Por un lado, es el relato de lo que, a esta altura, puede llamarse un mito fundacional estadounidense. Martin Luther King fue uno de los hombres más admirables y admirados de su tiempo, de los pocos líderes políticos que lograron aunar una valiente efectividad con el “sin perder la ternura jamás”. Y el Estados Unidos actual (sobre todo su versión idealizada, espejada en su cine) se considera ejemplar en cuanto a “derechos civiles”. Tengo siempre la sensación de que su retrato de las propias injusticias pasadas no está ahí para mortificar las conciencias, sino para levantar el ego colectivo, como diciendo que la gran nación actual logró erigirse a partir de un estándar muy bajo, lo cual sería aún más meritorio, como una proyección nacional del espíritu voluntarioso que define al self made man: es una self made nation. Con respecto a esto, véase el discurso final de Lyndon Johnson en esta película, en la que el presidente, pese a todas las interminables hesitaciones debidas a múltiples presiones políticas, termina tomando la decisión de “pasar a la historia” como un auténtico demócrata, proclamando la Ley de Derecho de Voto en 1965 (quizá el más grande de los triunfos prácticos de King, que puso fin a las trampas que se tendían para reducir todo lo posible la participación de negros en las elecciones). Como tantas películas sobre presidentes estadounidenses reales o ficticios, el discurso está respaldado por una música noble, hímnica, que va creciendo poco a poco y exaltando a los espectadores junto a las palabras y a la imagen de la bandera nacional.

La película es política en otros sentidos. En el sentido más ligero, es política a la manera del Lincoln, de Steven Spielberg: se fascina con el entramado político, los distintos juegos por detrás de las marchas de Selma a Montgomery (1965), que condujeron a la aprobación de la Ley de Derecho de Voto. Uno está todo el tiempo alternando entre representantes de distintas facciones y organizaciones, y apreciando la forma en que se fue orquestando el proceso (del que King fue el rostro más visible e inspirador, pero ni ahí el único conductor): había violentistas y pacifistas, inmediatistas y gradualistas; Johnson, al parecer, quería priorizar su política contra la pobreza y postergar la cuestión del derecho de voto; los suprematistas blancos defendían sus intereses y sus neurosis; había que decidir entre exponer a la gente a peligro para producir mártires de impacto mediático o protegerlos al precio de apartarse de la meta.

Es una película política también en el sentido de activista. Como si estuviéramos viendo una obra de Costa-Gravas, nuestra sangre hierve de indignación con las injusticias cotidianas, con las masacres, con los asesinatos, con los parlamentos racistas del gobernador de Alabama, George Wallace (odiosamente interpretado por Tim Roth). J Edgar Hoover aparece como un ser mucho más villanesco que en la lavada película que sobre él hizo Clint Eastwood. Hay momentos francamente pedagógicos, como cuando los líderes negros están haciendo un brainstorming sobre qué camino seguir, lo que sirve de pretexto para exponer a los espectadores la multiplicidad de ardides que se usaban para impedir a los negros votar, pese a su “derecho teórico” de hacerlo.

Uno puede preguntarse qué impacto político puede tener un relato ya tan alejado en el tiempo, conocido más o menos en detalle por los estadounidenses y en sus líneas muy generales por los demás, y cuando se asume que, cotidianamente, ese tipo de problemas está muy atenuado. La película toca teclas parecidas a las de la oscarizada 12 años de esclavitud (que es, como ésta, una coproducción británico-estadounidense, con participación de Brad Pitt como productor), lo que suena oportunista. Se insiste en el derecho de voto y asuntos aledaños, pero cuestiones más espinosas y menos unánimes, como la pobreza y la guerra de Vietnam, son enfocadas en forma mucho más hollywoodianamente cautelosa. Por otro lado, sin embargo, recientes y muy difundidos casos de agresión injustificada de policías blancos e impunes contra ciudadanos negros indefensos vienen a recordar que las discriminaciones y tensiones “raciales” siguen ahí, que la igualdad social plena todavía está por conquistarse y que un discurso como el de Selma parecerá redundante para uno, pero por desgracia quedan muchos racistas por convencer, sensibilizar o anular.

Representantes

La realización tiene peculiaridades. Una de las cosas más interesantes es la oscilación entre extremos de ritmo: hay varios largos y desarrollados diálogos intimistas (mucho más extensos que lo que suele tolerarse en la idea más llana de una “película dinámica” actual), contrapesados con pocas pero contundentes escenas de masas y violencia, y algunos momentos vinculados a los discursos históricos que no son ni acción ni intimismo (parece más bien la dinámica de los primeros 70, tipo Rollerball -Norman Jewison, 1975- o Taxi Driver -Martin Scorsese, 1976-.)

