No hay mejor manera de empezar un disco que con aquella canción que luego de la primera escucha genera un impulso irrefrenable por apretar el botoncito que la reproduce otra vez, y después de que termina el repaso, no queda otra que seguir en el mismo círculo vicioso. Son esos temas que en la jerga más especializada se suelen denominar “temazos”. Esto sucede con El mar sin miedo, de Santullo (proyecto liderado por Fernando Santullo, ex voz de Peyote Asesino y asiduo colaborador de Bajofondo -por ejemplo, compuso el hit “El mareo”, junto con Juan Campodónico-).

“Lo que debo” se titula el tema inicial y, por sinécdoque, nos muestra el amplio espectro de géneros que se van a desplegar en el disco. De arranque, da una patada con un riff de aires zeppelineros (dos espasmódicos golpes de power chords que dan paso a un punteo entrecortado que se desliza con autoridad y prepotencia por las bordonas), y así el asunto se pone rockero, para luego descansar sobre unos versos más calmos, de tintes hip-hop (rapeados pero con tranquilidad, casi cantados), luego vuelve el riff introductorio, sobre el que estalla el estribillo (con una melodía pegadiza y potente), del que surge el título del disco: “Sé que debo hacer todo lo que debo / para dibujar con fuego el cielo. / Sé que debo hacer todo lo que debo / para sobrevolar el mar sin miedo”. En la mitad de la canción, sí, hay un rap con todas las letras -muchas-, a cargo de Emiliano Peréz, el baterista de la banda, que tiene a Daniel Benia -también ex Peyote Asesino- en el bajo y a José Luis Yabar en la guitarra, entre otros.

Uno de los grandes aciertos del álbum es el equilibrio logrado entre la mezcla de géneros: a grandes rasgos no se destaca ninguno por encima del otro. Gracias a esto, el disco es inclasificable -de cualquier manera, no importa demasiado, ya que, en el fondo, no hay más que dos clasificaciones relevantes dentro de la música: la buena y la mala; en este caso, estamos ante la primera-. Pero sí hay una capa de homogeneidad gracias al barniz sonoro que pinta todo el disco de un color fuerte y brillante, que se puede etiquetar tranquilamente como “rock”.

Otro elemento destacable -por lo menos, para quien esto escribe-, hijo de lo anterior, es que las dosis de rap están justas como para no saturar. Muchas veces -por no decir siempre-, dentro del hip hop y géneros afines se rapea a ritmo vertiginoso, en plan “mi rap es más grande y rápido que el tuyo”, en lo que parece más un ejercicio de destreza vocal de machos alfa que una actividad inherente al desarrollo creativo, artístico y romántico de la música (“el concurso de champión más rapero, / guacho pajero, / me chupa un huevo”, decía “Perkins”, del segundo disco de Peyote Asesino). También, en el disco prácticamente no hay artilugios electrónico-digitales, detalle digno de destacar en estos tiempos de chiches robóticos omnipresentes en los que se tira una base programada, y a rapear que se hace tarde.

Siguiendo con el repaso de las canciones: otra que abraza la línea de la primera, con ribetes rockeros, es “Contraluz”, con un incesante punteo de guitarra eléctrica y un bajo bombardero, sobre el que se le canta a una mina a la que dan ganas de conocerla: “Tu cuerpo es una trampa exacta / que esconde el sabor de la sal. / Un combustible perfecto. / Y hoy todo se puede incendiar”. El tema es dueño de un gran estribillo que confluye en un espectacular break -por desgracia, dura poco- que se resuelve con una caída de violines que impregnan la canción con un fino aroma de balada. Otras canciones de similares tintes rocker son “Ella vendrá” (un cover del grupo argentino Don Cornelio y La Zona) y “La oscuridad”.

Al ser un disco de gran nivel y bastante parejo, se hace difícil destacar un tema por sobre los demás; pero, en la vorágine de géneros o estilos que lo atraviesan, es digna de mencionar la canción “No hay vuelta”. Principalmente, porque se trata de un tema con cimientos murgueros -Pablo Pinocho Routin termina de construir el edificio, aportando su voz en el estribillo-, que de ninguna manera suena a cliché o a un pastiche de elementos uruguayos, caminos por los que es fácil desviarse cuando se toma la transitada ruta del dios Momo.

