Los retratos de transexuales se han vuelto, dentro del terreno del documental, un género en sí mismo. Productos de trabajos investigativos o producciones enmarcadas en cuasi ficciones, ya dentro del escueto marco uruguayo podríamos citar varios trabajos de Aldo Garay (que en unos días estará presentando en la Berlinale El hombre nuevo, la historia de una transexual adoptada por militantes uruguayos en plena revolución sandinista) y Alicia Cano. La temática trans ha ocupado un lugar de preponderancia en el cine independiente actual, no sólo debido a la agenda cultural efectivamente lanzada por colectivos LGTB y ciertas condiciones notorias de marginalidad que sirven para denunciar y traer a escena acuciantes problemas sociales que rodean a dicha población, sino también por ser, a su manera, una vía directa sobre uno de los temas históricos del género documental: la identidad. La idea misma del género como una construcción por fuera de lo meramente biológico encuentra en los retratos de transexuales la cristalización máxima de la identidad como algo no dado de antemano, algo proteico que guarda, como la coloración de un cromosoma, la base sobre la que todos nosotros nos construimos a partir de señas distintivas imitadas, aprendidas o privadas.
Casi emulando esta noción de los cuerpos como construcciones, sincretismos que se escapan de la mera binariedad, los documentales sobre la población trans suelen fusionar los terrenos de lo documental y lo ficcional, de lo performático y lo investigativo. En El Bella Vista, la historia y su recreación se fundían en el metraje, así como en la última edición de la Semana del Documental, Castanha (Davi Pretto, 2014), más que concentrarse en la cotidianeidad de João, un famoso drag queen de Brasil, se disgregaba entre las ficciones que él mismo ponía en escena, en un mundo tan invadido por lo etéreo como lo pesadillesco.
En este caso, la chilena Naomi Campbel (la ausencia de la última l del nombre en honor a la famosa modelo fue un recurso tomado por los jóvenes directores Camila José Donoso y Nicolás Videla para evitar el riesgo de ser demandados) agarra por un derrotero similar, siguiendo la vida de Paula Yermén Dinamarca, una transexual chilena que busca realizarse la operación de cambio de sexo. Si bien el personaje es real, casi todo lo que sucede está escenificado: la casa donde se la filma no es su casa, algunos de los personajes secundarios no tienen que ver con la vida de la retratada y hay ramificaciones de la trama principal que tampoco obedecen a un registro fidedigno. Lo real es, en definitiva, el mundo interno de Yermén, su crisolada espiritualidad, sus ansiedades y sus angustias.
Con este tono tan entremezclado de registros, lo que parecería el punto más auténtico y directo de la vida de Yermén son esos interludios filmados por ella misma, en los que con una cámara de baja resolución registra una noche chilena completamente deshabitada, que parecería estar a un escalón de distancia de lo más áspero de Pedro Lemebel y la Colorina Stella Díaz Varin. Ahí, el polifón místico que sostiene a Yermén se pulveriza y vemos un mundo solitario, sólo habitado por perros.
Justamente, en ese trajinar borracho de Yermén por las calles de Chile, los perros que no paran de ladrarle toman la forma de aquello que parece minuciosamente escamoteado en el film: los mismos hombres. A no ser por la escena de la charla con el cirujano, los hombres heterosexuales están borrados del metraje, como si fuera una respuesta en clave personal y metafórica a la relación con el denunciado machismo de esa dura sociedad chilena.
La otra pieza del rompecabezas es la joven Naomi Campbel, personaje secundario que aparece en la vida de Yermén como doble o complementario. Naomi es una chica que planea realizarse intervenciones quirúrgicas para parecerse a la famosa modelo británica. Uno la ve y sabe que hay muy pocas semejanzas entre ella y su objeto de fascinación, pero de algún modo esa ceguera idealizada parece servir para hablar de aquello mismo que le sucede a Yermén: el dolor de tener un cuerpo que no coincide con lo que se quiere ser.
Hay momentos francamente poéticos en el film, como los planos secuencias tomados desde la nuca que acompañan a Yermén en su caminar, la ya mencionada escena de los perros/hombres ladrándole, aquel pequeño lugar de rezo encontrado en las entrañas de un tronco semitalado y la escena de sexo entre Yermén y su novio, en la que el tipo súbitamente se pone en cuatro, esperando ser penetrado por ella, lo que suscita la súbita indignación de Yermén, que lo trata de maricón y le dice que por algo quiere hacerse la vaginoplastia. Entre los mayores aciertos del film está la escena de la aplicación del test de Rorschach, en la que Yermén, al enfrentarse con la famosa lámina cuatro (cuya mancha usualmente suele ser interpretada por los testeados como un murciélago o una mariposa), se aleja de las respuestas típicas, al contestar que lo que ve es un pájaro lastimado que está aguardando. Entre esa imagen y la de otro pájaro negro que aparece dormido en las manos de una anciana, nos damos cuenta de que esa ave no es otra que Yermén, que no puede ser ni una cosa ni la otra de lo que la gente comúnmente entiende (que conste, además, que tal lámina suele ser una de las principales que utilizan los psicodiagnosticadores para evaluar las “pruebas de realidad” del paciente con su entorno).
A pesar de estos aciertos, hay algo en el sincretismo de Naomi Campbel que no llega a convencer. Se nota que es una película proteica, construida sobre la marcha, en la que se intenta coser demasiadas cosas en ese patchwork de lenguaje cinematográfico y documento temático. Sobre todo, el asunto de la misma Naomi se esfuma en la nada, restándole fuerza al film, dejando una sensación más cercana a la vaguedad que a lo enigmático. Además, algunas subtramas, como la del reality show que financia las operaciones de sexo a cambio de registrar el proceso, sólo se entienden bien si acudimos a la ayuda de entrevistas con los directores, por lo que quedan enredadas y mal cerradas en el desarrollo del film.
Teniendo todo esto en cuenta, podría decirse que Naomi Campbel es una película más valiente que buena, que muestra a dos directores con una gran capacidad para encontrar un detalle y dar con sus cajones invisibles, pero con una voracidad tal que no les permite engarzar todas las piezas de manera similar. Algo así como esa belleza de altar que Yermén se prepara, hecho de botellas recortadas de refrescos.