La campaña de creación de expectativa de Mortdecai consistió en varios pósters del famoso elenco del film (con figuras conocidísimas como Gwyneth Paltrow, Olivia Munn, Ewan McGregor y, por supuesto, Johnny Depp) en los que cada de ellos exhibía un acicalado y espeso mostacho. Las alternativas de esta campaña no iban mucho más allá de decir “Johnny Depp es Mortdecai”. Esta diagramación, tan parca como tautológica, perfectamente podría obedecer a las viejas baterías de recursos publicitarios empleadas para generar ansiedad respecto de un artículo misterioso, pero el de Mortdecai es de uno de esos casos curiosamente sinceros entre un producto y su publicidad, porque Mortdecai es fundamentalmente eso: Johnny Depp y un bigote.

No estamos hablando en términos puramente metafóricos. Realmente la blandísima trama casi todo el tiempo está supeditada a las posibles permutaciones de gags y ocurrencias que pueden darse alrededor de Depp usando un bigote falso. Uno hasta puede imaginarse la primera reunión de venta del proyecto, con el escritor, el director y sus agentes de ventas entrando a una oficina llena de inversores reclinados sobre sus ergonométricas poltronas de cuero; luego de presentarse, se les entrega a todos los allí presentes unas pulcras carpetas negras y mientras se apagan discretamente las luces de la sala para proyectar la imagen de un bigote, el más extrovertido de los oradores, con su vista extasiada vuelta hacia el techo y empuñando sus más grandilocuentes ademanes de predicador, dice: “Hagamos un ejercicio: imagínense a Johnny Depp. Bueno, ahora quiero que se imaginen un bigote espeso y peinado, como el de Teddy Roosevelt. Ahora imagínense a Johnny Depp con ese bigote. Voilá! Ahí lo tienen, señores: nuestra película, Mortdecai”.

Lo único falso en la línea de venta “Johnny Depp es Mortdecai” es que, en realidad, “Mortdecai es Johnny Depp”. Hacía tiempo que no aparecía en la pantalla una película tan actor-driven -conjunción de palabras con la que los angloparlantes suelen definir películas que sólo se sostienen en lo que alguna de sus estrellas tiene para ofrecer-, en la que todo lo que existe detrás pareciera conscientemente puesto en un mero entrecomillado. La película, inspirada en el libro Don’t Point that Thing at Me, de Kyril Bonfiglioli, sigue los pasos de Charlie Mortdecai, un remilgado aristócrata experto en el mercado de arte (tanto legítimo como clandestino) que se convierte en una figura esencial para resolver el misterio de una obra robada cuyo destino potencialmente involucra a peligrosos grupos terroristas (quien escribe esta nota evita revelar cualquier tipo de datos porque es difícil determinar qué debe ser una sorpresa y qué no, qué importa y qué es de relleno). Marland (Ewan McGregor) es un agente del MI5 (el famoso servicio de inteligencia inglés) que está enamorado de Johanna (Gwyneth Paltrow), la mujer de Mortdecai. Aunque su vínculo es ríspido, ambos deberán prestarse mutua asistencia para llegar a lo hondo de una investigación en la que a Mortdecai le interesa más que nada el rédito comercial que puede obtener de la recompensa de la obra robada. Para ayudarlo -y salvarlo una y otra vez- está Jock -Paul Bettany; por lejos, lo más digno del film-, un sirviente/guardaespaldas que sistemáticamente es víctima de la torpeza del custodiado.

Ésa es más o menos la base de una historia que parece meterse en un montón de meandros y revelaciones frente a los que, a la mitad del film, ya parecen importarnos poquísimo. Más que mala, la narrativa de la película es extraña, como si fuera una historia narrada por alguien con la enfermedad de Alzheimer. Hace acordar, en esa estructura libre y constantemente invadida por digresiones, a la mucho más odiosa La cosa más dulce (Roger Kumble, 2002), en la que Cameron Diaz, Christina Applegate y Selma Blair seguían un debilísimo hilo de trama, encharcándose constantemente en un vodevil de absurdidades y humor gratuito. A diferencia de La cosa más dulce, donde la acumulación de tics de Diaz daba con una especie de personaje que se pretendía cool y adorable pero se convertía en vil e infumable, la figura invadida de amaneramientos que interpreta Depp no es tan molesta como extraña. En el fondo podría haber sido un personaje interesante, pero uno lo ve y, continuando con el ejemplo de la junta de preproducción mencionada antes, se imagina al director reuniéndose con él en su camerino y indicándole: “Vos sos Jack Sparrow, pero aristocrático e inglés”. De hecho, toda la britishness es realmente molesta en un film que salta de un estereotipo a otro, empachándose de acentos falsos y modismos de otra época - uno podría rastrear parte de los grandes problemas de la película en esa adaptación de la Britania de los 70 a la de nuestros días-.

Las abundantes escenas de acción tienen un ritmo poco natural e incómodo. Uno ve cómo esos personajes se golpean o caen en lugares específicos, y experimenta esa extraña sensación de molestia que se produce ante esas exageradamente coreografiadas peleas de lucha libre mexicana. Los chistes corren la misma suerte, repitiéndose hasta el cansancio o entrando fuera de tiempo. En particular, la escena de seducción en el baile de Olivia Munn hace pensar en el ratoneo de una vedette de teatro de revista argentino como un romance de Éric Rohmer. Así, las situaciones se suceden entre personajes en los que nada parece importar demasiado -ni esa cosa estrafalaria que parece rodear a todo lo que hace o dice Johnny Depp, ni esa frialdad de Paltrow, que parece siempre estar relajada o ligeramente disgustada, aun cuando se entera de que su esposo casi fue asesinado por rusos-.

Y en este comentario sobre la frialdad de Paltrow llega el tema del bigote: entre todas las cosas que pueden hacer de Mortdecai una persona insufrible, la verdadera razón de la debacle amorosa es su pretensión de conservar el mostacho. La liviandad del conflicto podría ser un aditivo, pero se insiste tanto en el asunto que todo va cobrando un tono cada vez más absurdo y vacuo.

Habiendo sido un actor caracterizado por sus roles siempre extravagantes, Johnny Depp en Mortdecai es la prueba viviente de que a veces una colección de gestos y estilo no es suficiente. Pero lamentablemente esto va para todos los actores del film. Ver Mortdecai es una experiencia similar, en algún sentido, a la de esos partidos benéficos en los que se ve a varios ex jugadores entrar a la cancha. Uno puede ver una jopeada, un cañito o un tiro libre al ángulo, y en cierto punto puede rendirse a sonreír con ellos, pero sabe que en el fondo, pese a las risas y ese trotecito despreocupado entre jugada y jugada, lo que más quieren es volver al vestuario para pegarse una ducha.