Al entrar al Ramón Collazo el jueves, se podían ver amplios espacios vacíos en las butacas de la parte baja, que hacían suponer que el recital de Morrissey no había tenido una gran convocatoria. Sin embargo, al bajar un poco, se notaba que un grupo muy numeroso de asistentes había decidido no ocupar esas butacas. Había todo un foso de distancia entre ellos y el escenario, pero no parecía preocuparles mucho. Al menos estaban unos metros más cerca de su ídolo.

Este tipo de reacciones provoca desde hace muchos años Steven Morrissey, uno de los artistas pop ingleses más venerados e influyentes que hayan surgido en Reino Unido luego de la explosión autodestructiva del punk, y una de las pocas estrellas maduras capaces de generar una devoción entre sus fans adultos similar a la que las adolescentes tienen por sus ídolos teenagers.

Había muchos de estos fans adultos en el Teatro de Verano: cuarentones que descubrieron en su momento un espejo en la confesión y la furia de canciones como “Still Ill”, “I Know it’s Over”, “Panic” y “Half a Person”, pero también muchos jóvenes con la mitad de esa edad, que tanto pueden haber conocido tardíamente a The Smiths como haber llegado directamente a Morrissey por alguno de sus numerosos discos como solista. En todo caso, había una multitud expectante, tan ansiosa como van a estarlo los rolingas que dentro de unos meses asistan a ver a los Stones.

Tenían buenos argumentos para estarlo: no sólo ninguna banda inglesa desde los Sex Pistols tuvo una repercusión como la de The Smiths en la Inglaterra de los últimos 30 años, sino que además Morrissey puede haber llegado a Montevideo en su madurez, pero no en su decadencia. La gira que lo trajo es la misma que lo ha llevado a los principales escenarios de todo el mundo, y el espectáculo ofrecido fue -si no tan opulento como el de alguna banda más populista- de primera calidad y tan digno del Madison Square Garden como del Luna Park.

Un show de primera que tuvo, inevitablemente, menos temas de The Smiths que los que uno hubiera querido. Se limitaron al clásico inaugural de la banda, “How Soon is Now?”, “This Charming Man”, “Meat is Murder”, la tensa y pesimista “What She Said” (una sorpresa, ya que no es precisamente de lo más conocido de su repertorio) y la definitiva “The Queen is Dead”, todas ellas interpretadas en versiones ásperas y punkeadas, que suplieron en energía los inimitables floreos guitarrísticos de Johnny Marr. La intercalación de estas canciones con el material reciente de sus discos solistas dejó claras las diferencias musicales: las primeras son mucho más concisas, gancheras y bien estructuradas en lo compositivo, mientras que el resto adolece muchas veces de melodías vagas, compensadas en parte por arreglos más variados y voluptuosos, que frecuentemente incluyen elementos melódicos y tímbricos ajenos al rock y a la música anglosajona, entre los cuales se destacó un formidable solo de guitarra casi flamenca del multiinstrumentista Gustavo Manzur. De cualquier forma, la discografía solista de Morrissey es amplia y contiene suficientes temas de la calidad de los de su banda anterior como para llenar cualquier show; algunos de esos temas (“Suedehead”, “Every Day is Like Sunday”, “Speedway”) fueron aplaudidos con el mismo entusiasmo con que se hubiera recibido “Bigmouth Strikes Again”.

Dejando de lado la ausencia de Marr, la banda actual de Morrissey es mucho más amplia en sus recursos y de mayor capacidad técnica que The Smiths (algo que se puede confirmar escuchando las antiguas y más bien desprolijas grabaciones de éstos), contando con, además del asombroso Manzur (que tocó guitarra acústica, teclados, trompeta y una especie de corno africano, y cantó algunas estrofas de “Speedway”), un violero rítmico formidable como Boz Boorer -frecuente coautor del repertorio de Morrissey como solista- y un baterista demoledor como Matthew Ira Walker, integrante por un tiempo de The Smashing Pumpkins.

