Para alguien menor de 40 años y que no haya cultivado su cinefilia en los videoclubes de películas de antaño o en Cinemateca Uruguaya, puede ser hasta difícil de creer que hasta entrados los años 80 el cine italiano era, mal que le pese al orgulloso cine francés, el único capaz de hacerle sombra a Hollywood. Luego de haber sido punta de lanza de las vanguardias con el neorrealismo de posguerra, los italianos llegaron a su cenit creativo entre la década de los 60 y la de los 70, coincidiendo con los años de oro de Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Dino Risi, Michelangelo Antonioni, Bernardo Bertolucci, Luchino Visconti y todo un contingente de cineastas brillantes y diferenciados entre sí. Y no sólo eso: además Cinecittà y la industria cinematográfica italiana se daban el lujo de tomar prestados géneros tan estadounidenses como el western o el thriller, para recrearlos actualizados en el spaghetti y el giallo, mejorando en ocasiones sus modelos. Las comedias italianas reventaban las taquillas.
Incluso los éxitos de cine de género como Tiburón, Mad Max o las películas de zombis de George Romero tenían sus secuelas (más bien truchas) en películas rodadas en inglés y con actores de apellido anglosajón, pero más italianas que la grappa. Directores de género dementes como Dario Argento, Lucio Fulci o Mario Bava le llevaban varias cabezas de ventaja, en materia de osadía y creatividad, a sus equivalentes de Hollywood, y costaban la mitad.
Pero la crisis económica sufrida por Italia en los años 80, así como la corrupción rampante en el sistema político del país mediterráneo en esos años (junto con el equívoco intento del primer ministro Giulio Andreotti de lograr un cine italiano más comercial), le produjo a la cinematografía de la península un golpe del que jamás llegó a reponerse totalmente, sobre todo porque el hombre encargado de reconstruir la institucionalidad italiana luego de los años de plomo y crisis fue nada menos que el magnate de los medios Silvio Berlusconi.
Pocas figuras han encarnado mejor la maldad y la vulgaridad del capitalismo tardío como el grotescamente apodado Il Cavaliere Berlusconi, un hombre que le hizo un daño a la cultura italiana (y por lo tanto a la cultura europea y occidental en general) aún imposible de evaluar. Durante los años 90, Italia desarrolló una masificación de la peor televisión posible, mientras los viejos popes del cine comenzaban a morir uno por uno y la producción cinematográfica dependía más y más de los caprichos de Berlusconi.
Dentro de esta era de cultura porcina y berreta que será el legado (junto a las orgías de millonarios de mediana edad con prostitutas adolescentes) del Cavaliere para las próximas generaciones italianas, la principal figura que permaneció erguida en la inundación de grasa y sin revolcarse en el chiquero fue posiblemente la del cineasta Nanni Moretti. Un producto cultural de la singularísima cultura del Partido Comunista Italiano (PCI), el más moderno e independiente de los partidos comunistas europeos, Moretti comenzó a desarrollar una obra de corte autobiográfico y discursivo, pero a la vez muy estilizada, que hizo notar rápidamente que se estaba frente a un nombre mayor.
Profundamente politizado, Moretti era capaz de hacer una película como Palombella rossa (1989), que transcurría en su totalidad en un partido de waterpolo (fue jugador seleccionado de este deporte) entre Italia y Hungría, y que en realidad era una discusión acerca de la interna del PCI en proceso de reformulación (increíblemente, esa película es sumamente entretenida a pesar de lo hermético y etnocéntrico de su temática), u otra como Aprile (1997), que trataba simultáneamente del nacimiento de su primer hijo, el ascenso y la caída de la izquierda en el gobierno, la llegada de Berlusconi al poder, y una comedia musical sobre un panadero trotskista (véanla, explicarlo es complicadísimo y es una película extraordinaria). Aprile le regaló, además, una epifanía a la izquierda mundial en la escena en la que un Moretti exasperado le increpa a Massimo D’Alema (ex comunista y por entonces líder de la coalición El Olivo), al que está viendo por televisión en un debate con Berlusconi: “¡D’Alema, decí algo de izquierda!”.
En su siguiente film abandonaría por completo, por primera vez, las intenciones explícitamente políticas, para ofrecer el conmovedor drama de La habitación del hijo (2001), que giraba sobre un tema único y desgarrador: la pérdida de un hijo. Pero como si hubiera tomado impulso con ese descanso emotivo, volvió al combate con Il caimano (2006), que era un ataque de frente contra Berlusconi y su gobierno, frente al que se paraba como declarado enemigo. No sólo en la pantalla, sino también en la calle, donde Moretti se convirtió en uno de los principales portavoces de la oposición al primer ministro y magnate hasta su caída final en 2011, luego de haber gobernado Italia durante cuatro períodos.
Moretti no ha hecho aún una película sobre las ruinas, el vacío y la superficialidad que dejaron detrás suyo aquellos años infames. Posiblemente quien sí lo hizo, aunque elípticamente, fue Paolo Sorrentino con La gran belleza (2013). Pero tal vez, si todo es en cierta forma político, Moretti sí haya hecho ahora su gran película sobre el fin del ciclo de Berlusconi, porque, ¿qué puede haber más hostil a esa cultura del machismo, la irrelevancia social y el consumismo que algo como Mi madre, un film completamente centrado en los vínculos afectivos y sociales, en los sentimientos y en lo que realmente significa la condición humana? En todo caso, Mi madre es una de esas obras que parecen indicar que lo peor pasó y que al cine italiano todavía le queda algo importante para decir.