Aún se ignora si la nueva entrega de Star Wars: el despertar de la fuerza conseguirá establecer alguna clase de récord de taquilla o de nominaciones al Oscar o algo así, pero supongo que -aunque es imponderable- se puede afirmar que nunca una película había despertado un juego tan perverso de expectativas fogoneadas y frustradas a la vez con la intención de generar tanto deseo que, al ser éste finalmente aplacado por el estreno, la única respuesta posible fuera la de la satisfacción. Es casi imposible encontrar reseñas desfavorables de esta película, y los pocos críticos que han puesto sus reparos -como Andrew O'Heir, de Salon, y Stephanie Zacharek, de Time Magazine (no por casualidad dos de los pocos críticos legibles de la prensa estadounidense)- han recibido una inundación de correo de odio enviado por fans absolutamente convencidos de que la alegría volvió a su barrio y que no hay nada que cuestionarle.

Y algo de razón tienen, porque no hay nada cinematográficamente objetivo (si es que eso más o menos existe) que se le pueda criticar a este film divertido, bien realizado y que resucita una franquicia a la que su propio creador había dejado en coma. Star Wars: el despertar de la fuerza parece, más que nada, una película cuidadosamente diseñada para no irritar a nadie, lo cual, por supuesto, es una señal inconfundible de unas aspiraciones artísticas muy autolimitadas, pero no hay por qué caer en el esnobismo de pedirle a un producto de entretenimiento que a la vez sea artísticamente relevante. A no ser que, como ocurre de cierta forma en este caso, se lo esté considerando a priori como tal.

Es que hay muchos elementos paracinematográficos que ameritan considerar este film no sólo un fenómeno cultural, sino también -como lo fue en su momento la primera Star Wars- un fenómeno cultural diferencial, que tal vez señale un cambio en las reglas de juego de la oferta y la demanda fílmica. Ante todo hay que señalar que se trata tal vez del mayor producto de fan fiction jamás realizado; un film que no está pensado en relación con su calidad intrínseca, sino con la mirada fija en el respeto a una cosmogonía ordenada hace casi 40 años. Dirigido y guionado por creadores que comparten pasiones con el público que alternativamente se fascinó y se desilusionó con las seis películas previas de la saga, y que no iba a permitir grandes desviaciones, Star Wars: el despertar de la fuerza tenía que cumplir con los reclamos de estos seguidores fanáticos, pero al mismo tiempo despertar la fidelidad de quienes no fueron hechizados años atrás por una serie de películas que han sentido el paso del tiempo, pero quieren ser parte de un fenómeno similar. Quieren sumarse a la fuerza. Y el trabajo de JJ Abrams y Disney es una obra de precisión orientada a complacer estos dos reclamos que deberían ser antitéticos.

Renovación y respeto

El trabajo de Abrams parece haber sido, antes que nada, de reparación más que de creación, con el objetivo de eliminar todas las desafortunadas decisiones que George Lucas había tomado y volver a lo básico. Abrams partió de la base de que, aun si muchos elementos narrativos del modelo de Star Wars no han envejecido bien, la imaginería esencial es simplemente perfecta, y que son los agregados posteriores de Lucas los que -como en un intento de mejorar el gusto de la Coca-Cola- realmente le han hecho daño.

¿Qué suprimió o corrigió Abrams de las películas fallidas que la habían precedido? Muchas cosas. En el plano estrictamente técnico-cinematográfico, el director optó desde el comienzo por suprimir el abuso de efectos digitales del que adolecían las últimas entregas (en las que la diferencia con un film completamente animado se hacía borrosa). También se fueron las criaturas menos humanoides, los excesos de robots, las megalópolis cósmicas y las pistolas láser que parecían encendedores de cocina. La paleta de colores se redujo nuevamente en relación con el anterior colorinche alienígena de esos planetas digitalizados y la sensación de opulencia y derroche técnico. Las primeras escenas de la película de Abrams son sumamente modestas en lo técnico y carentes de elementos visualmente deslumbrantes (los habrá, pero serán introducidos gradualmente más tarde, porque deslumbrar también es imprescindible para una película de estas características), pero esa modestia también sirve para eliminar algunos de los vicios narrativos más molestos de Lucas, como los diálogos excesivamente explicativos o las breves escenas ilustrativas de acciones que ya se nos habían contado. Habiendo establecido un marco narrativo de parámetros distintos, más modernos y ágiles que los de Lucas, Abrams puede entonces hacer el gran truco de, en lugar de apostar a la sorpresa y el cambio, empezar a contar una historia que parece un mash-up de las dos primeras películas de la serie, y que complace minuciosamente los requerimientos de quienes saben lo que esperan y no quieren ni sustos ni Jar Jar Binks en el camino.