La explosión de la iglesia bautista de Birmingham (perpetrada en 1963 por el Ku Klux Klan) está dada a puro susto, sin ningún componente de suspenso, como fue vivida por quienes la sufrieron: uno sencillamente está ahí en el cotidiano y de pronto ¡bum! El susto y el shock me hicieron recordar el del atentado terrorista en La soledad, de Jaime Rosales (España, 2007). Hay unas elipsis desconcertantes de un tipo que uno asocia más bien al cine artístico extrahollywoodense: en una escena aparece Malcolm X, y un rato después (en la película) Martin Luther King se refiere a él en un discurso, en el que menciona su asesinato ocurrido semanas antes (es ahí que nos ubicamos en el tiempo y nos enteramos de que ese hecho histórico ya transcurrió). Hay un extenso diálogo entre dos integrantes del Comité Coordinador Estudiantil No-Violento (SNCC, por su sigla en inglés) que debaten sobre si participar o no en la marcha convocada por la Conferencia del Liderazgo Cristiano del Sur (SCLC, el movimiento liderado por King). La escena termina en una ruptura: uno va a participar y el otro no. En una escena posterior, vemos al que había decidido no participar, ahora totalmente involucrado con la marcha, y sólo un comentario de su colega da cuenta de que en ese ínterin él cambió de idea.

Hay mucha habilidad en la administración de las dimensiones pública y privada en este relato. La película empieza con la voz, luego el rostro de King profiriendo palabras de un discurso, plantando desde el inicio las consignas político-ideológicas generales. Pero pronto nos damos cuenta de que él estaba nomás ensayando frente al espejo, y lo que tenemos es el primero de los extensos diálogos intimistas, entre Martin Luther y su esposa Corrie. Recién de ahí saltamos a la ceremonia de entrega del premio Nobel de la Paz (1964), en la que él dice efectivamente el discurso que había estado preparando. Un dato absurdo y deprimente: todos los “discursos de Martin Luther King” de esta película fueron en realidad redactados por la directora, tratando de imitar el estilo de ese genial orador. No se pudo usar los discursos históricos porque ¡el legado de King vendió los derechos de su uso cinematográfico a DreamWorks y Warner! Es decir, la noción de propiedad intelectual se extiende de los artefactos artísticos a los hechos históricos -lo que alguien dijo en forma pública en determinado momento-. Y es deplorable que el legado de King haya aceptado vender a un privado los derechos de textos históricos fundamentales de ese gran hombre caracterizado por su generosidad y que dio la vida buscando el bien general y defendiendo a los desposeídos.

Otra manifestación del poderoso ritmo torcido de Ava DuVernay es el momento en que King comenta una de las líneas básicas de su estrategia: la necesidad de generar drama: la palabra “drama”, algo tétrica si observamos que se está hablando de sacrificios en pro de la sensibilización masiva a través de los medios, está sincronizada con un corte a un primer plano de King en un contrapicado heroico, pero de espaldas, con su rostro oculto. Es decir, se realiza el cliché de ir al busto del locutor de la frase importante en el momento clave, pero hábilmente se lo contornea y renueva en forma visualmente esquiva. También es sensacional la introducción de la segunda de las marchas: la cámara asciende a una de las vigas del puente colgante de Edmund Pettus, y recién allá en lo alto un tilt down nos muestra la enorme fila de manifestantes marchando. Luego una bajada de la cámara en “ascensor” nos muestra la fila de policías que bloquean el paso.

Hubo unos comentarios bastante desubicados sobre la falta de “diversidad racial” en las nominaciones al Oscar. Pero obviando ese tipo de comentarios que pretenden ser antirracistas y terminan siendo racistas, Ava DuVernay (quien puede describirse como mulata o negra) podía estar cómodamente entre los candidatos a Mejor Director por razones legítimas. Su omisión no parece haberse debido a racismo o sexismo, sino a cierta ineficacia de los productores y distribuidores para hacer llegar screeners a los votantes, aliada a la indolencia de éstos. Sólo esto puede explicar también la ausencia de una candidatura a mejor fotografía para el trabajo magnífico de Bradford Young: hay que ver sus interiores nocturnos, tomados usando únicamente los puntos de luz “naturales” del decorado (explotando, como en Ida -Pawel Pawlikowski, 2013-, las posibilidades prodigiosas de las nuevas cámaras digitales Arri). El empeño naturalista casi siempre se explota en forma expresiva, con varias escenas en las que los personajes no tienen iluminados sus rostros. En el caso de Lyndon Johnson, hay cierto simbolismo: su rostro tiende a estar en sombras cuando está reaccionario, pero aparece plenamente iluminado cuando tiende al bien. Pero ese frecuente oscurecimiento de los rostros de los personajes/actores blancos también juega a nivel formal con el predominio de rostros negros, que son todo un desafío para iluminar y encuadrar (porque están más cerca de ser lo más oscuro del encuadre), lo cual se acentúa con el hecho de que muchas veces se encuentran en locales precariamente iluminados. Aquí brillan también varios de los actores -instados además por un criterio de dirección de actuaciones contenidas-, que logran transmitir mucha energía e intensidad con mínimos matices de mirada y expresión.