A través de la mirada de una adolescente de 14 años que viaja a Buenos Aires en busca de su padre -un joven escritor desorientado que con ella en la puerta se entera de la existencia de su hija-, Eduardo Sacheri explora los vínculos con la sociedad, los amigos y la familia, o sus modos de ausencia.

Su novela anterior, Papeles en el viento (2011) -llevada al cine por Juan Taratuto y estrenada en Montevideo hace unos días-, centraba su historia en cuatro amigos y la muerte de uno -el Mono-, quien se había consumido su cuenta bancaria en la compra de una “promesa” futbolística, Mario Juan Bautista Pittilanga, un delantero que alcanzó a jugar en la sub 17. En Ser feliz era esto Sacheri no sólo se aleja de la temática que generalmente aborda, sino que además asume el desafío de la voz de una mujer adolescente. Si en el anterior trabajo del autor la salvación se daba por el fútbol, en Ser feliz... se da por la posibilidad de entrega, que sólo es posible cuando la desconfianza y la vergüenza dan paso a la complicidad, entre esa suerte de soledad y confusión compartida.

Ella (Sofía) es ese tipo de adolescente frontal, sincera y decidida. Él (Lucas) publicó un libro exitosísimo hace unos buenos años. Y si bien para los demás es escritor, él no sabe bien qué hacer con su vida. Pero ésta no es una historia sobre la búsqueda de la paternidad o el retrato de la rebeldía adolescente, sino un relato sobre la exploración de los vínculos, incluso cuando éstos se convierten en la única alternativa posible.

Extraños

“Si hay algo que Sofía odia es que le tengan lástima. Esa miradita de la gente cuando se les nota que están pensando ‘Pobre chica, mirá lo que le pasó’. Lo odia. Los odia. Le dan ganas de decirles, de gritarles, ‘¡¿Por qué no mirás para otro lado?!’ ¡Si te doy lástima pensá en otra cosa y listo!”. De este modo comienza la narración de la primera página, cuando Sofía decide viajar a Morón -luego del suicidio de su madre- para conocer a su padre.

El inconveniente de Ser feliz era esto radica en su narración, que se convierte absolutamente predecible y a veces incluso tediosa en la reproducción de lugares comunes, escenas un tanto cursis o excesos de coloquialismos. “-¿Viste? ¿No estuve genial con lo de mi muñeca quemada? -Dale, Andrea del Boca. Vamos que se hace tarde. -¿Andrea qué? -Andrea del Boca. ¿No la conocés? ¿Ves que vivís adentro de un frasco de mayonesa? -¿Ves que sos una máquina de decir antigüedades?”. O “-¿Engordar? Si estás flaca como una laucha. -Qué comparación horrible. -¿Te parece? De acuerdo, le pediré disculpas a la laucha. -Tonto. -Andá llamando el ascensor”, entre un largo etcétera. Esto, a su vez, se acompasa con un narrador omnisciente en tercera persona que comparte las mismas características, lo que, a su vez, incomoda aun más la lectura: “Cierra fuerte los párpados y caen dos gotas grandotas, como bombas desde un avión de guerra. Caen casi al mismo tiempo, y se estrellan, y quedan chatas y grandes contra las baldosas color tiza, con un montón de gotitas más chicas alrededor”.

En el conjunto de la obra de Sacheri sus personajes son tipos de barrio apasionados por el fútbol y los detalles simples de la vida. En esta línea se destacan varios relatos, entre los que se encuentra el autobiográfico “Independiente, mi viejo y yo”, en el que se reconstruye un recuerdo de la infancia por medio de la narración de uno de los triunfos épicos del Rojo en la Copa Libertadores. “Él se acercó, se inclinó, me dio un beso de buenos días, y se me quedó mirando con expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que sí, que claro, que habíamos salido campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el mundo que Independiente había vuelto a salir campeón de América”. Este relato se construye con la cuota justa de emotividad, mientras el hijo continúa recordando a su padre, 25 años después, al intentar cumplir con el ritual iniciático.

Pareciera que este intento de cambio de voz, en la buena y exitosa carrera del autor, se volvió un extraño umbral donde los bordes se tocan y repelen al mismo tiempo. Pero, como escribió Thomas Pynchon en El arcoíris de gravedad, “la luz late detrás de las nubes”. Sabemos lo que cuesta ser feliz.