-¿Cómo conociste a Marosa?
-Cuando iba a publicar un poema en una revista argentina, le llevé a la directora un poema de mi amiga del alma, la Pizarnik. En esa época ella ya estaba en su etapa final, en su torre de marfil; no se movía ni quería saber nada de fotógrafos ni esas cosas. En su prólogo al infinito, digamos. Cuando salió descubrí un poema de Marosa. En esa época ella recién había publicado su octavo libro, Clavel y tenebrario. Vine a Montevideo y la fui a conocer al Sorocabana. Quedé fascinado y empecé a venir muy seguido a visitarla. Fotocopié una de sus cartas para darte...
-“Lamento haberte metido en trabajos, preocupaciones”. ¿A qué se refiere?
-Como le sugerí presentarla en Buenos Aires, eso implicaba mucho trabajo, porque además incluía presentar el libro e invitar a Urdapilleta para que leyera sus poemas con ella. Ella en Argentina es mitológica, y para mí es una de las más grandes del mundo. Yo le decía [recita]: “Marosa, santa rosa de Montevideo, que vengo a verte y te veo, posando después en el agujero del fideo”. Jugaba mucho con ella; éramos almas que se reencuentran. Entonces comencé a venir mucho a Uruguay, y todo se fue cruzando. En el primer ceremonial que hizo -prefiero no usar la palabra “performance” porque detesto todo el yanquilismo ortopédico del lenguaje- presentó Clavel y tenebrario. Y acá dice: “Te voy a llevar 100 libros, valen tantos dólares”, porque era el uno a uno. Al tiempo del underground nosotros le decíamos el engrudo, para jugar con la palabra. Es que nos parecía frívolo. Aunque la frivolidad tiene mucho de candente. Pero así fue como Marosa se transformó en una mitológica de los escenarios porteños. Es que este país tiene una colmena de voces infernal. Marosa es otra cosa. Es como un Durero, un cuadro infinito. Es una epifanía. Me acuerdo de que le llenábamos el escenario de repollos y de cosas que jamás se vieron. Eso era dadaísmo puro. También me acuerdo que ella se pintaba mal las uñas de los pies, y como se le corría [el esmalte], ella lo corría más. Yo le decía “pero Marosa...”. “Mejor -decía ella-, así parece ensangrentada”. En el escenario era Isadora Duncan. Era Janis Joplin. ¡Dios mío! La transmisión oral de los poetas es algo tan sagrado. De acá también amé a Idea [Vilariño], Delmira [Agustini], Juana [de Ibarbourou], [Amanda] Berenguer. Es que todo se fue cruzando. Y como en José Ignacio estaba mi amigo Martín Pittaluga, y me decía que invitara gente, yo llevaba a Marosa, que no quería pisar la arena -“es la piel del mar”, decía-, y a Marthita Gularte, que actuaba en Eufrasio, el primer café-concert de la vuelta.
-Los espacios como el Parakultural no sólo propiciaban esos montajes, sino también el encuentro y la convivencia.
-Claro, Batato era clown y formaba parte del Clú del Claun. Él quiso salir de ese grupo reconocido porque ya le quedaba chico. Ahí se planteó hacer un clownismo diferente al habitual, al heredado ortodoxo. Yo le dije: “Vos sos un clown-literario-travesti”, porque había empezado a asumir su parte gay. Así fue como empezó a usar mis poemas, porque quería utilizar la poesía en su intensidad para lograr que la gente celebrara. Fuimos con Néstor Perlongher a su primer recital [Cuando una gorda recita], que era una premonición de todo lo que vendría. De ese modo incorporó a Marosa, a Adélia Prado, Pizarnik, [Alfonsina] Storni. Cuando se estaba por morir, con Alejandro y Humberto estaba haciendo La Carancha, una dama sin límites. Los invitaron a Montevideo a un festival de teatro: según el argumento, La Carancha transcurría en una estación de trenes, y acá el festival era en una estación. Ahí me dijo: “Qué suerte, voy a unir lo útil con lo agradable. Quiero conocer a Marosa”. Después Marosa me dijo que cuando lo vio en el escenario y en el camarín percibió “algo raro en ese joven”, que “tenía algo que parecía fuera de este mundo”. Y dos días después escuchó por la radio que se había muerto. Pero murió contento, porque había visto la poesía viva.
