-Parece que tenía razón Levrero.
-Fue profético, porque cuando él me lo dijo yo no había salido nunca. La última vez que hablé con él, muy poco antes de que muriera, fue cuando lo llamé para contarle que me había ganado una beca de la UNESCO para irme a Francia. Ahí fue cuando me dijo “sos una vagabunda”, porque había estado tres meses en Tokio estudiando japonés. Lo profético es que nunca se imaginó que me iba a quedar a vivir en Francia y luego me iba a ir trasladando de un lugar a otro.
-Viviste cinco años en un pueblo medieval francés y trabajaste en una serie de documentales, transformando tu impronta.
-Después de que murió Levrero, y mientras estaba allá, viví una crisis con la escritura. Con una amiga fotógrafa habíamos hecho un corto documental, sobre dos cantantes amateurs de tango que empezaron a cantar a los 70 años [Historias de tres minutos]. Después, en uno de mis viajes, me dediqué a filmar en el Cementerio Central, y surgió otro documental [El más acá], sobre el sepulturero principal. En un momento sentí que el documental no era lo mío, porque me resultaba fácil; evidentemente no tenía un talento particular para eso. Siempre me sentí incómoda en ese lugar, sobre todo porque no manejaba las herramientas. Cuando escribo lo vivo como si fuese una extensión de mí misma.
-¿Cómo te acercaste a Levrero?
-Fue de muy joven, por medio de Daniel Mella. Él era la única persona que leía y escribía de las que conocía, al menos de mi edad. No tenía pares, y eso fue lo que Levrero hizo por mí. Siempre está el tema de si fui o no a los talleres. Me ha dejado de importar, porque fue mucho más complejo que eso. Nunca fui al taller como sus alumnos, pero lo que sucedió fue que él me vio en un estado muy vulnerable y enseguida comprendió que necesitaba pares, interlocutores. Me decía que fuera a sus talleres y yo cada tanto iba pero me sentía muy avergonzada, porque Levrero aclaraba que yo no estaba ahí para hacer el taller.
-En La ciudad invencible, la cuestión inmigrante se traslada a la escritura y a la conquista de una ciudad, a un intento de apropiación.
-Es que el tema de apropiarse de una ciudad o de un lugar ya se ha convertido en una de mis obsesiones, y si me hubiera quedado en Uruguay no habría existido. He tenido que apropiarme de una ciudad tantas veces, probando distintas estrategias... ¿Cómo hacés tuya una ciudad? Creo que en La ciudad invencible, pese a que había vivido en Francia, casi un año en Berlín y dos en Buenos Aires, fue cuando empecé a reflexionar sobre el tema, sobre el mirar, algo muy presente en un libro de cuentos que se publicará el año que viene. El tema de ser extranjero, de pertenecer o no pertenecer y cómo, cómo diferenciarse, es algo que he explorado constantemente. En Buenos Aires eso es interesante, porque uno es un extranjero que se puede mimetizar muy fácilmente.
-En el libro hay amenazas a esa conquista, como La Rata y la muerte del padre, algo que te sucedió en 2011. ¿Tiene que ver con la necesidad de exorcizarlo?
-La figura del padre es una recurrencia, es algo sobre lo que he escrito y lo sigo haciendo. Es cierto que eso me pasó estando en Buenos Aires, más o menos como se cuenta ahí. Era otro de los elementos desestabilizantes para la protagonista, y por eso era importante mencionarlo, porque una pérdida así, cuando ella ya lo ha perdido todo, lo poco que había logrado construir... Siempre tiene que volver a empezar. Todo es pérdida. Siento que se aferra mucho a la ciudad y es cómo la hace suya. La batalla no se genera en contra de La Rata, sino que es interior. El salir corriendo lo vive como una cobardía.
-Es un relato muy híbrido que llega a cruzar la crónica con lo confesional, e incluso se puede leer como una novela de aprendizaje.
-Adoro las novelas de iniciación y siempre quise escribir una, pero los intentos no resultaron. Después abandoné esa idea y ahora me río, porque me di cuenta de que de alguna manera ésta es, como dice [Sergio] Chejfec, “una novela de educación sentimental”.
