Luego de haber despertado los sentidos tomándose un café en Objeto (1936), con la taza forrada de piel, de Meret Oppenheim, y poniéndose los Lentes para faquir (1960), con clavos apuntando a los ojos, de Daniel Spoerri, tal vez, sobreviviendo, se percibiría más claramente un interesante recorrido que establecen tres exposiciones de la Temporada 20 del Espacio de Arte Contemporáneo (EAC), aun siendo muy distintas entre sí. La planificación y creación de objetos no sólo absurdos, sino también calibrados en base al máximo grado de divergencia entre la función normal del artefacto y la perversión de aquélla, generalmente con efectos cómicos y cuestionadores, tiene una larga historia. Sin querer ni poder reconstruirla acá, vale la pena señalar que empieza con las vanguardias históricas (aunque haya precedentes, pero aislados y fruto de coyunturas): la desconfianza hacia el nuevo producto industrial masivo, más o menos descaradamente acoplada a una fuerte fascinación, se volvió, a partir de la segunda década del siglo XX, motivo artístico recurrente. Si, por un lado, fue suficiente mudar un objeto ya hecho, readymade, de un lugar a otro -sinteticemos: de la letrina a la galería-, por otro, algunos artistas sintieron la necesidad de corromper lo ya existente (incluso Marcel Duchamp: hubo varios readymades corregidos, rectificados, asistidos). En este sentido, entre los primeros y más misteriosos están las maquinarias de Francis Picabia, pintadas entre 1915 y 1918, abstrusas en su constitución y perfectamente inútiles (salvo para metaforizar la sexualidad y otras cuestiones humanísimas).
Autopoese, de Alexandre Dacosta -artista brasileño que se mueve, no siempre con gracia, entre videos, películas, canciones, cuadros y esculturas-, reúne una veintena de piezas recientes. El foco parece ser el juego, visual, con las palabras: por ahí es evidente la conexión con la tradición poética de su país, sobre todo la del grupo Noigandres, de Haroldo y Augusto de Campos y Decio Pignatari, inventores y teóricos en los años 50 -junto con el suizo-boliviano Eugen Gomringer- de la poesía concreta (una pieza como Polígono, por ejemplo, es impensable sin los “poemobiles” de Augusto de Campos y Julio Plaza, que vivían de los efectos tridimensionales del papel sobre las palabras). Esta veta de Dacosta reserva algunas obras logradas, pero las más contundentes son las que involucran, además de las letras o sin ellas, también objetos tridimensionales y cotidianos: la multirregla Aritmétrica, en cuyas láminas inscribe las frases “hora a hora, súmome”, “día a día, divídome, “mes a mes, multiplícome” “año a año, sustráigome” ofuscando la idea de medición del espacio con la de medir tiempo (en sentido melancólico y falsamente científico); Huella, una sartén con ocho mangos distintos, quizá prototipo de la sobreabundancia de opciones que impone el mercado; y, sobre todo, Revuelta, jaula para pájaros donde no hay pájaros, sino una enorme cantidad de plumas que la llenan, con exquisitos ecos duchampianos: no sólo remite a ¿Por qué no estornudar, Rose Sêlavy? (1921) en el uso de la jaula, sino que le da un giro. Aquel readymade asistido resultaba sorpresivamente pesado, porque los objetos que lo llenaban parecían cubitos de azúcar pero eran bloquecitos de mármol: Dacosta, con un guiño, opta por la total liviandad visual y física, e infla, hasta el desborde, el elemento ausente en Duchamp, la pluma, lo que puede provocar el estornudo. Se puede leer no sólo como la alteración de un objeto común, sino también como la de uno previa y artísticamente alterado.
En su Circuitos y correspondencias, el argentino Juan Rey fabrica cuadros en base a figuras armadas por otros. Un ejemplo es la serie de avioncitos de papel doblados por distintas personalidades -entre otros, Luis Camnitzer y el matemático Craig Kaplan-, que son reproducidos con un método curioso: Rey cubre la superficie con tenues líneas de cobre que se conectan, al fin y luego de recorridos intricadísimos, con células fotovoltaicas por un lado, y con una lucecita led por el otro. Cuando hay luz en la sala, el led se ilumina débilmente. Las bases, en otras obras, parecen ser tomografías, fotos aéreas, etcétera. No se trata de la degeneración de un objeto en sí, pero la lógica es parecida: tal vez el centro de la operación sea el desarrollo de un diálogo entre partes que operan a distancia, pero queda muy clara -y choca innegablemente- la desproporción entre el laberinto de circuitos, enmarañadísimo, y aquella lamparita minúscula que, gracias a él, apenas se ilumina: un gran esfuerzo para un resultado tremendamente pobre.
Finalmente, el uruguayo Juan Manuel Ruétalo aclara, desde el subtítulo de su Máquina para no ver televisión, que lo que nos espera cuando entramos en su “celda” es uno de sus “procesos complicados para la obtención de resultados relativamente sencillos” (y, reitero, los circuitos barrocos de Rey podrían pertenecer a esta categoría). Conceptualmente el punto de partida es muy simple, tal vez demasiado. Explica Ruétalo: “Cansado de soportar la manera en [que] se utiliza un medio con tanto potencial como la TV y sin ninguna esperanza de que esto cambie, decidí hacer un invento para desarticular su funcionamiento, una cura, un dispositivo artístico que la anula”. Apretando un botón, el espectador, sentado, activa tanto el televisor como un abultado aparato mecánico hecho de metales y maderas de colores, que ocupa gran parte del espacio y está conformado por carriles, mesitas, palas, resortes, rieles. Ahí “navega” un globo transparente (un pequeño mapamundi) en un recorrido de unos dos minutos, muy entretenido de mirar, que acciona interruptores en diversos puntos, cambiando el canal de la televisión. Efectivamente, el viaje de la bolita logra eclipsar lo que pasa en la pantalla, desviando en todo momento la mirada de quien contempla la instalación. A la pieza no le vendría mal un mayor sustento teórico, pero se inserta, ágil, en uno de los caminos más fecundos que ha tomado hoy esta historia de objetos paradójicos: una suerte de venganza (algo ingenua, pero necesaria) de lo analógico frente a la “ofensiva” digital.