“No hay vuelta y no la querés. / Y fue hace tiempo tu mejor vez. / Y para colmo de males, / ya hubo alargue y ya hubo penales. / Que no te venga la gente / con la tonada indulgente. / No sabés, no calculaste / si perdiste o si ganaste”, dice el estribillo, que parece hablarle al perdedor que en otros tiempos ganaba, como el Pierrot de Jaime Roos, que lo tiraron a la cancha sin preguntarle si quería entrar y, como si fuera poco, de golero (la metáfora futbolera es inherente al género; quedaría descolgado hacer un tema de ribetes murgueros con metáforas de tenis o Fórmula 1, del estilo “derrapaste en la primera curva y te mandaron a boxes”). El puente se roba la canción, a mano armada de una melódica (que crea una atmósfera digna de “Se va la murga”, también de Jaime), violín y coros fantasmagóricos. Al final, aparecen unos punzantes dibujos de guitarra eléctrica (que deberían sonar más altos en la mezcla), a cargo del compinche de todas las horas de Santullo: Juan Campodónico, quien también es coautor del tema.

En el disco también encontramos algunas canciones que podrían denominarse “peyoteras”, ya que es en las que el ejercicio del rap está más presente; aunque no a tantas revoluciones por segundo como en aquella banda, y se dan dentro de esa línea casi cantada, como en los versos de la primera canción. Por ejemplo, “Pedalear” -que incluso tiene una base rítmica obsesiva y amenazante que recuerda a las que solía imponer el Peyote-: “Mastodontes y positrones, / protones, neutrinos, neutrones. / De los electrones mejor ni hablar”. No habría ni que decirlo: pasó mucha agua debajo del puente (como quien no quiere la cosa, este año se cumplen dos décadas del disco debut de Peyote Asesino), y las letras ya no son aquellas demostraciones cuasi adolescentes de irreverencia para pinchar adrede a la policía de lo políticamente correcto. Pero no faltan las declaraciones de principios: “Ya no estiro la jeta para alcanzar la meta. / En el pelotón / soy uno más, / tragando tierra desde atrás. / Veremos, dijo un ciego, / y a mí me gusta ver hacia dónde me muevo. / La patria, la tumba, la gloria, / todo eso / me chupa un huevo. / Lo que me importa es tener la libertad / de no seguirles el juego”.

La frenética coda de “Pedalear”, que repite de forma insistente el último verso del estribillo (“Buen momento para pedalear, / para alejar el sueño y despertar / tan entero como al comenzar) sobre un obsesivo riff, y en la que la batería empieza a machacar el ritmo sin piedad, es el momento más peyotero del disco. Otra canción con seudo rap es “Dios y el diablo”, que se destaca por una formidable melodía de vientos -estrictamente, es un fiscorno, tocado por Alejando Piccone, de La Vela Puerca-, que levanta la canción y la deja bien arriba cada vez que suena. Aquí retorna la metáfora futbolera, de forma más elaborada y con una sentencia de resignación: “Meter un gol aunque sea de penal”.

Entre los invitados del disco no mencionados anteriormente se destaca Emiliano Brancciari, líder de No Te Va Gustar, quien aporta su voz en la canción “El arma”, generando un buen contrapunto con la voz de Santullo; sale bien parado en un estilo en el que no es común escuchar a Brancciari, aunque el estribillo con guitarra de aires ska seguro le pareció familiar.

En líneas generales, cabe resaltar el trabajo sobre los estribillos, ya que la mayoría están muy bien estructurados rítmicamente y ninguno suena traído de los pelos o forzado -de hecho, casi todos son pegadizos- ni iguales entre sí -los arreglos de coros son de Fran Nasser-.

En definitiva, un excelente disco por donde se lo mire -mejor dicho, escuche-, que tiene todos los ingredientes que necesita para ser adjetivado así: suena fresco, ágil, distinto -a la obra de Santullo en general y a mucha música que anda por la vuelta- y bien tocado. Cualquier escucha podrá zambullirse en este mar, sin miedo.