-Incluso hay un cruce con la historia reciente.
-Sí, con Néstor Kirchner, con la ley de caducidad, y eso tiene otro tono. Estaba buscando ese cruce de tonos y la hibridez. Surgió por casualidad, pero me interesó mucho explorarlo. No intenté reproducir los hechos, sino el alma de los hechos, como planteaba [Juan Carlos] Onetti. Esa idea está en la novela desde el principio. Cualquier escena puede haber pasado o no, pero lo importante es que podría haber pasado. Si podría haber pasado no sólo es verosímil, sino también “fiel al alma de los hechos”.
-Lo paradójico es que esa gran ciudad también podría ser un pueblo perdido de Carson McCullers, porque se concentra en pequeños fragmentos barriales.
-Eso es parte de cómo, con el tiempo, empecé a apropiarme de las ciudades. No salgo a recorrerlas para conocer sus rincones; lo dejo librado al azar. Así ahorro energía, porque si no hay un desgaste emocional muy fuerte.
-A priori, La azotea y La ciudad invencible son opuestas, sobre todo por la contraposición entre los grandes espacios -como la visita a Tigre, los bares- y lo claustrofóbico, pero hay un vínculo muy fuerte.
-Creí que era opuesta a La azotea pero cuando se la pasé a Lina Meruane me dijo: “Qué claustrofobia más espantosa”. Que es lo que me dice todo el mundo sobre La azotea. Quedé pasmada, pero me di cuenta de que lo claustrofóbico es la manera en que está trabajado el espacio. En definitiva, es un tema de atmósfera. Hay un vínculo entre las dos, sólo hay que saber leerlo.
-La azotea es absolutamente montevideana, y La ciudad... se opone al gran Buenos Aires, a sus proyectos literarios, a sus ambiciones.
-Eso también era parte de la idea. Yo me río de mis amigos porque creen que la literatura empieza y termina en Argentina. Me planteé que no podía ni quería enfrentarme a las grandes tradiciones. Opté por el lado más uruguayo, más felisbertiano. Me gusta y me siento identificada con eso. Como Armonía Somers y esas atmósferas opresivas, oscuras.
-Y a su vez muy visuales, con escenas que casi parecen fotogramas.
-Sí, es así. Me acuerdo de que Levrero hacía mucho hincapié en eso de narrar mediante imágenes. De todos modos yo ya escribía así porque había hecho La azotea antes de escucharlo. Y creo que haber filmado documentales aportó a mi manera de mirar. El hecho de filmar me ayudó a mirar más, porque se escucha el habla de la gente de una manera muy distinta. Ese detenerse en el habla de cada persona te enseña mucho. Y como me encanta Hebe Uhart, la cito mucho: ella dice que el personaje se crea desde su habla, no desde la descripción física. Si sabés cómo habla tu personaje, ya lo tenés. Se ve que siempre tuve presente eso de manera intuitiva, porque en La azotea una de las frases de Clara fue de las primeras cosas que escribí.
-En la reedición sustituiste a Levrero por Pablo Ramos.
-Hubo un tiempo en que acá no se paraba de hablar de Levrero, y yo quería alejarme de eso. Por ese motivo no usé su contratapa. En aquel entonces me quería despegar de las etiquetas de “fue al taller de Levrero”, porque te encasillaban en un tipo de escritura. Siempre sentí rechazo por esas etiquetas, pero además sentía que me habían leído mal. La azotea no tiene nada del Levrero de la segunda etapa, de lo autorreferencial. Si me tenían que leer desde un lugar, lo tendrían que haber hecho desde “los crueles” [Mella, Gustavo Escanlar, etcétera], pero por ser mujer nunca lo iban a hacer. Estoy orgullosa de haber sido su discípula y amiga, y de haber aprendido su ética del escritor. Eso es lo que más me transmitía. Su bajo perfil, el no aceptar determinadas cosas y tener una ética firme. Eso es lo que trato de honrar.