No debería temblar la mano de quien teclee, hoy en día, que el teatro contemporáneo se sostiene en la reescritura de textos clásicos. Vampirismo habilitado por la idea de que, irremediablemente, todo fue dicho, visto, experimentado, sufrido y gozado. Todo. La remake, más que mecanismo para decir algo, es gesto aparatoso y exhibicionista, pero sobre todo autosuficiente. El “yo escribo” viejo (y no siempre querido, pero digno por la cuota de responsabilidad que implica) dejó paso al “yo reescribo” altanero y, a menudo, gandul. Y si éste no es el lugar para armarse de bibliografía citable y espesar la trama con notas al pie, podría serlo para pensar cómo esta furia por el reciclaje textual se ha materializado en nuestra cartelera de los últimos 20 años. Hasta se podría revisar cómo funciona lo que Jesús Campos García firmó en la introducción al número monográfico “La reescritura de los clásicos”, de Las Puertas del Drama, revista española de la Asociación de Autores de Teatro (2001): “Más que cultural, éste es un problema de modelo de sociedad, y así, en la que estamos, la cuestión debería dirimirse en términos de propiedad, pues la obra constituye un patrimonio y genera unos rendimientos; de ahí el batiburrillo de intereses que mezcla churras con merinas para propiciar el ‘a río revuelto, ganancia de escritores’”. O, lo que es más urgente, cómo se declina en los últimos estrenos.
Texto y primera dirección de la actriz Valeria Fontán, Los heridos entra en parte de lo dicho hasta ahora y es también su negación. Es, al mismo tiempo, utilización desfachatada de los clásicos y alejamiento de varias prácticas que circundan la reescritura. Como todo acto creativo, por lo menos a partir del siglo XX, parece legitimarse en dos planos: el del objeto (para el teatro, un texto tal como se materializa en escena) y el del discurso sobre él (la historia de su origen, el proceso de su escritura, la investigación que supuso, etcétera). Empecemos por la gacetilla: “8 historias de vida. Un hospital psiquiátrico. El Dr. Bokvander implementa un nuevo tratamiento, en el cual los internos actúan escenas de vida de Guillermo, un paciente que ha borrado selectivamente de su memoria determinados episodios de su vida. Los heridos es un intento de recuperar esos recuerdos, es una obra de teatro, una representación, en la que se difuminan los límites entre la ficción y la realidad”. La cita -es difícil no notarlo- exhibe los camuflajes: ni una palabra de la representación teatral en un hospital psiquiátrico por antonomasia, que es todavía Marat-Sade, de Peter Weiss y, por supuesto, tampoco un indicio del ya histórico psicodrama.
Lo dicho sobre Los heridos se aleja de los reflectores intertextuales, minimiza reenvíos y juega con implicaciones, pero no usa nada de eso para brillar. Interesa, en este sentido, la entrevista con la directora publicada en Caras y Caretas (firma GP), donde cuenta que la idea para la pieza surgió a partir de lo generado por la noticia sobre una mujer que prendió fuego a un gato y lo tiró por la ventana, y dice: “Se generó un escándalo tremendo. La gente, enardecida, se juntó en la puerta del edificio para manifestarse en contra de la mujer y a favor de los derechos de los animales. La insultaron, decían que querían hacerle lo mismo a ver si le gustaba”. A partir de allí, “en el proceso de creación, se fue generando la idea de que todos estamos expuestos a que nos pasen cosas terribles en la vida, tragedias, hechos de los que realmente no hay recuperación alguna, y, obviamente, todos estamos expuestos a terminar internados en un hospital psiquiátrico”. En la misma entrevista, Fontán alude a algunos episodios de Macbeth que sirvieron de “punto de partida para trabajar elementos como la ambición, la traición y el posterior arrepentimiento”. Y, sobreentiende, se desembarazó del isabelino en el desarrollo.
El espectáculo utiliza con soltura a sus antepasados; hace, o parece hacer, otra cosa, algo diferente de lo que se hace en general (toda mirada vicia lo mirado, y la mía no quiere ser excepción). Toma la metateatralidad dura y potente de Weiss (y de quienes lo reescribieron desde entonces) y la atraviesa con la monumentalidad de Shakespeare (de quien toma textual, por ejemplo, la escena de la alucinación), para transformarlos en tragicomedia cotidiana. En los personajes que deambulan por la escena, cada uno con un repertorio gestual propio y delineado con cuidado de artesano, hay fragmentos indistintos de la uruguaya que mató al gato, del político jacobino francés, del rey escocés. Perduran marcas como guiños, quizá, de toda la operación: los traslados vuelven doméstico y propio lo foráneo. La sala de El Mura, espacio subterráneo del Mercado Agrícola, mojada, acuosa, es un contenedor ajustado para la ocasión, extremadamente metafórico -si se me deja pasar el extremo- para el descenso al interior de las mentes de los personajes y, en otro sentido, de los espectadores. Espectáculo coral de actuaciones minuciosas (Fernando Amaral balancea bien violencia y comicidad; Maite Bigi usa voz y cuerpo para construir, con cariño, a su enajenada frágil; Mauricio Chiessa y Emiliano Duarte trabajan, sobre todo el último, el puro gesto), vestuario sutil y escenografía estrictamente realista, Los heridos es una muy buena propuesta y un comienzo, para la directora y el Grupo Teatral Los Heridos, más que prometedor.