Así, los viejos rostros conocidos para los fans de Star Wars vuelven a emerger, envejecidos pero dignos, en una ceremonia simultánea de reencuentro y despedida, ya que hay una nueva generación de personajes presentándose ansiosos en las gateras (algo que no le hace difícil a Harrison Ford robarse la película desde su primera aparición). Uno de los gestos más bonitos y a agradecer de Abrams es el rescate del perruno Chewbacca (al que los años han enrubiecido un tanto), una de las criaturas más queridas del universo Star Wars pero que, luego de ser el compañero perfecto de Han Solo en las dos primeras entregas, comenzó a perder relevancia en El regreso del jedi y tuvo una única participación olvidable en la trilogía de precuelas. Aquí el irascible antropoide tiene el lugar que se merece y varios de los mejores gags del film, con lo que se le devuelve relevancia a uno de los mejores personajes de la historia del cine que no haya emitido una sola palabra en lengua humana alguna.

En todo caso, este entorno deliberadamente conservador se volvería un poco paródico, e incluso incomprensible, si al mismo tiempo no se dejara una puerta abierta para que la saga adoptara los nuevos valores ineludibles en cualquier producto masivo en el siglo XXI.

Sin embargo, la mayor corrección -y tal vez la menos reclamada por sus seguidores- fue la ideológica: el mundo y los mercados han cambiado mucho desde 1978, y esta película no necesita boicots ni adversarios ideológicos. La primera trilogía había sido criticada, con algo de razón, por la ausencia de personajes que no fueran blancos en el elenco, algo mal corregido con la introducción en El imperio contraataca de Lando Calrissian (Billy Dee Williams), que era negro y luchaba del lado de la luz, pero que también era todo un estereotipo de vividor (más presentable era el jedi Mace Windu, interpretado por Samuel L Jackson en la trilogía de precuelas, pero tan incapaz de despertar emociones como los demás personajes introducidos por esa subserie). Se puede discutir si aquella uniformidad era realmente molesta en una película que de cualquier forma presentaba un sinnúmero de especies humanoides viviendo en armonía, pero por las dudas Abrams se aseguró de que los personajes masculinos nuevos del lado luminoso fueran un negro (John Boyega) y un latino (Oscar Isaac), mientras que el villano (Adam Driver) sí es de lo más caucásico. Otra crítica, más constante, se refería a la escasez casi ridícula de personajes femeninos, teniendo en cuenta que en las tres primeras películas la princesa Leia, interpretada por Carrie Fisher, era casi la única mujer presente (no obstante lo cual hay que señalar que se trataba de un rol muy fuerte y distanciado de las habituales princesas pusilánimes de Hollywood). Para compensar esto, Abrams hizo de una mujer (Daisy Ridley) su principal personaje de acción, e introdujo a varias más en roles tanto positivos como negativos, aparte de que Leia ha perdido su ahora incorrecto título de “princesa” para ser llamada “general”. Controversias sobre orientaciones sexuales no hubo ninguna, ya que toda la saga es posiblemente el mayor ejemplo de cine asexual de la historia.

Una serie de decisiones claramente orientadas a no generar discusiones con el mundo políticamente correcto, pero que en manos de Abrams -un hombre con gran talento para los castings- terminan justificándose por los resultados. La Rey de Daisy Ridley es un personaje dinámico, mucho más atractivo que la triste princesa Padme interpretada por Natalie Portman en las precuelas, y el Finn de John Boyega es un personaje carismático, ambivalente, ocasionalmente desprotegido y con serias chances de volverse la mayor estrella de esta trilogía en curso.

Es decir que el monumental pánico a los spoilers que precedió a esta película era completamente injustificado, porque el espectador va a encontrar exactamente lo que fue a buscar. No hay nada rupturista, irritante, descolocado o incongruente, todo lo que estaba funcionando mal ha sido cuidadosamente arreglado y a todo lo que podía incomodar se le aplicó un tratamiento preventivo. Si la Star Wars original significó un cambio hasta ahora irreversible en la concepción y el marketing del cine mundial, esta versión de Abrams es su perfeccionamiento hasta la casi invulnerabilidad. No hay nada de qué quejarse, excepto de no haber pedido algo más. Algo que no podamos aún imaginar.