-A la distancia, ¿qué creés que fue lo que más definió a la década de los 80?
-La consagración de lo obvio, de lo imprescindible. Era bueno ser irreverente y crear puestas muy raras, como en el Parakultural y Cemento, que eran los más emblemáticos. Lo loco era que esos lugares tenían figuras como Batato, Urdapilleta, Las Gambas al Ajillo, Sumo, que recién empezaba, Los Redonditos de Ricota, Attaque [77], porque también se mezclaba el rock and roll, y todos ellos nacieron ahí. Yo fui telonero de casi todos ellos.
-¿Después vinieron Diego Capusotto y Alfredo Casero?
-Ellos son los nietos del Parakultural, la cosecha genial tardía. Vinieron después del proceso [de la dictadura]. Porque yo, por ejemplo, también había participado en el hippismo: empecé con Tanguito cuando nadie lo conocía, y también estábamos con un joven de ojos claros, que después fue Miguel Abuelo.
-¿Dónde se cruzaban?
-Vivíamos por Corrientes, con anfetaminas, en la época del ácido y del pico. Fumábamos marihuana y nadie se daba cuenta. Era 1966, yo tenía 15 años. Y la Policía no jodía. Porque la Argentina siempre tuvo una Policía muy antiputo, la Gaystapo le decía yo. También estaban Luis Alberto [Spinetta], Charly García. Hoy todos son leyendas. La calle Corrientes era un enorme observatorio del futuro, y fue una colmena de la gran cultura popular del rock. Los hippies estábamos un poco aparte. Aunque yo nunca fui muy pacifista, mi amor y paz estaban bien encanutados.
-A Urdapilleta lo conociste en el Parakultural.
-Entró haciendo el personaje de una señora exageradamente chic, y como a la vuelta había un lugar carísimo que se llamaba Michelangelo, preguntaba “¿Esto es Michelangelo?”, y todos decían que no. “Ah, no importa”, respondía, y cuando bajaba empezaba a decir unos poemas de la hostia. Cuando terminó me acerqué, y le dije que como actor era un gran poeta. Pero me respondió que esos textos eran suyos. Y entonces descubrí que era un gran poeta. Desde ese momento me hice muy amigo, y nosotros dos éramos los únicos que escribíamos. Cuando murió, Antonio Gasalla me dijo que quería dejarle al mundo sus números, y les pagó a unos chicos para que subieran [a internet] todas las actuaciones en las que trabajaron juntos. Pero todavía hay que redescubrir mucha poesía inédita suya.
-¿Y hoy? ¿Qué quedó de aquel engrudo?
-Antes los lugares convocaban por sí mismos. La gente quería ir al Parakultural o a Cemento, y ahí descubrían a estas diosas. Ahora ya no están más esos lugares, y los grandes artistas del momento que son de la periferia y no están en el mainstream convocan por sus nombres, a través de las redes sociales. Nosotros hacíamos panfletos y gacetillas, no flyers. Antes el engrudo estaba de moda, y toda la prensa iba a comprobar el suceso. Todos nos publicaban. Ahora ya no, hay muy poco espacio. Por eso las redes y el boca a boca son los que cumplen esa función.
-¿De qué se trata El nudo poético?
-Haré mi derrotero: es una llamarada de diversidades, un carnaval de las almas. Haré un encuentro no muy largo -para respetar el ritmo y el tiempo- y transmitiré a cinco poetas: Orozco, Marosa, Pizarnik, [Amelia] Biagioni y Prado, la única brasileña que traduje. Después hago un pequeño cambio, leo poemas míos, y cierro con un minishow de canciones. Como te dije al comienzo, el Parakultural era la consagración de lo obvio, del poder hacer lo que se quiere. Ahora se vive el rebrote de esa libertad absoluta a través de una poesía vagabunda. Y Uruguay y todos los países tienen la misma patria, la poesía viva. No necesariamente en el libro, sino en la existencia. +