-, “nunca fue ni será escritor de mayorías”. Su obra deslumbra no sólo por la extrañeza que traslada a cualquier objeto, sino también por sus múltiples misterios, que pueden asomarse pero jamás revelarse. Y perduran, además, las historias sobre sus giras como pianista de cine mudo, tanto por Uruguay como por Argentina, durante las primeras décadas del siglo XX, y las de sus variadas y complejas relaciones con mujeres.
Mañana a las 20.00 en el teatro Solís la editorial Paréntesis presentará el libro Cartas, en el que se recopila su correspondencia. Además de algunas misivas inéditas, ese volumen incluye notas, fotos, facsímiles de originales, partituras, dedicatorias de conocidos autores -como la de García Márquez en un ejemplar de El amor en los tiempos del cólera-, iluminando a Hernández en su absoluta intimidad. Y según anuncia la editorial, las partituras de composiciones musicales suyas que el libro reproduce nunca habían sido publicadas. El lanzamiento estará a cargo de Walter Diconca, nieto del autor que dirige la Fundación Felisberto Hernández, y del editor Daniel Morena, encargado de la introducción y las notas. La pianista Ludmila Melo interpretará obras para piano compuestas por Fesliberto.
En el libro hay cartas a su familia, fechadas de 1922 a 1948. Desde Río de Janeiro, firmando Frasco, les decía: “Hay tanta felicidad en todo, que no pido sino que dure la mitad”; en otras cuenta su estadía inolvidable en París, junto a su amigo Jules Supervielle. En 1946, desde Blois, escribe: “Lo que me tiene contento sobre todas las cosas es lo de la literatura; una de las dos mejores revistas mensuales pidió uno de mis cuentos; pero los muchachos de la nueva revista que saldrá el mes que viene quieren la primicia para ellos”, y más adelante agrega: “Estoy mucho más mimado y sinvergüenza que en Montevideo”. Alternaba entre cartas “por vapor” y -cuando la economía se lo permitía- “por avión”, se lamentaba porque los extrañaba, a la vez que se sentía maravillado por el mundo parisino, incluso cuando no dejaba de contar con recursos reducidos: “Tendrían que verme haciendo comidas y después lavando todo en el bidé”, o “no llegué a pasar hambre, pero nunca estuve tan apretado”. Nada lo detiene en su incesante recorrido: “Aquí me tienen, de vuelta en Londres donde traté de recorrer, en los 13 días que estuve, lo más que pude; y sin hablar una sola palabra de inglés”.
En las cartas que dirige a su amigo argentino Lorenzo Destoc firma Felis, Felispato o Ego, y habla de sus conciertos en Argentina, de sus fracasos y de su día a día, en un tono que cruza la confesión con la narración de sus proyectos: “Yo, mi querido Lorencete, apetezco ganar dinero, como tantas veces. Pero me largaré a la calle con más alma, si no me quedaré en la calle para siempre, y bastante grandecito”.
Su vínculo con las mujeres merece un capítulo aparte. En 1925 se casó con María Isabel Guerra. Se divorciaron diez años después, y en 1937 se casó con la cultísima pintora Amalia Nieto, de quien se separó en 1943. En París conoció a la española María Luisa de las Heras (alias de África Las Heras), veterana de la Guerra Civil y agente encubierta de la KGB, encargada de seducir al escritor -nada próximo a la izquierda- y utilizarlo para vincularse con la sociedad uruguaya. Felisberto ignoró, hasta su muerte, las actividades de esa mujer, que trabajaba como modista y comerciante para disimular su principal ocupación. Además mantuvo una relación con la escritora y poeta Paulina Medeiros (epistolario conocido a partir de su libro Felisberto y yo), y otra con la pedagoga Reina Reyes. En las cartas a Medeiros se muestra sensiblemente enamorado (“Paulina, amor mío querido”, “locura mía”, “tesora querida”, “Paulinotas”), se lamenta por la soledad y las separaciones momentáneas, elogia la sabiduría de su pareja y habla sobre sus procesos de escritura.
Siguen el intercambio con Supervielle -“si no me vienen ganas de escribir seguiré siendo, sólo, el bebé cebado de Reina Reyes (ya voy en mis 98 kilos)”-; con la propia Reyes; y con su hija, Ana María Hernández. Luego hay dedicatorias a diversos autores e intelectuales.
En 1964, desencantado de la literatura, obeso y dolorido, Felisberto enfrentó la muerte. En una nota llamada “Para que nadie olvide a Felisberto”, Tomás Eloy Martínez recuerda que la última esposa del escritor, María Dolores, contaba que él “esperaba la muerte con curiosidad, temiendo sólo que el cuerpo se le volviera púrpura en el velorio y no fuera posible mostrarlo a las visitas”, casi que volviéndose un personaje de su propia obra. En un fragmento de El caballo perdido se lee: “Mientras yo no había dejado de ser del todo quien era y mientras no era quien estaba llamado a ser, tuve tiempo de sufrir angustias muy particulares. Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos”. Así, este libro que compendia sus cartas no es otra cosa que la reversión de su memoria, de sus recuerdos, e, incluso, de sus paraísos perdidos.