Las feromonas son sustancias que el cuerpo segrega y van a parar al aire o al agua circundantes, donde son detectadas, por ejemplo, por uno o muchos congéneres, los cuales reaccionan de determinada manera (caso más típico: acercándose al emisor con intenciones sexuales). Son, si se quiere, una forma de comunicación no consciente, que logra resultados increíbles, por ejemplo, en insectos sociales, cuyo comportamiento nos resultaría absolutamente inexplicable sin la presencia de tales sustancias. Pero no son exclusivas de los insectos: los humanos también tenemos, aunque su importancia es probablemente de segundo orden. Cabe aclarar al ser inconsciente o automática la respuesta, es difícil evaluar dicha importancia.
Así como en la naturaleza hay todo tipo de trampas visuales (camuflajes, imitaciones, etc.) destinadas a confundir -alejando o acercando- a eventuales presas, predadores o simplemente polinizadores, las feromonas no son ajenas a esto: imaginen que un león pudiera imitar la feromona sexual de un antílope. Le bastaría con sentarse a esperar, y con el paso de los eones, terminaría convertido en una especie de planta carnívora de origen animal.
Imaginen, para el caso de que el universo esté lleno de vida, las cosas que habrá por ahí. Es poco probable, ciertamente, que la feromona de un organismo de un planeta influya sobre seres vivos provenientes de otro, ya que es necesaria una evolución compartida para que estas cosas funcionen. Para el ejemplo del león, supongamos que hace millones de años había un mínimo parecido entre determinado olor del león y la feromona sexual del antílope. De entre todos los leones, en algunos ese olor era más parecido, por lo que los antílopes tendían a demorar su huida. Éstos se alimentaban mejor y dejaban más descendencia. Después aparecieron leones que por casualidad tenían un olor más parecido aún, y así, hasta llegar a esos organismos con aspecto vegetal pero que son en realidad devoradores de antílopes, descendientes de los leones que recorrían las sabanas del planeta Tierra hace setecientos millones de años, cuando los humanos poblaban ese planeta y apenas asomaban al resto del universo.
Ciertamente, en ese período, los antílopes también evolucionaron, y desarrollaron defensas contra tan leonina estrategia. Por ejemplo, algunos se volvieron insensibles a la feromona, pero se extinguieron pronto, porque si bien no eran devorados, tampoco se reproducían demasiado. Otros empezaron a utilizar más los ojos que el olfato para, digamos, enamorarse de (y enamorar a) sus parejas, y hoy son unos bichos monógamos de grandes ojos que no pueden alejarse mucho de sus pares porque jamás los volverían a encontrar. Otros se transformaron en devoradores de leones. Sí, así como lo oyen: se acercan al león-planta fingiendo ser atraídos por su erótico aroma (o acaso atraídos de verdad), y cuando éste los atrapa con una serie de apéndices y garras de simetría radial, les inyectan un veneno que licua su interior, y posteriormente sorben el delicioso jugo a través de una trompa de punta afilada.
Pero hablábamos de otros planetas. El general Marcial Guerra, explorador y conquistador, se encontraba en uno de ellos, en una región inexplorada de nuestra galaxia, mirando en derredor para estudiar el panorama. No llevaba ningún tipo de traje espacial, ya que los instrumentos de su nave le habían indicado que la atmósfera del planeta era muy similar a la de la Tierra. El paisaje era accidentado y boscoso, con numerosas cañadas que se derramaban en pequeñas cascadas en los desniveles del terreno, y abundantes bancos de niebla. Hacía calor. Había insectos o su equivalente: pequeños bichos voladores cuyo zumbido se mezclaba con el de las cascadas. Marcial examinó con cuidado a uno de ellos, y vio que no tenía alas sino una especie de hélice espiral (parecida a la de los bocetos de helicóptero de Leonardo da Vinci) que giraba permanentemente en un solo sentido, manteniendo al animal suspendido en el aire. Pensó un momento en cómo podía haber logrado aquel prodigio un organismo netamente biológico, pero posteriormente decidió dejarles el problema a los biólogos y dedicarse a explorar aquel mundo prometedor.
El dilema de Marcial era hacia dónde ir; el paisaje era homogéneo (según había observado durante el aterrizaje, y lo corroboró subiéndose a observar desde una rama alta de la cual bajó rápidamente al notar que ésta estaba empezando a realizar movimientos sospechosos) y no había cómo decidirse. Caminó, pues, para allá, según su costumbre de dejarse llevar por la intuición, como los grandes detectives de la literatura cuando carecían de argumentos más sólidos.
Sin saberlo, estaba siendo atraído por una compleja mezcla de moléculas que, de algún modo, emulaban a otras que, en la Tierra, habían tenido alguna utilidad durante los millones de años en que la especie humana evolucionó a partir de sus simiescos ancestros, e incluso desde mucho, muchísimo antes. Como dije, es muy poco probable que un ser de un planeta sea atraído por feromonas de un ser de otro sitio. Pero no es imposible.
Como Marcial narró, a su regreso (después de un tiempo de reticencia y tras insistentes preguntas), la feromona tenía evidentemente una función sexual. Se internó en el bosque sin conocer su destino, y fue ultrajado reiteradas veces por una cosa que no supo cómo definir, aunque le sorprendió la similitud de algunas partes de su anatomía con la humana, más precisamente, la masculina.
“Son los gajes del oficio”, dijo Marcial meses después, mientras preparaba una segunda expedición con el fin de estudiar con más tiempo y tranquilidad la biología de aquellos curiosos seres, y, eventualmente, lograr nuevas conquistas que enriquecieran su legajo.