Pero no hay nadie en el escenario capaz de disputarle (a pesar de la generosidad con la que deja lucirse a los músicos) el centro de atención a Morrissey, un frontman de los que no aparecen todos los días. Es un cantante -un crooner- realmente excepcional, al que es difícil encontrarle influencias muy marcadas, salvo tal vez las de las estrellas de la generación glam, como David Bowie, Steve Harley o Brian Ferry (a su vez más influenciados por los baladistas europeos que por la escuela original de cantantes de rock y rhythm & blues). A los 56 años, no parece haber perdido casi nada de su poderoso registro de barítono, tan claro que permite a cualquiera que maneje decentemente el inglés entender a la perfección sus elaboradas letras, pero además es un performer inquieto que, sin hacer elaborados pasos de baile, se desplaza cómodamente por el escenario, y un maestro del histrionismo de mediano alcance. Sin hacer una teatralización ampulosa de sus letras, expresa física y facialmente los sentimientos de cada una de sus canciones, como si su clara dicción dejara lagunas. Además, sólo habló lo suficiente para agasajar al público, sin dorar demasiado la píldora. Un profesional, digamos.

Y también un activista: ya desde antes de que la banda subiera al escenario, un collage de clips explicaba las coordenadas artísticas e ideológicas en las que se mueve Morrissey, yuxtaponiendo actuaciones de sus ídolos musicales -desde The Ramones y The New York Dolls hasta Ike & Tina Turner y Charles Aznavour- con imágenes de los festejos por la muerte de Margaret Thatcher y lecturas de poemas a cargo de Anne Sexton y Allen Ginsberg. La pantalla (que en ningún momento fue utilizada para mostrar lo que ocurría sobre el escenario) también se aprovechó para proyectar imágenes de brutalidad policíaca en “Gangland” y varias burlas a la realeza británica.

El momento más polémico del show llegó junto con uno de los temas de The Smiths, el himno anticarnívoro “Meat is Murder” (la carne es asesinato), que Morrissey interpretó en una versión lenta, blusera y furiosa, mientras detrás de él se proyectaba una recopilación de imágenes filmadas en mataderos de distintas especies, sumamente explícita y realmente difícil de ver para cualquiera que aprecie a los animales. Además de la brutalidad repulsiva de esas imágenes, que quienes comemos carne sabemos que son reales pero desplazamos al área de conocimiento no visual y por lo tanto abstracto, el propio desarrollo de la canción realzaba el efecto dramático, con Morrissey desgranando lentamente la letra, para hacerla lo más comprensible posible (“y la carne que tan creativamente freís / no es suculenta, gustosa o agradable / es muerte sin razón / y muerte sin razón es asesinato”), hasta desembocar en una coda del más puro y elaborado noise ambiental que se haya escuchado en el Ramón Collazo (hay que recordar que por allí pasaron The Pixies y Sonic Youth), que de alguna forma amplificaba el efecto revulsivo de lo que se veía en la pantalla. ¿Fue esto algo excesivo para quienes tal vez sólo querían escuchar algunas canciones de pop melancólico? Tal vez, pero se puede pensar más bien que Morrissey es un artista de compromiso reconocido con determinadas causas (tal vez la más notoria sea la del vegetarianismo, pero no la única), y que cree en el uso de sus conciertos como una plataforma para transmitir un mensaje. Algo que el arte popular de hoy en día, particularmente una música pop reducida a su peor estado histórico de insignificancia social, parece haber olvidado, pero que debería seguir siendo una opción válida si se cree en el arte como algo más que simple entretenimiento casual. En todo caso, el mensaje de “Meat is Murder” llegó fuerte y claro.

Pero con todo lo removedor de ese alegato, no hubo momento más sensible que al final del show, cuando Morrissey interpretó la tierna y frágil “Let Me Kiss You” -una canción sobre vergüenza física, deseo y esperanza-, la cual culminó con el torso desnudo y ofreciendo su inseguridad corporal a miles de espectadores ya convencidos.

Morrissey pasó por Uruguay dejando un espectáculo al que todos los asistentes le habrían modificado algo (¿cómo resumir de modo representativo 30 años de brillante carrera en una hora y media?), pero, que más allá de pequeñas frustraciones, fue de lo más impactante que se ha visto en unos años en los que los shows impactantes fueron frecuentes en Montevideo. Si se repite, será igualmente bienvenido.